Homilía del padre Carlos Padilla - 16 de junio de 2019

Domingo 16 de junio de 2019 | Carlos Padilla

Domingo Santísima Trinidad

Proverbios 8, 22-31; Romanos 5, 1-5; Juan 16, 12-15

«Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena»

16 junio 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«La confianza en ese Dios que me ama y salva es la que necesito para caminar. Confío en su amor incondicional. No me ama menos cuando fallo. Cuanto más caigo, más se conmueve y me abraza»

Me pregunto cuánto perdura en el tiempo un vínculo. Cómo es el nudo que ata un corazón a otro. Cómo se hace para profundizar en una relación y lograr así que no muera nunca con el paso cadencioso del tiempo. ¿Una cuerda gruesa lo resiste siempre todo sin ceder? ¿Basta una cadena de hierro para impedir el olvido cuando el tiempo trascurre de forma inexorable? Sé que el amor verdadero se ata en la entrega. Crece desde el respeto y la escucha. Echa raíces, se ancla. Aguarda paciente y enaltece. No se busca a sí mismo. No mide, no calcula. El amor verdadero es lo que el corazón anhela. Una persona escribía «Me ata a ti un hilo invisible. Una cuerda imponente. Un fuego inagotable. Me ata a ti una furia salvaje. Un amor sin reservas. Un río que no muere. Un mar sin orillas. Me une a ti un viento sin retorno. Una ola que arrasa. Una voz que no cesa. Me une a ti una brisa que calma. Un silencio que eleva. Me une a ti esa eternidad que sueño. Ese comienzo que nunca acaba». Son los vínculos verdaderos los que al final permanecen. Los que no mueren. Así es como debería ser el amor maduro. Así es el amor de Dios con el que quiere que yo ame. Ese amor con el que el corazón sueña. El amor siempre duele. Lo sé. Lo he vivido. Escuchaba el otro día: «El que quiera verse libre de dolores quédese libre de amores». No amar parece liberar el alma de sufrimientos posibles. Pero quizás valga más la pena sufrir antes que no haber amado. ¿Cómo son de verdaderos mis vínculos? ¿Son profundos? ¿Se rompen de forma inexorable con el paso del tiempo? Quisiera que fueran cadenas las que me atan a la vida, a la tierra. Las cadenas resisten el tirar de los días, de las noches, de los años. Un hilo no resiste la fuerza del olvido. No quiero simplemente señalar un camino. Y quedarme en la orilla. Decía el P. Kentenich el 31 de mayo de 1949: «Yo no quiero ser simplemente un señalizador en la ruta. No, vamos el uno con el otro, y esto por toda la eternidad. ¡Cuán errado sería ser sólo señalizador en el camino! Estamos el uno junto al otro para entendernos mutuamente, nos pertenecemos el uno al otro ahora y en la eternidad. Ese es el eterno habitar del uno en el otro propio del amor. Y entonces permaneciendo el uno en el otro y con el otro, contemplaremos a nuestra querida Madre y a la Santísima Trinidad». Un amor que se ancla en lo profundo del alma. Un vínculo hecho de ramas y raíces que tienden al cielo. Y se adentran en lo profundo de la tierra buscando el agua. Como el agua que penetra la tierra en sequía acabando con su sufrimiento. Así es el vínculo que amo. El cuidado continuo de lo que Dios me confía. No soy un mero señalizador en el camino. Pero ¿cómo se hace desde la distancia? ¿O cuando faltan las fuerzas y el contacto? El uno en el otro para la eternidad. Me empeño en querer salvar lo que no está en mis manos. Me afano torpemente por alimentar las raíces y engrosar el tronco de la vida. No quiero olvidar lo esencial. Dios riega, salva, sana. Los vínculos que Dios me ha dado son cadenas tejidas en el cielo. Son una cuerda que me lleva al corazón de Dios. No me hunde solamente en la tierra. Tira de mí su mano hacia lo alto del cielo. El vínculo me hace más libre, no más esclavo. Más de Dios, no más mundano. El vínculo sano de Dios me lleva a lo alto. Sólo puedo liberar y educar a quien de verdad amo. Comenta el P. Kentenich: «Los educadores son personas que aman y jamás dejan de amar. Se puede ser una persona de gran intelectualidad y vida interior, al punto de asombrar al mundo, pero sólo se puede educar a otros en la medida en que realmente se los ame y se esté dispuesto, por amor, a entregarse a ellos»[1]. El vínculo del amor sana las heridas. Calma el ansia de hogar que todo hombre tiene. Y conduce al corazón de Dios en lo alto del cielo. Estoy llamado a conducir a muchos hasta allí. Quiero cuidar lo que Dios me confía con mi vida. Sufro amando. Amo cuando sufro. Y la separación me duele. O la distancia. Y sé que los vínculos son para siempre. No mueren. Me ayudan a crecer. La renuncia sagrada forma parte del crecimiento interior. El saber que lo verdadero nunca se apaga. Y la cadena firme resiste las tormentas, las caídas, las traiciones, los errores. Porque el perdón es la cadena que me une. Más fuerte que la muerte. Porque el amor tiene en su interior una semilla eterna que no conoce el ocaso. Me pregunto cuánto dura el vínculo que me ata. ¿Es todo un engaño? ¿Me han confundido al hacerme creer en los vínculos para luego arrebatármelos? Los vínculos sanos y verdaderos no se rompen. Me llevan siempre al cielo y encienden mi corazón en la esperanza. Permanecen en el tiempo porque los ha tejido Dios, para siempre. Y no pesan el tiempo ni el espacio. Los días no los apagan. Ni las ausencias provocan el olvido. Son así los vínculos que sueño, que deseo. No soy un mero señalizador en el camino.

