Homilía del padre Carlos Padilla - 15 de septiembre de 2019

Domingo 15 de septiembre de 2019 | Carlos Padilla

Domingo XXIV Tiempo Ordinario

Éxodo: 32, 7-11. 13-14; 1 Timoteo: 1, 12-17; Lucas: 15, 1-32

«Tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Era necesario regocijarnos. Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado»

15 Septiembre 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«No quiero estar triste. Dejo a un lado esos trajes de luto que oscurecen mi ánimo. Estoy hecho para la alegría, para la luz. Necesito llevar en mi alma esa alegría que viene de Dios»

Un curso nuevo se despliega ante mis ojos. Una nueva oportunidad para escribir mi historia santa. ¿Cómo quiero hacerlo? Me da miedo caer en la rutina después del descanso. ¿O tal vez la echo de menos después de tanta vida desordenada en medio del ocio? Una rutina de horas, de hábitos, de deberes cumplidos. De horarios más fijos, más estables. Una rutina en la que Dios tiene su lugar en mi vida y yo el mío en su corazón de Padre. Una rutina santa en el que todo encaja mejor que cuando vivo de vacaciones despistado, algo perdido. La rutina de la vida me parece tan importante. Cuando la pierdo la necesito. Y cuando la vivo intensamente quisiera respirar aires más libres. Es como esa costumbre de levantarme con plan marcado. Con un rumbo fijo. Sin tiempo para despistarme perdido en pensamientos superfluos. Parece todo tan importante. No logro perder el tiempo, porque se me escapa entre los dedos. Sé, lo tengo claro, que quiero vivir feliz tanto en el desorden de las vacaciones como en la exigencia de las rutinas exigidas y programadas. Tanto con la agenda libre como con en mis días llenos de compromisos. Igual de feliz, igual de libre. No me quejo ni de la excesiva libertad, ni de la excesiva responsabilidad. La rutina del curso me centra. La libertad del verano me ensancha el alma. Las dos son necesarias cuando mi vida va del orden de la semana al descanso desordenado del fin de semana. Del trabajo exigente al descanso necesario. Los dos momentos son sagrados. En los dos momentos soy yo mismo. No soy menos cuando me agoto en obligaciones. No soy más cuando siento que tengo horas de libertad por delante. En ambos momentos se juega mi santidad en mi forma de enfrentar la vida. Con la sonrisa ancha. Con el alma libre. Como dice el Papa Francisco: «No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de santificación»[1]. Mi vida se juega en esa alternancia. De un extremo al otro. Del cansancio al descanso. Del descanso a la entrega. De perder el tiempo a aprovecharlo al máximo. De sentir el aburrimiento a pensar que no tengo tiempo para nada. No quiero rehuir el trabajo. No quiero vivir todo el día pensando en lo que debo hacer. Me viene bien descansar. Y me viene bien volver a la rutina. Volver a empezar con mano firme. Un nuevo curso que se abre desnudo ante mis ojos. Tanto por hacer. ¿Cómo son mis sueños al comenzar este nuevo curso? ¿Qué desafíos tengo por delante? ¿Cómo quiero enfrentar los cambios que van a tener lugar? ¿Cómo miro a la cara la enfermedad, el fracaso, la soledad? Sé que la única manera de ser feliz es enfrentar con una mirada franca y en paz los desafíos que me plantea la vida. Las consecuencias de mis decisiones. Los imprevistos con los que no contaba. Todo importa al empezar un nuevo tiempo. ¿Cómo quiero mirar a Dios en este curso? ¿Qué siento que me pide? ¿Qué espera de mí? ¿Qué espero yo de Él, qué le pido? Miro este comienzo de la mano de María. Sé que Ella no va a dejar de caminar al ritmo de mis pasos. No va a dejar de mirarme cuanto esté turbado o triste. No va a querer que permanezca pesimista en mis angustias. Ella va a ir conmigo donde yo quiera ir, donde me lleven los nuevos rumbos que sigue mi camino. Ella no desconfía de mis fuerzas. Me mira con alegría. Sabe que puedo dar siempre más. Y que Ella va a estar siempre junto a mí cuando me falten las fuerzas. El descanso me sirve para recargar el alma de esperanza. Para llenarme de sueños nuevos. Para mirar con optimismo mi vida desde la distancia. Y darle gracias a Dios por todo lo que me ha dado. Por lo que me da cada día. Le pido a Él, le pido a María que no me dejen caer cuando esté cansado. Que no deje de luchar cuando parezca todo difícil. Quiero confiar después del descanso en lo importante de mi entrega diaria. Dios sabrá cómo hacerme descansar cada día en su regazo. En ese abrazo que me espera al final del camino.

