Homilía del padre Carlos Padilla - 19 de julio de 2020

Domingo 19 de julio de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XVI Tiempo ordinario

Sabiduría 12,13.16-19; Romanos 8,26-27; Mateo 13,24-43

«Al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña»

 19 Julio 2020 P. Carlos Padilla Esteban

«Un corazón vinculado, enraizado, atado a la vida humana. Sin miedo a perder el tiempo, el alma y los sueños. Sin miedo a querer con toda el alma, con toda la vida y para siempre»

Necesito vincularme, atarme, echar raíces. Es como si lo tuviera marcado en mi vocación de vida. No me imagino en soledad recorriendo las rutas de la vida, perdido en mí mismo buscando el sentido. Tengo una tendencia natural a echar raíces, en la tierra, en las almas. Busco un bosque de eternidad entre los árboles del camino. Como a tientas buscando el sentido a todo lo que sueño, busco y deseo. La necesidad es algo que brota del corazón herido. No todo lo que creo necesitar siempre me conviene. A veces digo que necesito, pero no es necesidad sino dependencia enfermiza. Pero otras veces la necesidad es real como necesitar el sueño y el descanso después de un día que me agota. O necesitar la comida después de pasar mucha hambre. Entonces la necesidad es un grito del alma que en la ausencia ha tejido un deseo de eternidad apenas dibujado con trazos débiles en la arena. Mi necesidad de vínculos es lo más humano que poseo. Y la independencia que anhelo es algo bueno en sí que sólo es posible si me he vinculado antes. Soy más independiente cuanto más amo de verdad. Y más esclavo cuando más amo de forma enfermiza, amándome torpemente, de forma egoísta y posesiva. Amar significa echar raíces y estar dispuesto después a dejar volar los sueños. Mi abrazo no retiene de forma posesiva. Mi mano suelta lo que sostiene. Y deja caminar solo al que ha amado. Mi necesidad no es dependencia insana. Es más bien la sed del alma que camina por el desierto. Necesito tocar a Dios en gestos humanos. Y en palabras sostenidas en la voz vislumbrar los deseos de ese corazón eterno que me ama. Son los lazos humanos lanzados a la tierra para que ascienda por ellos. ¿Cuándo decido que es bueno soltar las amarras que unen el cielo y las aguas de mi océano? ¿Cuándo puedo liberarme liberando para atarme al Dios de mis tardes de invierno? El vínculo es la cadena invisible que me ata a la vida presente, como una raíz honda que sana todas mis heridas. Cubriéndome Dios con las manos humanas que ha dejado caer sobre la tierra para salvar mi vida. ¿Cuándo es sano cortar? ¿Cuándo seguir sujetando la vida entre el cielo y la tierra? Comenta el P. Kentenich: «Si no existe un vínculo real, un vínculo instintivo, no se cumple el sentido del vínculo. Entonces, es exactamente como si yo tocara por un instante al otro y partiera de inmediato hacia lo alto»[1]. No quiero cortar lo humano de mi vida. ¿Y el riesgo de la enfermedad en un vínculo esclavo y egoísta? El riesgo del amor siempre ha existido. La posibilidad de amar hasta el extremo perdiendo incluso la vida. Así lo hizo Jesús a cada paso. No temo. «El hombre moderno está tan poco vinculado a las cosas queridas por Dios, que de algún modo tendríamos que acentuar los vínculos, los vínculos locales y personales. El hombre actual tiene que vincularse más a las personas»[2]. Sin vínculos me pierdo por el desierto de una vida llena de hastío. ¿Y los peligros? El alma necesita tocar el abismo y detenerse admirada ante la grandeza de Dios que se hace carne para mostrarme la belleza del amor humano. Para rescatarlo del pecado y de la muerte. Para salvarlo de sus límites esclavos. Quisiera contar en mi alma sólo vínculos sanos y cuidar los enfermos para que lleguen más alto, al cielo. La carne humana trasparenta a Dios en mi vida, lo hace real y concreto. Un amor humano incondicional me habla torpemente del amor eterno que desean mis pasos. Ese amor para siempre en el que no hay ocaso. El amor de abrazos y gestos, de ternura y silencios que contienen un sí definitivo a esa vida que sostienen por un tiempo. Un corazón vinculado, enraizado, atado a la vida humana. Sin miedo a perder el tiempo, el alma y los sueños. Sin miedo a querer con toda el alma, con toda la vida y para siempre. Un amor que no quiere pasar de puntillas por la vida que se me confía. Sosteniendo ese lazo humano que Dios me tiende, sin dejarlo a un lado por los temores que se apoderan del alma. Dios me quiere tanto a través de los que amo.