El otro día recorrí un camino por montañas inmensas. Buscaba caminos, sendas ocultas. Luchaba por descifrar entre piedras y barro el lugar donde poner mi siguiente paso. Quería llegar a la meta. Así es siempre. Miro a lo lejos. Busco la meta, mi destino final. Quería estar ya allí y sufría la incertidumbre de no encontrar el camino. ¿Tendría que regresar por donde había venido? ¿No habría valido de nada tanto esfuerzo? En un lugar detuve mis pasos sin aliento. No había salida posible. Sólo arbustos tupidos. Barro profundo. Lluvia. Imposible. Me llené de dudas. Y quedó la pregunta detenida en el aire. ¿Habré tomado el camino correcto, la decisión adecuada, el sendero aconsejado? ¿Tendré que regresar al camino seguro? Dudas que ensombrecían mi ánimo. Intentando echar por tierra, en lágrimas, toda mi esperanza. Me sentía como me siento a veces en medio de pérdidas, o de ausencias. Cuando el camino no parece tan ancho, ni tan fácil, ni tan seguro. Una persona contaba su experiencia ante el dolor siendo niña, o adulta, eso no importa: «Pero, aunque sentía ese mar de tristeza que podía hundirme en el abismo, me reponía, algo me aferraba a la vida y a las risas, no sé si orgullo, sentido de supervivencia, egoísmo, instinto, equilibrio, frialdad, capacidad de lucha. Algo me hacía sobreponerme y hasta hoy, ese motor que me engancha a la vida, a la realidad inmediata, sigue tirando». Sacaba fuerzas de lo imposible. Así lo hice yo. Retornando unos pasos, unas caídas más por el camino ya hollado, ya sufrido. Para buscar otra senda, o mejor, la senda adecuada, la correcta. ¿Hay un camino correcto y otros totalmente equivocados? No lo sé. No me importa. En medio de esa encrucijada sin caminos me sentía cansado. Quería dejarlo todo. Volver a algún lugar lejano. Descansar un rato sobre alguna piedra. Quería que alguien desde el cielo me rescatase de esa montaña y me elevase por encima de mis dudas, de mis miedos. No sé cómo en la vida real, en un día sencillo, se pueden proyectar sueños de siempre, debilidades conocidas. En ese momento de temor se hizo patente mi fragilidad, mi incapacidad para tomar decisiones correctas, mi impotencia para elevarme por encima de mis miedos cuando estoy cansado. Se hizo evidente que soy un discapacitado. Un hombre pobre en medio de una vida difícil y frágil. Como tantas otras vidas. Entonces fui capaz de percibir que todos mis miedos se encerraban en mis manos rotas. En mi impotencia me abrí a ese Dios que conduce mi vida. ¿No me iba a rescatar ahora de esa montaña? ¿No confiaba? Saqué fuerzas de dentro del alma. Siempre me quedan. Y las puse todas ante el Dios de mis caminos. Él sabría por dónde debería ir. El alma estaba turbada. Me sentía incapaz de saltar por encima de tantos obstáculos y montañas. ¿Aparecería de golpe ante mí un camino claro? Decía el P. Kentenich: «Cuando la vivencia de pequeñez a los ojos de uno mismo y a los ojos de los demás no desemboca en la vivencia de ser grande ante Dios, acaba, tarde o temprano, en complejo de inferioridad. El primer grado de la pequeñez o humildad consiste en aprender a abrazar las propias debilidades de buena gana y con alegría, a fin de alcanzar una unión más profunda con Dios»[2]. Me sentí tan pequeño en esa montaña. Abrumado por mil posibles senderos que no se me desvelaban. Quería llegar a la meta y era incapaz de recorrer el camino soñado. En mi impotencia percibí una luz dentro de mí que no era mía. Venía desde lo más hondo. Desde lo más alto. Era una confianza en alguien que guiaba mis pasos. ¿Por qué tantos miedos? No podrían nunca paralizarme. Me lo propuse siendo niño. Nunca mis miedos me impedirían cruzar mares, saltar desde alturas, atravesar desiertos, encontrar senderos en medio de bosques inmensos. No, el miedo sólo tenía sobre mí el poder que yo quisiera darle. Lo decidí de nuevo en medio del barro, la lluvia, la ausencia de senderos y las dudas. Mis miedos no me vencerían. Encontraría el camino. O Dios lo haría mostrándome rutas escondidas. Caminos imposibles. Y poco a poco vería, como así fue. Y entonces se hizo posible lo imposible. En mi desvalimiento Dios se mostró misericordioso. María se mostró como mi Reina. Ella sí tiene poder sobre mi vida. Yo tengo miedo y dudas. Pero Ella lo puede todo. No deja que mis miedos paralicen mis sueños, bloqueen mis deseos de llegar a la meta. Seguí buscando, seguí subiendo. Más caídas, más barro, más lluvia, más frío, más dudas. Y seguí caminando. Su mano sostenía mis pasos. Parecía misterioso. No perdí la alegría. La conservé grabada muy dentro del alma. Y afloraba en sonrisas, nerviosas o calmadas. En mis pasos hechos de barro se dibujaba una esperanza que antes parecía ausente. Así suele ser en mi vida. En mis montañas. En las aguas y el barro pegado a mis pasos por la vida. En mi desvalimiento miro al cielo. Y confío de nuevo. Con una sonrisa. Nada temo.