La tristeza es ese sentimiento que se enquista en el alma y me aleja de la luz. Acaba con la paz y hace desaparecer la sonrisa. La tristeza y la fealdad van de la mano. La persona alegre se llena de belleza, la triste de fealdad. Dice el profeta Baruc 5, 1: «¡Jerusalén, quítate tu ropa de luto y aflicción, y vístete de gala con el esplendor eterno que Dios te da!». Me pide que me revista de la belleza que Dios da. El traje de belleza. Cuando estoy triste pierdo el sentido del camino y me alejo, como el hijo pródigo: «El menor de ellos le dijo a su padre: - Padre, dame la parte de la herencia que me toca. Y él les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se fue a un país lejano y allá derrochó su fortuna, viviendo de una manera disoluta». El hijo lleno de tristezas se aleja buscando alegrías. La tristeza me hace huir, me lleva a esconderme. Me veo feo y me escondo. En mi tristeza vivo fuera de mí. Despojado de un centro. Sin paz, sin sonrisa, sin alegría. Lo contrario de la tristeza es la alegría y también la belleza. Una belleza que alegra el alma. O una belleza expresión de la alegría interior. Un corazón alegre se viste de belleza. Un corazón triste se cierra y huye. Como el hijo pródigo que huye buscando felicidades pasajeras. Tengo a veces razones para estar triste. Pero mi tristeza me aleja de los hombres, me aleja de Dios, de mi hogar, de mi propio centro. Quiero dejar la tristeza a un lado y revestirme de la belleza de Dios, de su alegría. Revestirme de su presencia que irradia en mí una luz nueva. ¿Por qué estoy triste? ¿Por qué lloro? Porque no tengo lo que deseo. O he perdido lo que me daba esperanza. Porque no tengo a Dios en el centro de mi vida y vivo a la deriva como leía el otro día: «Sin las amarras del silencio la vida es un triste movimiento. Una barquichuela permanentemente azotada por la violencia del oleaje»[2]. Un triste movimiento que me lleva de un lado al otro. Sin un rumbo fijo y claro. No quiero estar triste. Dejo a un lado esos trajes de luto que oscurecen mi ánimo. Estoy hecho para la alegría, para la luz. Necesito llevar en mi alma esa alegría que viene de Dios. Decía Keppler: «La alegría es un factor de vida y una necesidad de la vida, una fuerza de vida y un valor de la vida. Todo ser humano tiene necesidad de alegría y derecho a la alegría. Es tan imprescindible para la salud del cuerpo como para la del alma, para el trabajo corporal y mental cuanto para la vida religiosa»[3]. Es imprescindible que reine en mí la alegría. Pero no siempre es tan fácil. Mi estado de ánimo se oscurece, pierdo la paz y el sentido de lo que hago. Dejo de tener fuerzas para la lucha y vivo sin esperanza. ¿Cómo puedo estar alegre si no poseo lo que más amo? La tristeza se adentra en el alma, se pega en la piel. Dejo de poseer lo que he amado siempre. Se aleja de mi lado aquel a quien amo. ¿Cómo puedo estar alegre cuando mis planes no se hacen realidad y la vida toma derroteros extraños? Pierdo la alegría del corazón. Ya no soy ese niño alegre que sonríe con todo, con todos. Pierdo la inocencia y mi mirada se llena de una niebla gris que acaba con el buen ánimo. Decía el P. Kentenich: «La educación a la alegría, de cómo podemos ser maestros de alegría, modelos de alegría, más aún: apóstoles de la alegría»[4]. Quiero educarme y educar a otros en la alegría. Siempre hay esperanza en medio de la tormenta. Y entre las nubes de la tempestad irrumpe un sol incipiente, penetrante. Y la luz abre el bosque tupido. Y tengo esperanza de nuevo cuando parecía imposible. Cambio la mirada, el objeto de mi tristeza se aleja o tiene menos fuerza. O confío más, que es lo importante. Y me viene de lo alto una alegría nueva, hasta ahora casi desconocida. Me revisto con un traje de fiesta. El traje del amor de Dios que me llena de luz. Lo miro a Él que me mira y sonrío esperando su abrazo. Una alegría que me hace pensar que es posible salir de la oscuridad del alma. Es posible encender una luz en medio de la noche y dejar que todo cobre un nuevo brillo. Es posible reír de nuevo después del llanto. Me decía una persona atrapada en una tristeza densa, profunda: «¿Para qué sirve llorar tanto?». Las lágrimas desahogan, es cierto. Acaban con la presión que me agota y me quita el aire para vivir. Las lágrimas se escapan de mi alma llevándose la tristeza. Me alivian tanto el llanto y las lágrimas. Quiero dejar a un lado mi traje de luto. Y volver a sonreír. Sé que se puede caminar feliz con penas en el alma. Es posible sonreír en medio de las lágrimas. Y esperar confiado entre densas dudas, negros nubarrones. Es posible si en el silencio Dios me abraza y me consuela. Y me dice que me ha estado esperando tanto tiempo. Merece la pena mi vida llena de pecado y pobreza. Mi vida frágil, enferma. Merece la pena mi historia porque no soy un fracasado. No todo lo hago mal. No todo no tiene remedio. Siempre se abre una nueva ruta cuando parece todo perdido. Una ventana que mira al cielo, un camino desandado, una canción que vuelvo a cantar. Me visto de belleza y de alegría.