La libertad es un don, es un logro en la lucha de la vida. Sueño con llegar a sentirme libre para hacer lo que sueño, lo que desea mi corazón. Libre para amar sin miedo, hasta el extremo. No hay nada tan poderoso como el amor. Nada tan liberador como saberme amado de forma incondicional, por lo que soy, no por lo que hago. Mi forma de amar libera o esclaviza a otros. Lo tengo claro. Mi forma madura o enferma de entregar la vida a alguien. Mi forma madura o herida de mirar el alma de aquel a quien amo. El amor tiene un poder infinito que logra sacar lo mejor del otro. Pero si no sé amar, o amo de forma enfermiza, esclavizo, creo personas dependientes porque yo mismo dependo del amor que recibo. Quiero ser libre al amar y al ser amado. Libre en la vida para tener la paz que sueño. Libre de cadenas y esclavitudes. ¿Y todas esas normas y prohibiciones que me impiden hacer todo lo que deseo? Hacer lo que deseo parece ser la expresión máxima de la libertad. Pero no lo es.  Puede ser que haya deseos en mi corazón que proceden de mi esclavitud y no me liberan. Mis instintos son fuertes en el corazón y muchas veces me encuentro preso de su poder, sin hacer lo que realmente quiero. Hago sólo lo que instintivamente deseo, y no por eso me siento libre, más bien todo lo contrario. Pero reprimir los instintos tampoco me trae la paz. ¿Cómo se puede educar el corazón para que sea libre de verdad? Es la tarea de toda mi vida, lo sé. A veces siento que soy más libre. Otras veces vuelvo a acariciar las cadenas en mi alma y me turbo. ¿La obediencia es expresión de libertad? Obedezco porque he elegido el camino de la obediencia. Nadie me impone su voluntad sin mi permiso. Al obedecer yo le he dado poder sobre mi vida alguien. He prometido obediencia a mi superior y soy libre cada vez que elijo de nuevo obedecerlo. Eso no me hace esclavo, libera mi alma. ¿Dónde está esa línea sutil que no quiero traspasar por obediencia, por amor, por necesidad? Elijo lo correcto, el bien y eso me hace libre. ¿Y cuando hay varios bienes posibles en juego? ¿Soy libre para elegir el bien que yo deseo? No todos los bienes me convienen y no me resulta fácil escrutar el corazón. ¿Impera el miedo a desagradar al que es autoridad para mí? ¿Actúo movido por el miedo o por el amor? ¿Elijo libremente aquello que me piden? ¿Me siento libre para elegir otro camino, tomar otra decisión posible, aunque no sea la que otros desean para mí? El miedo a desilusionar a quien me ama puede ser muy grande. O el mismo miedo a perder a quien yo amo. No es tan fácil el juego de la libertad en la vida. Elegir el bien que me hace crecer como persona. Saber que en ese bien nadie me obliga. Soy libre para elegirlo, para dejar otras cosas de lado, para renunciar a lo que no es para mí un camino de felicidad. No quiero que nadie experimente falta de libertad ante mí. Es lo que más me dolería, quiero ser prescindible. Decía el P. Kentenich hablando del educador que ama de forma sana: «Debo lograr hacerme ‘dispensable’. Es decir, debo poner en juego todos los medios necesarios para que los míos lleguen a existir sin mí: debo hacerme innecesario»[3]. Me hago prescindible, no dependen de mí, no necesitan que les diga en cada caso lo que tienen que hacer. Es cierto que a veces no es fácil tomar la decisión correcta y saber elegir lo que me conviene. Hoy escucho: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene». No sé muy bien si estoy optando por lo que me conviene, por lo que me hace mejor persona, más sano, más sabio, más de Dios. El Espíritu Santo tiene que suscitar en mi corazón la verdad sobre mi vida para elegir lo correcto para mí. Quiero aprender a educar personalidades libres como hizo el P. Kentenich en su vida. No es tan sencillo dejar que el corazón se apegue en lo humano para luego volar al cielo libremente. Parece como si ese apego me hiciera esclavo temporalmente de aquel al que amo. Es el camino para crecer en el amor y ese amor me hará libre. En libertad aprendo a ser hombre, a renunciar a lo que no puedo poseer. A aceptar las cosas como son, en su verdad. Me hago libre para seguir el camino que me hace más hombre y más de Dios. No dejo que me impongan los puntos de vista que no comparto violentando mi libertad. Acepto las críticas como un camino de crecimiento. Me hago libre de la opinión de los que me rodean sin querer ser aceptado por todos. Valoro las opiniones de los que amo como una voz de Dios que intento interpretar. Elijo no actuar movido por el miedo al rechazo, al abandono, al juicio. Esos motivos me hacen esclavo y no libre. Quiero ser libre para elegir el amor y rechazar el odio. Libre para entregar la vida, aunque mi instinto de supervivencia me pida que me reserve y guarde para mi comodidad. No le doy a nadie un poder exagerado sobre mi vida, para ser independiente. No quiero depender totalmente de nadie, aún sabiendo que el amor me hace dependiente del amor que recibo. No quiero abusar del poder que tengo sobre otros. Ni dejar que nadie abuse incluso sin quererlo del poder que tiene sobre mí. Esa libertad es un don de Dios que deseo cuidar como lo más sagrado. No me quitan la vida, la entrego libremente, es lo que Jesús me ha enseñado. Quiero dejar a un lado esas esclavitudes sutiles que anidan en mi alma. Ni la pereza, ni la desidia, ni el egoísmo, ni el odio van a tener en mi corazón más peso que el amor que he recibido y el amor que quiero dar. Quiero una vida plena que veo en los santos. Esa santa indiferencia ante las circunstancias adversas. Esa capacidad para entregar los miedos y no actuar nunca movido por el temor. Esa libertad santa. Quiero ser libre para elegir el bien que me hace plenamente hombre.