Me gusta mirar a Jesús y ver su rostro, sus heridas. Me gusta verlo caído y luego alzándose por encima de los hombres, victorioso. Me gustan más sus victorias que sus derrotas. Sus tardes cálidas de Galilea mucho más que la frialdad del huerto alumbrado por la luna. Me gustan más sus palabras que detienen la arrogancia. Mucho más que sus silencios sumisos. Admiro tanto sus sermones desde el monte que impactan mi corazón y me dan vida eterna. Me gusta verlo llevando una oveja sobre sus hombros, portador de esperanza. Me arrodillo ante su poder cuando vence al mal e impone como un rodillo su justicia. Me conmueve su misericordia, la de un rey grande que sabe mirar el corazón del pobre. Me impresiona cómo en su corazón todos caben, sin distinciones. El pecador y el puro. El violento y el pacífico. El cumplidor y el irreverente. Todos tienen hogar en sus entrañas. Lo miro una y otra vez y elijo al Jesús valiente en medio de tantos que buscan su muerte. Elijo sus victorias y las cuento, una y otra vez, como el que cuenta dinero almacenando tesoros. Pretendo poseer toda su gloria en mis manos. Aunque sólo sea por un momento. De vez en cuando surge en mí el deseo de ser como Él. Y me veo predicando a las masas en algún monte de Galilea. Escucho el eco de los aplausos. Y me creo hacedor de milagros. Llevo cuentas del bien que hago. Y olvido rápido mis despistes y errores. No importan mis deficiencias. El mundo podrá perdonar mis imprudencias. Me fijo tanto en mi Jesús glorioso. Está erguido en mi corazón como un hombre fuerte. Y parece decirme que espera lo mismo de mí. Que nunca le falle. Que siempre esté a la altura. Que no cometa deslices. Que no ensucie mi fama. No sé si oigo su voz o son sólo tentaciones mías. Me siento abrumado y débil al ver que ni mis palabras, ni mis actos, ni mis silencios, ni mis gestos, son como los suyos. ¿Hará Él milagros en mí cuando tanto se lo pido? Mi mayor peligro es creerme invencible. Mi otro gran peligro es ser incapaz de levantarme después de mis fracasos y caídas. Los dos peligros se alzan ante mí como dos banderas de derrota. La bandera de la vanidad me lleva a dejar a Dios de lado y pensar que soy yo, que Dios me ha elegido. La bandera de la humillación me hace desconfiar de mis fuerzas y no me deja atreverme a alzar de nuevo el vuelo. No sé cuál de las dos banderas me gusta menos. Las quiero evitar. No las deseo. Miro a Jesús que se detiene ante mí en medio de mi camino. Tantas veces no lo reconozco y creo que voy solo caminando en mis pasos. Me dice al oído que no me olvide de amar. Que es lo importante. Le digo que me da miedo, porque el amor duele. Y despierta sospechas. Y