Cuando el corazón está vacío y triste no sabe encontrar el camino de vuelta a casa. Uno recuerda en su angustia tiempos mejores y desea lo que ahora no tiene, como el hijo pródigo: «¡Cuántos trabajadores en casa de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me estoy muriendo de hambre!». Sueño con lo que un día fue, con lo que ahora no tengo. En momentos de oscuridad siempre recuerdo con luz tiempos pasados mejores. El hambre es dañina. No me deja ver mi vida con objetividad. Me conduce de forma frenética buscando la satisfacción del deseo. Saciar el hambre cueste lo que cueste. El hambre es mala consejera. Puede llevarme por caminos difíciles o puede conducirme de vuelta a casa. Todo depende. No siempre el hambre me lleva en busca de un abrazo salvador. Puede hundirme más y más en la búsqueda enfermiza de mí mismo. Puede ahogarme en lo más profundo de un pozo. Si no pido ayuda puedo morir yo solo enterrado en mi propio barro. Eso lo sé. Necesito salir de mis miedos, de mi orgullo. Ese orgullo que no me deja pedir ayuda, suplicar que me salven. Es tan difícil dejarme ayudar cuando me he acostumbrado a ser siempre yo el que ayuda. El orgullo no me deja pedir ayuda. La necesito, estoy vacío, pero no sé volver a encontrar de nuevo el camino, no sé suplicar que me ayuden. Puede que me rodee de los que no me dan respuestas verdaderas o me aconsejan mal. ¿Cómo me pueden ayudar si no me dejo? ¿Cómo hago yo para que me escuche quien no me quiere oír? El hijo pródigo soy yo y son otros. Ese hijo perdido, huérfano y solitario. Ese hijo enfermo, orgulloso y distante. Ese hijo lleno de desconfianzas y sospechas. Ese hijo que ha dejado de creer en el padre porque un día le hizo daño. Comenta H. Nouwen: «Yo fui herido, como lo fuisteis vosotros y cualquier otro ser humano. La mayoría de los padres son lo mejor y lo más grande, pero, en la experiencia humana, los padres son también personas muy dañadas y limitadas. Cuanto más desean dar a sus hijos lo mejor, sus propias limitaciones les impiden hacerlo y, en contra de sus deseos, comunican un amor limitado»[5]. Tal vez me han herido de forma involuntaria. Ese hijo con el estómago vacío que sólo recuerda vagamente que otros junto a su padre tienen comida. No busca ya la felicidad. El primer día, cuando huyó de casa con la herencia, ese día sí quería ser feliz, a su manera. Recorrió caminos y lo perdió todo: «Después de malgastarlo todo, sobrevino en aquella región una gran hambre y él empezó a pasar necesidad». La necesidad nubla la vista. Me cierro en mi egoísmo. Me ahogo en la herida de mi alma que me hace sufrir. El hijo que ha matado en su recuerdo a su padre no quiere volver a ser hijo. Porque ser hijo evoca dependencia, sumisión, obediencia. Y el