Quiero mirar al Dios de mi vida. A ese Dios misericordioso al que amo: «Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia, con los que te invocan. Señor, escucha mi oración, atiende la voz de mi súplica. Grande eres Tú, y haces maravillas; Tú eres el único Dios. Pero Tú, Señor, Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal, mírame, ten compasión de mí». Ese Dios bueno me mira conmovido. Me busca, me quiere, es clemente y compasivo. Creo en su misericordia porque la he tocado en mi carne, en mi herida. Sé que no siempre lo descubro dentro de mí, cuando estoy seco, cuando estoy perdido, o el dolor, o el miedo me quitan la paz. Es por eso por lo que las palabras de hoy me animan a escudriñar mi corazón buscando su verdad, la verdad de su amor que sale a buscarme por los caminos: «El Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios». El Espíritu me ilumina y me ayuda a saber los pasos a dar. No quiero vivir a oscuras en tiempos oscuros. No quiero vivir sin paz en tiempos de guerra. No quiero arrastrarme por la vida sin esperanza en tiempos de sospechas. En ocasiones puedo sentir que estoy perdido, que no encuentro luz dentro de mí, ni en lo que oigo, ni en lo que veo. En esos momentos de desconfianza puedo caer en la duda y en el miedo. ¿Será verdad todo lo que escucho, todas las amenazas de un futuro incierto? Cuando caen mis seguros, como en este tiempo de pandemia, todo se tambalea. Tiempos de penurias, de dudas, de inseguridades. ¿Será falso todo lo que vivo, todo lo que amo, todo lo que siento? Me siento herido en este tiempo en el que el P. Kentenich es cuestionado en su verdad, en su integridad, en su valor, en su misión, en su carisma. Veo cómo esas críticas intentan debilitar mi confianza, horadar mi esperanza, apagar el fuego de mi amor y de mi entrega. Hoy más que nunca producen eco en mi alma las palabras del P. Kentenich: «Dios deja todo a oscuras. Necesita hijos que le den la mano al padre en su camino por en medio de la oscuridad, ¡hijos de la Providencia!»[4]. Se vuelve todo oscuro a mi alrededor y tiembla la confianza. Y quizás me siento débil en mi fe. Yo, que he creído. Que he tenido fe porque he visto a Dios caminar en gestos humanos. No me lo han contado, yo lo he visto. No he visto la perfección en la carne, esa no existe. Ni he contemplado la fortaleza sin límites, sin espacio para la debilidad. En tiempos confusos el alma se confunde. Cuando caen todos los pilares que sostienen mi vida me duele el alma por dentro. En medio de la pandemia veo la fragilidad de mi salud, la inseguridad económica en la que me muevo, la improbabilidad de todos mis planes. ¿Qué me queda para sostener mis pasos? La fe en ese Dios misericordioso que no se baja de mi barca y no me deja solo. Sigo creyendo como un náufrago en la seguridad de una tierra firme al final de los mares. Sigo creyendo en ese Padre que me dejó un carisma como legado eterno. Sigo creyendo en el poder infinito de los vínculos humanos, que trascienden las fronteras de la carne arraigándome en el cielo.  Sigo creyendo en la fiabilidad de la vida de un fundador al que quiero y sigo. Todo se tambalea en la noche oscura del alma, y las voces duras y estridentes me atormentan. Y entonces elevo mis ojos a ese Dios misericordioso que habita dentro de mi alma. Veo su luz encendida haciéndome testigo de su verdad. Escudriño en mi corazón buscado respuestas. Y veo signos que me dan esperanza. Como me decía una persona el otro día hablando de estos tiempos inquietos: «He visto que he arrojado piedras a personas que sólo me han regalado amor, perdón y comprensión. He visto que me respondían con cariño, devolviendo bien por mal. He visto que Schoenstatt es Iglesia, hay los mismos pecados y miserias. He visto la pequeñez de los instrumentos y la grandeza de Dios». Esas palabras me conmueven. No creo en la perfección de los hijos de Dios, sino en su pobreza. Creo, eso sí, en la honestidad de las personas. No dudo de todos. No tiemblo ante la incertidumbre de las verdades que desconozco. No me alejo juzgando sin conocerlo todo. No apresuro juicios. No busco excusas ni subterfugios. Elevo mi mirada al cielo, al Dios de la misericordia que se me ha hecho presente en rostros humanos que me han reflejado rasgos imperfectos de ese Dios perfecto al que amo. No me consumo en el miedo a estar en un error, a vivir confundido. Sigo creyendo en el poder de María que en el Santuario educa hijos llenos de Dios, autónomos, capaces de vínculos profundos y verdaderos. No dudo de los errores posibles, de los defectos del alma. No dejo de creer en el poder infinito del amor de Dios que es capaz de sacar lo mejor de mi vida. En eso creo.

