Homilía del padre Carlos Padilla - 10 de julio de 2022

Domingo 10 de julio de 2022 | Carlos Padilla

 

Domingo XV Tiempo Ordinario

Deuteronomio 30:10-14; Colosenses 1:15-20; Lucas 10:25-37

«Un samaritano llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; lo llevó a una posada y cuidó de él»

10 julio 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Estoy dispuesto a sembrar paz a manos llenas. A construir hogares donde muchos puedan sanar su soledad. Lazos tendidos desde el cielo. Confío en que Dios no me dejará nunca solo»

Hay mucha soledad a mi alrededor. Muchas almas solas en un mundo bullicioso. Mucha soledad en medio de lazos rotos. Muchas almas vagabundas sedientas de amor. Hay mucha oscuridad en almas puras. Que no encuentran la paz que un día soñaron. Mucho miedo a perder, a sufrir, a vivir el dolor y la muerte. Hay mucha angustia por no hacer lo que está bien o lo que otros esperan. Hay mucho frío en este mundo que habito, muchas carencias que hieren las entrañas. Hay pocas respuestas y demasiadas preguntas. Hay también mucha superficialidad, la incapacidad de detener el ritmo, las prisas, el trabajo y pensar. Parece que ahondar dentro, en profundidad es doloroso. Allí el corazón tiene sed, de infinito, nostalgia de cielo. Hay mucha soledad en personas llenas de actividades, de personas, de familia incluso. Mucha soledad en espacios cargados de palabras. Hay una ausencia de Dios que duele muy dentro, en los mismos huesos. Como si Dios se hubiera ido y fuera imposible verlo, cara a cara. Hay mucho miedo a amar demasiado porque puedo ser rechazado y recibir desprecio en lugar de un abrazo. Hay vértigo en este mundo en el que la paz cuesta que exista y el perdón se aleja como el agua entre los dedos. Hay tanta necesidad de perdonar y ser perdonado. Y los muros se elevan tapando las vidas que no se quieren ver. Hay poca seguridad en medio de inseguridades que duelen. Incertidumbres ante un presente incierto, ante un futuro oscuro. ¿Quién salvará mi vida cuando todo se esté hundiendo? Veo la mano de Dios descender sobre mi alma. Y levantar mi cuerpo a punto de caerse. Y sueño, los sueños me sostienen. Y el deseo profundo de dar la vida para luego recuperarla. Y salvar a todos, para que ninguno se pierda. Y quizás que mi nombre quede escrito en algún sitio, vanidades. Hay muchas almas solas caminando en compañía. Sienten que no están solas hasta que se acuestan y descubren la soledad más honda, la del abandono. Cuando ya no hay respuestas y el silencio parece ser ensordecedor. ¿Cuándo puedo decir que una vida ha sido plena? Cuando se dejó el alma amando, sin frenos, sin miedos, sin barreras. Me gusta pensar que los silencios construyen lazos. Y las palabras amables, esas que salen de mis labios acompañadas de sentimientos, no están vacías. Espero demasiado de mí mismo, de la vida. Y quiero construir un mundo mejor aunque no sepa bien por dónde empezar la obra. La soledad con Dios cerca es siempre más llevadera. Y la soledad en el infierno de mis propias adicciones y tendencia acaba pasándome factura, me rompe por dentro, el alma y el cuerpo. Tengo la esperanza de cavar bien hondo, para llenar de agua los aljibes y salvar la sed de los que sufren. Una sed más fuerte que la sed del agua. Una sed de un amor incondicional, ese que sé que existe, porque sólo algunas veces lo he contemplado conmovido. Allí donde el perdón y la aceptación están por encima de cualquier otra obra buena. Me gusta pensar que puedo amar sin límites, sin prejuicios, negándome incluso a mí mismo para que el otro florezca, crezca, tenga hogar y familia. Aprendo a escribir con letra clara todo lo que llevo dentro. Para no perder nota y no dejar que la vida se me escape entre los dedos. No quiero la compasión, pero la necesito. No mendigo el perdón, pero es lo que me sana por dentro de todas mis culpas. Hay mucha soledad a mi alrededor, muchas almas que sufren por no saber amar, por no sentirse amadas. Y sé que Dios puede salvarlos a todos. Y me necesita. En mis silencios, en mis abrazos, tal vez en mis palabras, es lo menos importante. Y la vida se juega en el presente. El pasado no es lo más importante y el futuro se escapa de mi control. Sueño con una vida mejor de la que tengo. Libre de tantas cadenas que encadenan. Sin amor nada es fecundo. Sin luz no hay esperanza. Estoy dispuesto a sembrar paz a manos llenas, y a construir hogares donde muchos puedan sanar su soledad de infinito. Como lazos tendidos desde el cielo. Dios tira de ellos para llevarlos junto a su pecho. Entre sus manos. Confío en que Dios no me dejará nunca solo. Es su amor más fuerte que todo lo que veo.