que se ha marchado no quiere desandar el camino andado. No quiere estar de nuevo sometido y obedecer. No quiere desaprender los hábitos nuevos aprendidos. El hijo alejado, el dilapidador, el que lo ha gastado todo. Ese hijo que ha reclamado una herencia que aún no era suya. Ese hijo no quiere vivir en casa. Prefiere el hambre del camino, la soledad del abandono, la humillación del desprecio. Eso antes que volver a ser esclavo, siervo, dependiente. Ese hijo autónomo, que ahora pasa hambre, puede seguir dos caminos diferentes. El de la salvación o el de la perdición definitiva. Siempre está esa segunda opción ante sus ojos. Puede desandar el camino haciendo un acto de humillación. O puede empeñarse en recorrer la senda por la que ha avanzado hasta ahora. Apurando las heces del fracaso. Siempre es posible caer más bajo. Soy libre. Puedo elegir al padre o el desierto. La casa o el camino sin descanso. El agua de la fuente o la sed. El alma saciada de alimentos o el hambre. Soy libre. O al menos tengo esa libertad enferma herida por el pecado, por mi pobreza. ¡Cuántas personas conozco que han seguido el camino equivocado! Hubiera deseado decidir por ellos. Es la gran tentación del padre. Querer reemplazar la voluntad enferma del hijo por la propia más sana. Querer evitar su sufrimiento, su hambre, su caída. Es el deseo de abusar del poder que el hijo le da al padre. Para que no se equivoque, para que no recorra caminos confusos y perdidos. ¡Cuánto respeto debo tener como padre frente a mi hijo! No puedo evitar que reclame su herencia. Ni que tenga hambre y sufra. Ni que trabaje para nada. Y cometa un error tras otro sin nadie que le dé el consejo adecuado. El padre que aguarda, que respeta, que mira desde lejos. El padre que no interviene para evitar la caída. Deja libertad y espera confiado a que el hijo decida correctamente. Me gusta mirar a ese hijo asustado. ¿No he sido yo ese hijo muchas veces? ¿No vuelvo a huir de casa de vez en cuando buscando una libertad que anhelo? Quiero ser feliz a mi manera. Sin control, sin un padre que vigile y guarde mis pasos. Quiero gastarme lo que tengo. Aunque pierda toda mi fortuna y no sea feliz, y tenga hambre. Yo soy ese hijo perdido que soñó una vida plena sin tener que obedecer a nadie. Y lo vuelvo a ser cuando me alejo, me entristezco, pierdo el sentido de mis pasos y me creo capaz de gobernar mi vida sin ayuda. Soy yo cuando reclamo al mundo que me dé aquello a lo que creo tener derecho. Soy ese hijo sin padre buscando hogar. ¡Cuántas personas conozco que no tienen padre ni hogar, que no descansan y mendigan obsesivamente el amor de los hombres! Ojalá el hijo encuentre siempre el camino de vuelta a casa. Ojalá sepa elegir bien dónde encontrar un hogar de paz.