Hoy Jesús me habla de la cizaña que crece en el campo junto al trigo: «El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras la gente dormía, su enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó». El reino de Dios tiene que ver con el trigo. El buen sembrador, Jesús, siembra la buena semilla. Pero alguien siembra semilla que no es tan buena, siembra cizaña. Para el que en tiempos de Jesús sembraba trigo en sus campos era la cizaña una planta muy conocida. Y un peligro porque no dejaba que el trigo creciera bien. Para mí, que no soy tan experto, no me resulta familiar. Parece ser que crece en las mismas zonas que producen trigo. Se considera una maleza de ese cultivo. La similitud entre estas dos plantas es tan grande, que en algunos casos la cizaña se llama «falso trigo». Esta planta es parasitada por un hongo, el cual produce una toxina que se acumula en el grano. No es bueno consumir el grano de la cizaña porque suele ser tóxico. Esta cizaña no es buena. Su grano hace daño. Sería bueno sacarla en seguida para no equivocarme al cosechar el grano de trigo y que se mezclaran. La cizaña es una planta que no mata al trigo, simplemente convive con él. Pero no es el fruto que yo espero y deseo. Pienso en la cizaña que crece en ocasiones en mi corazón. Esas plantas que no dan fruto bueno en mi alma. Son actitudes enfermas que me hacen daño y envenenan mi corazón. A veces hago cosas buenas con mi vida, hago el bien, busco a Dios. Pero no dejo de lado actitudes que me hacen mal. Actitudes que son hábitos adquiridos, o pecados que me debilitan en la voluntad y en mi deseo de entrega. Son dependencias, costumbres que me enferman. Son como esas plantas que siguen creciendo en mi alma dejándome seco, yermo, sin luz. No me dejan ser capaz de amar con madurez. Me vuelvo adicto a las redes sociales y se seca mi mundo interior. Me ato a dependencias enfermizas que me esclavizan al pecado. Pierdo el tiempo de mi vida en cosas que no me alegran el alma, me agotan. Me canso de la vida que no me llena, porque vivo buscándome a mí mismo. ¿Cuáles son las cizañas que crecen en el campo de mi vida? A veces son relaciones que no me hacen bien. Últimamente me recomiendan que acabe con las personas tóxicas de mi entorno. Y yo pienso en esas personas que no me hacen bien y las catalogo como tóxicas. Esta persona me conviene, pienso, esta otra no. El que alguien me pueda hacer daño no es motivo para apartarlo de mi vida. No siempre la persona herida, que hiere por el dolor que lleva dentro, es una razón suficiente para alejarla de mí. Puede ser que su dependencia conmigo, o la forma de llevar su relación, me hiera. Puede ser que sus palabras no siempre me ayuden. Pero quizás mi amor puede ayudarla a cambiar y darle una oportunidad para dejar de ser dañina, para mí, para otros. Puede hacerla más positiva para el mundo con el paso del tiempo. Puede hacerla más sana. Mi amor puede curar su herida. No es magia, pero creo en el poder del amor humano que cambia los corazones. También de las personas que son tóxicas. No por ser tóxica una persona tomo la decisión de eliminarla directamente de mi mundo. ¿Dónde queda la caridad, la misericordia que quiero ejercer con los más débiles y heridos de mi vida? Tal vez por eso me dice Jesús que deje que la cizaña crezca junto al trigo. No sólo porque pueda matar la planta buena. Sino porque a lo mejor puedo mejorar la planta mala con mi actitud, con mi misericordia, con mi paciencia y cuidado. La cizaña en mi alma me hace daño. Pero yo la miro de otra forma. Hoy recuerdo una expresión muy conocida: «Sembrar cizaña». Es la actitud del que con palabras y actos intenta dividir a los que están unidos. Va creciendo el reino de Dios y él siembra la envidia, habla mal de unos, revela secretos ocultos de otros, critica haciendo mala fama a alguien. ¡Qué fácil resulta sembrar cizaña! Puedo dividir a dos amigos hablando mal de uno de ellos. Contando algo creíble. Puedo sembrar desunión en un matrimonio. Puedo sembrar la discordia en un grupo que brilla por su unidad, por el amor fraterno. Una familia puede dividirse por mis palabras, por mis juicios, por mis comentarios fuera de lugar. Es fácil desunir. Lo difícil es crear unidad y comunión. La cizaña divide lo que está unido y trae enfermedad allí donde reina la armonía. La cizaña acaba con la paz familiar. Pienso que no es tan sencillo convivir con ella como hoy me pide Jesús. Quisiera tener un corazón manso para no rebelarme con fuerza y rabia contra el que siembra el mal. 