desconfianzas. Y me insiste. Que ame. Que la vida se cuenta por el amor que siembro. Y me olvide de la tentación de no amar que tienen tantos. Pienso en la alegría que da dejar espacio en el alma a muchos corazones. El que ama se alegra. Comenta J. Piepper: «La alegría es una exteriorización del amor. La alegría es la respuesta al hecho de que alguien que ama reciba el objeto de su amor». Mi corazón se alegra al poseer lo que amo. Al amar y saberme amado. Al retener y dejar volar. El amor que enaltece y admira. El amor que encuentra hogar y es hogar. El amor mendigo de amor. El amor que da lo que tiene y sueña con dar más, sin querer guardar, ni manipular, ni abusar, ni exigir. El amor que libera amando. Ese amor es el que desea mi corazón herido. Un amor más grande que yo mismo. Un amor que me alegre el alma. Sé también, que el amor duele. Porque quizás el que no ama no teme perder. Y al perder no sufre. Pero el que ama, el que echa raíces en la vida, ese sí sufre. Me gustaría vivir como dice el P. Kentenich: «¡Si tuviésemos más esa conciencia de criaturas, esa profundísima conciencia de dependencia de Dios, verían cómo, incluso en el sufrimiento más grande, estaríamos siempre cobijados en el agrado de Dios, vinculados a Dios!»[3]. Me reconozco débil al sufrir, al perder, al no poder retener, al dejar ir. Miro a Jesús. Y sé que lo que amo me lleva al cielo, de forma misteriosa. Y al dejar ir soy más de Dios, y más del mundo en un simple milagro. Así vive el que sueña con vivir con Jesús a cada paso. Es lo que deseo. Vuelvo a detener en Él mis ojos. En el lago, sobre mi barca. Él sentado. O caminando hacia mí sobre las aguas. O con miedo en el huerto. Miro su sonrisa burlona. Sus manos abiertas. Y sonrío. Va conmigo en medio de mis olas. Y la paz vuelve a mi alma con su abrazo. Amar sana mi alma. Sufrir la hace más parecida a la suya. Ya no temo. Jesús amó tanto. Y murió tan solo. Tanto sufrimiento al cortar el hilo invisible y sagrado que lo unía con muchos. Pienso en su amor que me sostiene. El mío es pobre, tan mezquino. Siempre al amar parece que pienso sólo en mí. En lo que yo pierdo. En lo que yo dejo. En aquello a lo que renuncio. Cambio la mirada mirando a Jesús que quiere que lo ame con toda mi alma. Recuerdo las palabras de Sta. Teresa de Jesús: «Para mí la oración es un impulso del corazón, una semilla tirada al cielo, un grito de agradecimiento y de amor tanto en las penas como en las alegrías». Así quiero aprender a rezar. Lanzando al cielo mi amor en un grito de agradecimiento. Por tanto amor. Por tantas raíces. Por lo vivido. El corazón agradece y sonríe, es libre, tiene más paz y más hondura.