Siempre es posible volver a nacer. Siempre puedo volver al inicio del camino ya recorrido. Hace falta esfuerzo, es verdad, mucha lucha y entrega. Es una decisión de la cabeza, de la voluntad que dice que quiere y del corazón que abraza el primer paso dado. El hijo pródigo tenía hambre, estaba desesperado. En su angustia clama al cielo: «Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». El hambre tiene mucho poder. Consigue que el hijo quiera volver a casa y ser tratado incluso como un siervo. El hambre quiere ser saciada. A cambio está dispuesto a ser uno de sus jornaleros. Es un razonamiento válido. Si actúa así al menos podrá comer y tener un lugar donde dormir. El hijo pródigo sabe que ha caído muy bajo. Se ha llevado su herencia y la ha dilapidado. Ya no tiene nada. Es despreciable. No merece ser llamado hijo. No merece el perdón. No existe en su alma la opción de la misericordia. Es la fuerza del hambre la que lo anima a salir adelante. Puede ponerse de pie e iniciar su camino. Puede levantarse y volver junto a su padre. Volver para encontrar un hogar. Volver, desandar el camino. Su vida con hambre me habla de un fracaso. Lo intentó y no dio resultado. ¿He tenido yo alguna vez que desandar el camino recorrido? ¿He tenido que volver al lugar en el que no quería vivir? Volver a mi tierra, a mi hogar antiguo, al origen de mi historia. Hace falta mucho valor para querer volver y expresar con mi vuelta mi fracaso. ¿Qué dirán de mí? Dirán que soy un perdedor. Un hombre sin principios. Un adefesio que no merece ser llamado ni hijo, ni hermano, ni amigo. Construyo mi vida sobre el reconocimiento de mi entorno. Lo que los demás piensan de mí es lo que cuenta. Soy lo que otros dicen que soy. Si valgo es porque alguien afirma mi valor. Si nadie menciona lo que valgo es casi como si no existiera. Se olvidan de mí y ya no existo. Es tan vana mi forma de ver las cosas. Mis decisiones parecen condenarme. El que se fue de casa no merece volver. El que se llevó su dinero. El que no fue fiel a lo que dijo. El que rechazó a quien le amaba. El que no cumplió con su parte en el trato. El que no amó hasta el extremo. El que no se comportó como los demás esperaban. El que no estuvo a la altura de las expectativas. ¿Y la mirada de Dios? Es la que realmente cuenta. Es la mirada de Dios sobre mi vida. Esa mirada que sólo yo percibo. ¿No es posible la misericordia para el que ha caído tan bajo? Cuesta creer realmente en la misericordia de Dios. En la obra «Los miserables» de Victor Hugo, el protagonista, un hombre condenado a prisión por robar un pan, piensa que no hay perdón posible: «De padecimiento en padecimiento, llegó a la convicción de que la vida es una guerra, y que en esta guerra él era el vencido. Y no teniendo más arma que el odio, resolvió aguzarlo en el presidio, y llevarlo consigo a su salida»[6]. Y cree que sólo puede actuar con odio. Hasta que encuentra en un obispo el amor de Dios. Ese encuentro cambia su vida. Ese hombre se comvierte para él en lo que leía el otro día: «Las personas que amo y que he llevado conmigo a Dios, seguirán siendo un hogar para mí, aun cuando ya no las vea más»[7]. El hombre sin hogar encuentra en ese obispo un hogar, un descanso, un abrazo. Ese hombre salvó su alma para Dios. Y desde entonces sólo quiso hacer el bien. Regresó al hogar de Dios. Indigno, pobre. Tocó la misericordia en una mirada, en unas palabras bondadosas. Un miserable levantado de su miseria. ¿Es posible volver a casa? ¿Es posible cambiar? Me cuesta perdonar al que me ha ofendido. Al que me ha hecho daño. A quien me ha decepcionado. Pero más difícil todavía es que me perdone a mí mismo. Otros pueden llegar a perdonarme por mis errores. Incluso Dios. Pero yo soy más inflexible. Me veo peor de lo que soy. Y creo que no merezco el perdón. No he actuado bien. Pesa el orgullo en ese momento en mi alma. ¿Cómo puedo aceptar y perdonar mi debilidad? Ese es el problema de la culpa mal entendida. La culpa sana me conduce siempre a suplicar misericordia. Pero cuando no me perdono es muy difícil creer en un rostro que me mira y perdona. La misericordia parece imposible cuando yo mismo no soy misericordioso al mirar mi vida. Veo el error. Y mi orgullo que pretendía hacerlo todo perfecto me duele. No acepto mi debilidad. La niego. La oculto. No la perdono. Puedo levantarme e ir junto a mi padre iniciando así un camino nuevo. Es el primer paso para conocer la misericordia. Para poder perdonarme a mí mismo. Hace falta mucha humildad para aceptar el perdón. Si pago por el mal que he hecho encuentro que todo tiene sentido. Si no pago nada y recibo un perdón absoluto, gratuito, me siento mal. La culpa duele en el corazón. Aceptar el perdón es difícil. Me cuesta perdonarme.