Hoy Jesús me pide que no me precipite, que no actúe sin pensar. Que no sea impaciente al mirar mi campo lleno de trigo bueno y de cizaña: «Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: - Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña? Él les dijo: - Un enemigo lo ha hecho. Los criados le preguntaron: - ¿Quieres que vayamos a arrancarla? Pero él les respondió: - No, que, al arrancar la cizaña, podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y, cuando llegue la siega, diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero». Quisiera ser capaz de aceptar la convivencia con la cizaña sin miedo, sin alterarme. Sin querer cortarla antes de tiempo. Si lo hago así, puedo llegar a matar el trigo en el intento. El mal coexiste con el bien dentro de mi alma. Sueño con hacer el bien, con ser justo y verdadero. Y la cizaña del pecado me rompe por dentro. No hago lo que quiero hacer. No soy tan santo como soñaba. Hago daño. Y eso que sucede en mi corazón sucede también dentro de la Iglesia. El mal es habitual en el mismo reino de Dios en el que crece ese bien que siembran los santos de Dios. Quiero aceptar que mi Iglesia es santa y pecadora al mismo tiempo. No sólo es pura, también es impura. Lo santos son hombres enamorados de Dios y de los hombres. Son humanos, son de Dios. Y junto a ellos hay otros que no son tan santos y también quieren hacer la voluntad de Dios. Y fracasan como yo mismo tantas veces cuando hago el mal. La cizaña crece junto al trigo. Tal vez quiero ver en los santos una perfección que yo no tengo, esos logros que no alcanzo. Es como ver triunfar en una película al protagonista haciendo acciones imposibles que yo nunca he podido hacer. O ver en el hijo los logros que el padre no ha conseguido. Es el deseo de una santidad perfecta la que me mueve. Quiero ser santo como Dios, inmaculado y perfecto. Y una y otra vez tropiezo con la cizaña en mi alma y me escandalizo. Yo no puedo. Los que son santos seguro que pueden. Me da vértigo pensar que lo santos no lo han hecho todo bien. Me cuesta creer y aceptar que se hayan podido equivocar alguna vez. ¿No es verdad que a veces busco en los santos una perfección moral inalcanzable? Creo que los santos siempre tienen que estar alegres, renunciando a su propio beneficio por amor. Han de ser prudentes y moderados. Humildes y sencillos. Cualquier cosa que digan tiene que ser con un fin santo. Nunca mienten, siempre dicen con humildad la verdad. No necesitan el descanso, ya llegarán al paraíso. No piensan en su propia salud, se desgastan por cuidar la salud de otros. No viven para sus intereses, es el amor a los demás lo que mueve sus vidas. No escatiman esfuerzo en la entrega. Siempre mueren por amor a otros. Nunca son ellos los importantes, han venido a este mundo para servir y en ello invierten la vida. Esa imagen de santidad es la que me da paz. Una vida lograda. Quizás es por mi propia mediocridad