En ocasiones pongo como condición en el amor, que la persona amada cambie lo que a mí no me gusta. No soy capaz de amar con un amor incondicional. Creo que amaré más la vida si me va mejor en todo lo que hago. Amaré más lo que hago si logro más éxitos, si gano casi siempre, si consigo más victorias, si soy más querido por más gente y con más frecuencia. Pienso que mi amor será mayor cuando se den las condiciones mejores para amar. Amaré más a quien me ama si aprende a amarme como yo quiero, si se comporta como espero, si no comete los errores que detesto, si no me falla nunca. Amaré a aquel con el que he soñado, pero acabaré despreciando al que veo delante de mí que no responde a mis expectativas. Pongo en manos del otro, de la vida, del mundo, la condición de mi felicidad. Seré más feliz, amaré mejor, cuando las circunstancias que ahora odio cambien en lo profundo y todo sea más fácil. Tal vez se me olvida algo clave. Sólo cuando amo la vida como es, las cosas van a cambiar. Sólo cuando amo de forma incondicional al otro tal y como es, mi amor logrará que su corazón cambie. Sucederá todo gracias a mi amor y como respuesta. Nunca como condición previa. A veces, cuando exijo cambios, lo que consigo es que me oculten los deslices, los retrocesos, las debilidades. Lo he comprobado. Mi amor incondicional puede cambiar el mundo. No amo porque el mundo haya cambiado, sino que amo y entonces el mundo acaba siendo diferente. Este pequeño detalle en mi forma de vivir lo cambia todo. En lugar de quejarme continuamente por lo que no es como yo espero. En lugar de clamar al cielo por no tener ahora lo que tal vez no suceda nunca. En lugar de vanas amarguras, aprendo a vivir con otra mirada. Pero la incondicionalidad en el amor casi me parece imposible. Al pensar en Dios me cuesta pensar que me ama de esa forma. A veces creo que Dios Padre me quiere más si me porto bien, si cumplo con todos los preceptos, si no fallo en mi fidelidad, en mi entrega. No uno a Dios con la gratuidad. Sino más bien con el deber. Hoy escucho: «Señor, dueño nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra! ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano, para darle poder? Le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies». Así es Dios. Ese Dios que me ha dado la vida y ha creído en mí. Y me ha amado con un amor incondicional. Comenta el P. Kentenich: «Los santos se han hecho santos desde el momento en que comenzaron a amar. Y esta verdad es correlativa a aquella otra: han comenzado a amar cuando se creyeron, se supieron y se sintieron amados»[4]. Amados por Dios de forma incondicional. Creados para el amor. Y guiados en el amor. El amor de Dios es el que me cambia por dentro. El amor de un Padre que sale a esperarme al camino y me mira conmovido cuando me acerco. Esta forma de saberme amado por Dios es la que me cambia por dentro. La que me enseña a amar. Así es ese Dios cuyo rostro veo en Jesús. «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre». Quiero aprender a tocar ese amor cálido de Dios Padre. Ese amor que me quiere como soy, como la creatura más maravillosa que ha creado. Esa mirada de Dios es la que me salva. No la de un juez sin misericordia que espera cualquier fallo para condenarme. Dios me ha creado débil, dependiente, para que aprenda a ser hijo. Para que me sienta niño cada mañana y me vuelva en mi debilidad a Él para tocar su amor cálido y personal. Cuando soy débil soy fuerte porque su amor se hace fuerte en mí. Ese amor se derrama sobre mí. Quiero mirar a Dios como mi Padre. Me quiere como soy. Quiere lo mejor para mí. Desea que lo ame. Y quiere que sienta su presencia en mi vida conteniendo mis miedos. El amor del Padre es el que me vuelve hijo. Al contemplar la Trinidad pienso en ese Padre que me espera con los brazos abiertos. El amor que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, es el amor que se me regala a mí como creatura para cambiar mi corazón. Es la ley que mueve el universo: El amor. La victoria es de ese amor de Padre que sólo desea que yo mismo, al saberme amado como soy, elija siempre el amor y nunca el odio. Quiero grabarme en mi corazón esa imagen de Padre misericordioso. Pienso en ese ojo con el que represento al Padre. No es un ojo que lo ve todo juzgándolo. Es un ojo que vela por mí y me cuida. Vela mis pasos y me ama. Me mira con ternura y cuida mi camino para que no me pierda. Es un ojo providente que me conduce para que mi vida sea plena. Sale a mi rescate cuando ve que camino extraviado. La confianza en ese Dios que me ama y salva es la que necesito para caminar. Confío en su amor incondicional. No me ama menos cuando fallo. Es como el amor de una madre. Cuanto más fallo y caigo, más se conmueve y sale a socorrerme. Me abraza por la espalda y me sostiene. Es su mano en mi barca la que lanza el ancla para que viva anclado en Él. Decía el P. Kentenich: «En la expresión Abba, querido Padre, se expresa un cobijamiento, una tranquilidad y una paz sumamente profundas»[5]. ¡Cuánto me cuesta creerme que me ama de esa forma! Dios es mi ancla, mi seguro. Atado entre el cielo y la tierra vivo seguro. Es la imagen de Dios Padre que quiero grabarme en mi corazón. Un Padre que sale a esperarme con ansia. Y desea siempre mi bien.