Hoy tiene lugar un encuentro que cambia la vida del hijo: «Estaba todavía lejos, cuando su padre lo vio y se enterneció profundamente. Corrió hacia él, y echándole los brazos al cuello, lo cubrió de besos. El muchacho le dijo: - Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Pero el padre les dijo a sus criados: - ¡Pronto!, traigan la túnica más rica y vístansela; pónganle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; traigan el becerro gordo y mátenlo. Comamos y hagamos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado. Y empezó el banquete». El hijo menor quería solo trabajar como siervo. No pretendía volver a ser hijo. No se sentía digno. Había matado al padre en su corazón. No era posible el perdón, ni la misericordia, ni un nuevo comienzo, para un pecador tan grande. El orgullo es fuerte todavía. El perdón es casi una ofensa. Tiene que pagar el mal que ha hecho. ¿Acaso no es injusto este padre misericordioso que lo perdona todo? Es excesivo el perdón. Y hacer una fiesta parece incluso una ofensa. ¿Se puede pagar el mal con un bien? ¿Es posible festejar el regreso del pecador con una fiesta? Parece un sin sentido. Hoy Jesús me dice cómo es Dios: «Yo les aseguro que así también se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte». La conversión del pecador, su cambio de vida, su nuevo comienzo, es la alegría más grande para Dios. La parábola de Jesús me rompe los esquemas. Seguro que también a los fariseos que miraban con desprecio a Jesús que comía con pecadores: «Éste recibe a los pecadores y come con ellos». Un Jesús blando, demasiado bondadoso. La misericordia excesiva reblandece la voluntad. Si al final el premio va a ser el mismo para el que peca como para el que cumple con todo. ¿Qué sentido tiene entonces hacer el bien y seguir lo que dice la ley? Parece innecesario. Una Iglesia de la misericordia excesiva pone en peligro la justicia de Dios. ¿No tiene Dios la última palabra sobre mi vida? Perdonarlo todo pone en peligro el esfuerzo, el afán por hacer el bien, los méritos que obtengo. ¿Y las almas justas que cumplen y viven con austeridad haciendo siempre la voluntad de Dios? ¿No tendrán ellas un lugar especial en el cielo, un premio más valioso? La misericordia hace tambalear los pilares del justo. ¿Qué sentido tiene ser justo si todos somos iguales, si al final Dios nos quiere a todos por igual? ¿No quiere más al que más le quiere y mejor actúa? Parece lo lógico. Pero en la dinámica de la parábola de hoy parece que todo vale. El bien y el mal valen lo mismo. Tiene tanto valor quedarse en casa sirviendo al padre como irse con la fortuna y gastarlo todo sin hacer el bien. Dilapidar la vida sin ningún provecho. Perder el sentido de los pasos. Basta con una conversión de última hora. Al final Dios parece esperarme con los brazos abiertos. Si Jesús come con los pecadores parece que está en connivencia con el mal y lo tolerara. No hace nada para que cambien de camino. No fuerza, no exige, no suplica, no es un maestro firme que muestra el camino del bien y condena los pasos que conducen a la perdición. Este padre bueno de la parábola desconcierta. Yo estoy acostumbrado al premio y al castigo. Si lo hago bien recibiré un bien como pago por mi esfuerzo. Y si me porto mal tendré como respuesta un castigo que me sirva para enmendar mis pasos equivocados y volver a empezar. En la obra de «los miserables» de Victor Hugo tiene lugar una lucha profunda en el alma de Jabert, el policía que quería que se hiciera justicia con Jean Valjean. Cuando recibe el perdón de aquel hombre al que él perseguía, algo se quiebra en su interior. Caen sus seguridades, sus principios firmes. El perdón no cabía en la lógica de su corazón. «¿Por qué ese presidiario a quien he perseguido hasta acosarlo, que me ha tenido bajo sus pies, que podía y debía vengarse, me ha perdonado la vida? ¿Por deber? No. Por algo más. Y yo, al dejarlo libre, ¿qué hice? ¿Mi deber? No, algo más. ¿Hay, pues, algo por encima del deber?»[8]. se pregunta entonces si hay algo más allá del deber. Él creía en el cumplimiento de la ley y en el castigo como sentido último de la vida. Cuando no se respetan los principios de la ley, actúa la justicia. ¿Puede haber algo más grande? La misericordia está más allá del deber. Por eso rompe los esquemas de ese hombre. A mí también me desconcierta. Me pone inseguro. La norma y su cumplimiento están claros, son sólidos. El premio y el castigo marcan líneas seguras, firmes, son inamovibles. Son principios inapelables. Si hay algo más allá, todo cambia. Y el corazón tiembla. Surge la duda. ¿Cabe el perdón? Jesús me quiere mostrar una misericordia imposible. Así es el Padre con el hijo. Lo espera, lo abraza, lo acoge, lo vuelve a mirar como a su hijo. La mirada de Dios me cambia por dentro. La mirada de Jesús cambió a tantos: «Todo puede decirse y comunicarse con una mirada. Jesús te mira con ternura, amor y misericordia. No te apartes de Su mirada»[9]. Esa mirada me salva. Esos ojos me rescatan en la noche de mi debilidad. Necesito vivir la misericordia de Dios en mi vida para salvarme. Solo así venceré los escrúpulos, los miedos, la culpa y cambiaré la imagen de padre que tengo grabada en el corazón. Sólo si experimento un perdón gratuito en mi vida.