por lo que me cuesta aceptar una Iglesia santa y pecadora. Sé que hay muchos hombres justos y santos. Y eso alegra mi alma. Y también hay pecadores que me recuerdan mi propia condición. Esta Iglesia a la que amo es santa y pecadora. Conviven el trigo y la cizaña, como en mi alma. Está en camino hacia el cielo, donde todo será pleno. Aquí en la tierra siempre hay luces y sombras, como en mi vida. Actos heroicos y muestras de fragilidad, igual que en mí. ¿Por qué me cuesta tanto convivir con los grises en mi propia vida? La cizaña junto al trigo me parece imposible de conciliar. No tolero el color de la cizaña, ni su olor a debilidad. Quisiera arrancarla inmediatamente para que sólo brille el color puro del trigo y su olor a santidad. No puedo aceptar la fragilidad del pecado en aquellos a los que admiro. Tampoco dentro de mí. Hoy acepto que no hay más remedio que darle un sí a la cizaña y aprender a vivir con ella. Me gustan las palabras de Santa Teresita: «Puesto que mis pequeños actos de virtud se toman por imperfecciones, también se pueden equivocar al tomar por virtud lo que no es más que imperfección. Entonces digo con san Pablo: - En cuanto a mí poco me importa que me juzguéis vosotros o un tribunal humano; ni siquiera yo mismo me juzgo. Mi juez es el Señor»[5]. Quiero aceptar que el pecado es parte de mi vida. Y mi lucha por la santidad no consiste en no volver a pecar nunca más. Es imposible. Mi fragilidad me lo hace ver a cada paso. Por eso no me escandalizo de mi debilidad. Sólo Dios me juzga y me conoce. Poco importa el juicio de los hombres. No dejo de creer que yo también puedo ser santo a los ojos de Dios. El pecado forma parte de mi debilidad y el amor magnánimo lo ha sembrado Jesús esperando que dé fruto dentro de mí. Dios ha despertado mi anhelo de santidad desde que vi su rostro. Es santa una vida en la que coexisten la gracia y el pecado. La debilidad y la grandeza forman parte de un mismo amor heroico. No me impaciento por llegar a la meta a toda costa. Jesús me lleva en sus brazos. Por eso no me asusto cuando caigo y no hago lo que sueño y anhelo. Dios sabe cómo hacerlo posible en mí, conoce mi corazón mejor que nadie. Tengo claro que lo santos a los que admiro son hombres que en un momento de su vida se dejaron tocar por Dios y se sintieron amados profundamente. Notaron el abrazo de Dios en su espalda y eso les dio fuerza para dar la vida. Algo cambió en su corazón, se hicieron niños. A esos santos sí puedo seguirlos. Tal como soy puedo ser amado por Dios y volver a ser niño en sus manos. La fuerza de ese amor misericordioso e incondicional me levanta por encima de una perfección sin mancha que no poseo. Dios saca mi belleza escondida debajo del polvo de mi mediocridad. Sueño con las alturas que iluminan mis pasos. Así lo hizo Dios con cada uno de los santos. Los modeló según su propio corazón para que fueran capaces de amar hasta el extremo. 