Mirar a la Trinidad es mirar a Dios hecho historia. Una historia de amor. Un amor profundo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que quiere compartirse con el hombre. Un amor que se hace historia en medio de la propia vida del hombre. El amor del Padre se encarna en Jesús. Ese amor misericordioso que siempre espera se hace carne, se hace voz, ojos profundos, manos que sanan y bendicen. Dios Padre recorre en Jesús la tierra con sus pies descalzos, sanando heridas. Se me regala su amor para que yo aprenda a amar. Un amor que abraza, que se pone a mi altura, que se humilla, que sirve. Un amor pobre que sólo espera ser correspondido un día. Acercarme al misterio de la Trinidad es posible por manos de María. Ella me acerca a su Hijo y a través de Él al Padre y al Espíritu. Ella, la Madre de Jesús. La Hija del Padre Dios. La llena del Espíritu Santo es la mujer trinitaria por excelencia. El P. Kentenich decía que María es el remolino de la Trinidad: «Ella es el constante, el personificado movimiento hacia Cristo. Llamamos a María algunas veces en este sentido el remolino de Cristo, una catarata de Cristo. Quien llega hasta María es arrastrado por Ella como por un remolino que impulsa hacia Cristo y hacia la Santísima Trinidad. No puede escaparse de ese remolino. Si yo caigo en un remolino soy arrastrado con fuerza por este»[6]. María me sumerge en el amor trinitario. Ella que es la mujer llena de Dios. Pienso que la alianza de amor me acerca al misterio que hoy contemplo. En el huerto sellado del corazón de María viven Jesús, el Padre y el Espíritu Santo. En el silencio de María, donde sobran las palabras y un sí basta como respuesta. El silencio de Nazaret en el que la Trinidad se hace historia: «En Nazaret Dios estaba junto a Dios constantemente y en silencio. Dios hablaba con Dios en silencio. Cuando los hombres se interrogan sobre ese silencio, penetran en el misterio insondable y silencioso de la Trinidad»[7]. Cuando me adentro en el silencio de María aprendo a vivir con Dios Trino que quiere hacer morada en mí. Necesito vaciarme para dejar que traspase mis puertas cerradas. María me ayuda a salir de mí y dejar que Dios entre en mí. Dejo que su presencia penetre mi vacío. Pero antes tengo que estar vacío. Y es María como en Nazaret la que me enseña a vaciarme de mis egoísmos, de mi búsqueda enfermiza de mí mismo, de mis miedos que me impiden salir de mi cenáculo interior. María me educa por la alianza de amor con Ella para mostrarme el corazón de su Hijo, la misericordia de su Padre y el fuego del Espíritu que todo lo llena. María es la que prepara mi jardín interior. Por eso en la alianza se me pide que lleve una intensa vida de oración. Porque sin esa vida de Nazaret, sin esa vida de silencio, no es posible que la Trinidad venga a habitar en mí. Sin el silencio vivo lleno de ruidos que perturban mi ánimo y me hacen perder la esperanza y la alegría. La oración de Nazaret, el camino de alianza que me propone María, es una invitación a dejarme hacer. Yo puedo ser trasparente de Dios Trino. Yo también puedo ser como María un remolino que lleve a Dios. Que el que me vea a mí vea al Padre. Que el que hable conmigo salga lleno de un Espíritu nuevo. Que el que esté a mi lado experimente la misericordia de un Dios que es capaz de amarme en mi miseria. Al contemplar el misterio de la Trinidad pienso en cómo quiero que sea mi corazón. He sido creado a su imagen: «El modelo de tal unidad es la Santísima Trinidad, a cuya imagen y semejanza ha sido creado el hombre»[8]. Estoy llamado a unir, a hacer familia, a ser hogar con mi presencia: «Dios mismo es un ser ligado a un nido, no por debilidad, sino por plenitud de vida; porque Dios es Trinidad, tres personas»[9]. En la Trinidad veo la familia que quiero ayudar a construir, el hogar que sueño para mí y para tantos que viven desarraigados, sin un nido. Miro esa comunión perfecta de la que yo mismo estoy tan lejos. Me gustaría tener un corazón más grande, más abierto, para que a través de las rendijas de mis heridas pudiera entrar el Espíritu y cambiar mi alma. Pienso de nuevo en Nazaret, el hogar de la Trinidad en la tierra. Pienso en su silencio, en su paz, en su nostalgia de paraíso. La misma que tengo yo al mirar lo que poseo y lo que deseo. Quiero que ese Dios Trino haga de mí un hombre trinitario. Capaz de sembrar paz, de unir, de hacer familia.