Siempre tengo opciones de cambiar y hacerlo mejor. Es cierto que puedo permanecer blindado, cerrado en mi justicia, en el cumplimiento de las normas. Puedo permanecer rígido e inflexible sin perdonar a nadie, sin ser yo misericordia para otros. Las palabras del hijo mayor que permaneció siempre en casa son muy duras: «El hermano mayor se enojó y no quería entrar. Salió entonces el padre y le rogó que entrara; pero él replicó: ¡Hace tanto tiempo que te sirvo, sin desobedecer jamás una orden tuya, y tú no me has dado nunca ni un cabrito para comérmelo con mis amigos! Pero eso sí, viene ese hijo tuyo, que despilfarró tus bienes con malas mujeres, y tú mandas matar el becerro gordo». Ese hijo tampoco cree en la misericordia. Es como el policía Jabert de la obra de «los miserables». No acepta el perdón como camino de vida. Yo también corro el peligro de convertirme en ese hijo mayor. Me comparo con otros y veo mi alma inmaculada. No me siento valorado por todo lo que hago, siendo así que cumplo y hago las cosas bien. Miro a mi alrededor y veo a tantos que pecan, ofenden, odian. Tantos que se alejan de Dios y dilapidan su vida. Pero yo no. Yo cumplo. Yo me exijo. Soy guardián de la norma. Soy un alma pura e impecable. ¿No es verdad que me siento así a veces? No me tienen que perdonar nada porque hago las cosas bien. Estoy en casa con mi padre, llevo la hacienda, trabajo para él. No hay nada que pueda mejorar en mi conducta. Soy intachable, un alma sin mácula. Y miro con desprecio a los que no son como yo. Miro desde lo alto de mi posición. El hijo mayor me conmueve. Su problema es que no sabe ser feliz en la casa de su Padre. Vive la norma como una carga insoportable. Resiste bajo el peso del cumplimiento casi como un esclavo que cumple una condena. No disfruta de la vida porque parece que alegrarse y reír puede ser pecaminoso. No piensa en fiestas cuando las desea en su corazón. Las palabras que el Padre le dirige son sinceras: «Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo. Era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado». Él ha encontrado al hijo perdido. Como la viuda que encontró la moneda perdida. O el pastor que fue a buscar la oveja perdida. La conversión del pecador alegra a Dios. Y yo tengo que alegrarme por estar en casa. Todo me pertenece. No merezco un premio especial. Simplemente me alegra disfrutar la vida y los sueños. Veo la norma como un camino de vida y plenitud. Y el ser honrado y hacer el bien como la mejor forma de vivir, la más alegre. No quiero ver una carga en el hecho de renunciar a aquello que no me hace feliz a la larga. El hijo mayor tiene una imagen tan pobre de su padre y de su casa. No lo conoce y no vive con alegría en su hogar. Yo no quiero ser como él, pero caigo a menudo en sus mismos juicios. Critico la excesiva misericordia en la Iglesia. Me quejo de la mano blanda del Papa Francisco. Alzo la voz reclamando el cumplimiento de lo que Dios exige. Yo cumplo, yo estoy a la altura. El Papa Francisco me habla de la misericordia en su Bula y me conmueve: «Jesús afirma que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos hijos. Es el primer paso, necesario e indispensable». Para ser su hijo tengo que practicar la misericordia. Debo tener una mirada comprensiva como la de Jesús. Una mirada que salva y levanta. Si no he experimentado el perdón, si no he vivido la gratuidad, ¿cómo voy a ser misericordioso con los que caen y se alejan, con los que no cumplen y no están a la altura? Le suplico a Dios: «Lávame bien de todos mis delitos y purifícame de mis pecados. Crea en mí, Señor, un corazón puro. Un corazón contrito te presento, tú nunca lo desprecias». Sólo podré ser misericordioso si he vivido la misericordia como una gracia en mi vida. Miro mi corazón avergonzado. He tocado la fragilidad. Necesito tocar su perdón. Su abrazo al final del camino. En la puerta de su casa espera mi regreso.