Me gusta pensar que el reino de Dios nace como la semilla pequeña y se desarrolla en lo oculto. Hoy escucho: «El reino de los cielos se parece a un grano de mostaza que uno siembra en su huerta; aunque es la más pequeña de las semillas, cuando crece es más alta que las hortalizas; se hace un arbusto más alto que las hortalizas y vienen los pájaros a anidar en sus ramas». Me gusta la pobreza de los comienzos. La semilla incipiente que muere y da un brote tan pequeño que a penas puede verse. Parece imposible que de una semilla pueda surgir un árbol. Parece todo tan débil. Me resulta incomprensible que de lo pequeño pueda nacer lo más grande. ¿Es siempre así? Los pequeños comienzos de las grandes obras. El reino de Dios actúa como la levadura en la masa en manos de una mujer: «El reino de los cielos se parece a la levadura; una mujer la amasa con tres medidas de harina y basta para que todo fermente». Es así siempre en los comienzos. Puede ser así en los momentos en los que parece todo perdido en mi vida. Escribió el P. Kentenich: «Nunca me encuentro más a gusto que cuando la esperanza humana decae»[6]. Son momentos en los que el desastre parece inminente, el final de todo lo que había soñado. En ese momento se hace más visible la presencia de Dios. Parece imposible que las cosas salgan bien de acuerdo con categorías humanas. Pero no es así. La semilla pequeña tiene que morir. La levadura tiene que hacer fermentar la masa y desaparecer. El Reino de Dios crece por la noche sin que nadie lo vea. Las obras de Dios, que aparentemente no son nada y parecen irrelevantes ante el poder del mundo con todo su ruido. El poder de los poderosos parece insalvable para mi debilidad. Sólo me queda confiar en que una fuerza superior a la mía irrumpirá en medio de mi vida y hará un milagro. Así me siento yo en medio de la pandemia cuando veo que mis seguridades han caído. ¿Qué me queda? Sólo confiar. O cuando veo que me cuestionan verdades de mi vida que parecían inamovibles. Y cuestionan a los que creo santos. Entonces levanto la mirada al cielo y confío. Vuelvo a confiar mirando a María mi Aliada y espero de Ella la misericordia. ¿Cómo voy a dudar de su poder en mi vida? Decía el P. Kentenich: «El que con todo su ser y actuar por la alianza de amor se pone como instrumento en el campo del juego divino. Ese se siente tanto mejor y más seguro en las manos de Dios cuando todos los apoyos y esperanzas humanas se rompen. El egoísta yo se rompe y le ha hecho sitio total al divino Tú (…). Dios toma el lugar que le pertenece; es el águila que con sus alas fuertes lleva a los débiles polluelos hacia el sol; es el imán que atrae toda la debilidad humana»[7]. Me dejo llevar en las alas del águila porque solo no puedo elevarme en las alturas. En las alas del águila sólo aspiro a tocar el sol. Voy directo hacia el cielo. Me dejo llevar y dejo de temer. No pongo mi confianza en mis propias fuerzas. La semilla más pequeña dará como fruto un árbol inmenso. El poder del árbol nace de una semilla insignificante. Para los hombres todo parece imposible. Pero para Dios nada lo es. En momentos en los que caen mis esperanzas humanas, mis planes mezquinos soñados en mi corazón. En esos momentos en los que me siento abandonado, miro al cielo y miro a Dios. Mi esperanza está puesta en ese sol que ilumina la oscuridad de mi camino. Nada temo.

 



[1] Herbert King, King Nº 2 El Poder del Amor

[2] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[3] Rafael Fernández de Andraca, José Kentenich, Manual del Dirigente

[4] Hna Doria Schlickmann, Las luchas continúan, una vida al pie del volcán

[5] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[6] José Kentenich, Carta al P. Menningen en 1951

[7] José Kentenich, 1952

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