En la fiesta de hoy vuelvo a mirar al Espíritu Santo que se derrama en mi corazón. El Espíritu Santo se me regala para que aprenda a amar como Jesús me ama, a unir como Dios une: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado». Lo que necesito es aprender a amar. Porque pongo barreras. Exijo cambios. Y no soy flexible para aceptar al que no es como yo. Me cuesta tanto tolerar las diferencias. Quiero que venga a mí ese Espíritu que me enseñe a perdonar, a ser misericordioso. Ese Espíritu que me haga olvidar las ofensas recibidas y recordar agradecido todo el bien que me han hecho. Al mismo tiempo en su fuego soy capaz de conocer la verdad plena: «Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena». No siempre soy capaz de conocer la verdad plena de mi vida. Me bloqueo cuando me enfrento con ella. Me supera porque soy pequeño. Necesito el Espíritu que me capacite para aceptar la verdad que es difícil. El amor y la verdad vienen con el Espíritu Santo. Hoy le pido a Dios que me enseñe a alabarlo por su grandeza, por sus obras y prodigios realizados en mi alma. Quiero que su Espíritu cambie mi corazón por dentro y me haga dócil. Quiero que venga sobre mí y me llene de alegría. Ese Espíritu tiene una fuerza que ensancha mi alma y me hace capaz de lo que parece imposible. Introduce en mi interior una audacia que me lleva a luchar por los horizontes que se ven tan lejanos. Me gusta pensar en el Espíritu que se derrama sobre mí como una cascada de agua viva que todo lo renueva. Necesito ser renovado por dentro para poder así, súbitamente, nacer de nuevo. Dejar así lo viejo y lo rígido, y vestirme de esperanza. Canto mirando al cielo: «Déjame nacer de nuevo, oh Jesús. No importa la edad que tenga, Tú no lo tomas en cuenta. Déjame nacer de nuevo, oh Jesús». Pronuncio mi fíat para que se haga realidad en mí el milagro más grande. Quiero nacer de nuevo. El Espíritu tiene esa novedad para mi vida. ¿No me gustaría retroceder el tiempo y volver a empezar? ¿No quisiera cambiar decisiones erradas, pasos en falso, caminos mal elegidos? Sé que todo eso no es posible. No hay retorno. No importa. Pero no por ello estoy condenado a seguir viviendo como vivo ahora. Puedo cambiar. No tengo que repetir los mismos errores. Ni caer siempre de nuevo. Puedo volver a nacer. Puedo volver a empezar. Puedo pintar mi vida de colores. Nicodemo escuchó esa frase de labios de Jesús: Nacer de nuevo. Y permaneció confundido. Yo la escucho y siento lo mismo. ¿Es posible cambiar algo en mí siendo ya todo tan viejo? Dudo. Pero vuelvo a creer hoy al contemplar a Dios Trino. Sí, puedo cambiar porque cambiar siempre es posible. No estoy condenado a repetir mis actos. No soy un molde rígido que no pueda alterarse en el fuego del Espíritu. Es necesario que me rompa un poco, como una vasija, para ser recompuesto de nuevo. Me abro como las puertas de mi cenáculo para que brote en mí una vida nueva. Sí, es posible nacer de nuevo y volver a ser niño. Hijo dócil en la fuerza del Espíritu que todo lo penetra. No lo dudo. Puedo volver a empezar sin tener que repetir los caminos de siempre. Puedo hacerlo si me dejo hacer por las manos de Dios en la fuerza del Espíritu.



[1] Herbert King Nº 3 El mundo de los vínculos personales

[2] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta, Peter Locher, Jonathan Niehaus

[3] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[4] J. Kentenich, Dios mi Padre

 

[5] J. Kentenich, Dios mi Padre

[6] J. Kentenich 1952

[7] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75

[8] J. Kentenich, Textos pedagógicos

[9] Herbert King Nº 3 El mundo de los vínculos personales

Comentarios
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000