 

 

 

 

 

En aquel tiempo, se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores para escucharlo; por lo cual los fariseos y los escribas murmuraban entre sí: "". Jesús les dijo entonces esta parábola: "¿Quién de ustedes, si tiene cien ovejas y se le pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se le perdió hasta encontrarla? Y una vez que la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la oveja que se me había perdido’. Yo les aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierte, que por noventa y nueve justos, que no necesitan convertirse. ¿Y qué mujer hay, que si tiene diez monedas de plata y pierde una, no enciende luego una lámpara y barre la casa y la busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas y les dice: ‘Alégrense conmigo, porque ya encontré la moneda que se me había perdido’.

También les dijo esta parábola: "Un hombre tenía dos hijos, y Entonces fue a pedirle trabajo a un habitante de aquel país, el cual lo mandó a sus campos a cuidar cerdos. Tenía ganas de hartarse con las bellotas que comían los cerdos, pero no lo dejaban que se las comiera. Se puso entonces a reflexionar y se dijo:. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’. Enseguida se puso en camino hacia la casa de su padre.. El hijo mayor estaba en el campo, y al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y los cantos. Entonces llamó a uno de los criados y le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: ‘Tu hermano ha regresado, y tu padre mandó matar el becerro gordo, por haberlo recobrado sano y salvo’.. El padre repuso: ‘’ ".

 



[1] Papa Francisco, Exhortación Gaudete y Exultate

[2] Cardenal Robert Sarah, la fuerza del silencio, 76

[3] Prólogo Michael Marmann, José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[4] Prólogo Michael Marmann, José Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[5] Henri J. M. Nouwen, Esta noche en casa. Más reflexiones sobre la parábola del hijo pródigo

[6] Victor Hugo, Los Miserables

[7] Herbert King Nº 3 El mundo de los vínculos personales

[8] Victor Hugo, Los Miserables

[9] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

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