Me falta fe para ver a Dios en todo lo que me pasa. Para escuchar su paso suave por encima de las piedras. Para sentir su vuelo silencioso sobre mí. Tengo una mirada muy del mundo. No veo su voluntad en lo que me pasa. No descubro su mirada sobre mí. Me cuesta abrazar su amor incondicional, su presencia que todo lo envuelve. No logro sentir dentro del alma ese calor de su presencia. Decía el P. Kentenich: «Tener fe significa tomar siempre partido a favor de Dios. Veo a Dios en todas partes y en todas partes busco el contacto y la unión con Él»[1]. Quisiera verlo en todas partes, sé que sería un milagro. Me cuesta verlo en lo que me pasa, en lo bueno y en lo malo. No lo busco simplemente por el placer de estar con Él. Recurro a Él cuando estoy cansado o triste buscando su consuelo. Quiero que me abrace, que me haga sentir en casa, amado. Decía S. Francisco de Sales: «No tenemos que querer a Dios por su consuelo, sino por Él mismo»[2]. ¡Cuántas personas buscan el consuelo de Dios en esta vida! Desean ese consuelo que calme su sed insaciable. Y cuando no lo logran ocurre lo inevitable: «Como el hombre no puede aguantar esto, busca satisfacciones sustitutivas. En efecto, no hay nada que lo satisfaga interiormente porque nada toca el núcleo de su alma. Por eso tiene que intentar siempre de nuevo una variación aquí, un placer allí, otro allá y otro más allá»[3]. Cuando Dios no toca la hondura de mi alma buscaré fuera sustitutivos. Iré encontrando placeres temporales que no me llenan. Lo hallaré en amores pasajeros, en éxitos del mundo, en logros maravillosos. Querré probar mis fuerzas escalando al monte más alto. Intentaré hacer algo que nadie haya hecho hasta ahora. Querré escribir esa obra maestra que nadie haya soñado. Imaginaré mil inventos nunca inventados. Sólo para saciar una sed profunda. Pero luego comprendo que nada logra llegar a lo más hondo, a mi subconsciente, a la hondura de mi ser. Quisiera que fuera así, pero no lo logro. Es como si nada caduco consiguiera llenar el infinito. ¿Lograré con un cubo pequeño vaciar el mar? ¿Conseguiré volar sin alas por encima de las montañas? ¿Recorreré esa distancia inmensa que me separa del otro extremo del mundo? ¿Serán recordadas mis palabras, mis logros, mis éxitos? ¿Guardará el mundo memoria de mi nombre? Lo infinito no cabe en lo finito. Le echo la culpa a mi inconstancia. No dejo o no logro que Dios me toque muy dentro. Y pienso que es por falta de esfuerzo. Creo que no rezo lo suficiente, o me desvío continuamente del camino verdadero. No encuentro la paz que necesito aun pidiéndola como un don cada mañana. Y así vivo, sin raíces, perdido, juzgando al mundo que no logra hacerme feliz. Como no sé el propósito para el que Dios me ha puesto en este mundo intento que todo salga bien. Quiero ser feliz, parece el objetivo más común, más sensato. Y se lo exijo a las personas, de forma particular a aquellos que dicen amarme. Ellos tienen que saber cómo lograr que tenga una vida plena. Me conocen, saben cómo soy, lo que me gusta y hace feliz. Si no lo consiguen ellos es que están mal. Ellos no logran que sea feliz. Tendré que dejar de amarlos. Y buscaré esa felicidad soñada en otra parte. Será mi obsesión, el objetivo de mi vida. Y llego a pensar que tener paz y ser feliz debiera ser la consecuencia de vivir en Dios y pertenecerle. Pero me falta fe para ver a Dios en todas partes. Me falta esa mirada divina que me permita calmar mis ansias, mis miedos, mis angustias. Pretendo que los demás se adapten a mis deseos. Creo que así seré feliz, cuando consiga lo que quiera. Y así es como me obsesiono con ciertos bienes, con algunos logros y si algo se entorpece irrumpen en mi alma la ira, la rabia, o el dolor. Será que Dios no quiere eso para mí o son los demás el obstáculo que el demonio coloca para que no llegue a mi objetivo. Tengo demasiadas pretensiones, muchas expectativas puestas en los demás, en la vida, en el futuro. Creo contar con tantos años por delante. No conozco el día de mi muerte, no quiero saberlo. Me basta con que todo encaje dentro de mí, quiero que todo sea perfecto. Que el mal quede fuera de mi vida. Y el bien se imponga por encima de las desgracias. Que la vida sea más fuerte que la muerte. Y que el amor logre vencer el odio que siento muy dentro del alma. Me cuesta entender los caminos que Dios me propone. No todo tiene una lógica precisa. Y no soy audaz como para echarme la vida sobre los hombros y seguir sus pasos. Tal vez en eso consista ser santo. En dejarme llevar por Él. Y poner algo de mi parte. Darle el sí primero, iniciar el camino. Que mi primer paso, pequeño e insignificante baste para que Dios se acerque a mí. No depende todo de mí, no quiero olvidarme. Sólo Dios puede construir sobre mi carne cuando abro la puerta. La fe, de nuevo esa fe que me falta. Para verlo presente en mi alma, en los míos, en el mundo que veo con ojos de niño. Le pido a Jesús que aumente mi fe. Que la haga más honda. Y que sienta dentro su mano calmándolo todo.

Me gusta el negro o el blanco. El frío extremo o el calor. La lluvia en abundancia o la sequía más dolorosa. Esos extremos me dan seguridad. Mientras que los puntos intermedios me desconciertan, me incomodan. Quiero saber lo que está bien o está mal siempre, sin excepciones. Detesto las medias tintas, los puntos confusos, los grises en los que no distingo bien las tonalidades. Leía el otro día: «En la conducta humana no cabía una distinción tan clara como en los textos de moral: esto es virtud, esto es pecado, esto es bueno, esto es malo»[4]. Blanco o negro. Casi siempre son los grises los que se imponen. La mezcla de colores puros. Los lugares entre extremos. Allí donde es más difícil tomar decisiones claras y tajantes. Salvación o condena. Premio o castigo. En cada persona distingo sombras y luz, agua y rocas. Decisiones equivocadas e intenciones santas. Siempre me conmueve la historia de S. Pablo que se llamaba Saulo. Y perseguía a Jesús. Y de repente cambió su camino, su rumbo, su decisión. Quedó ciego y recuperó la vista. Y vio con claridad. Pero antes había matado, herido, odiado. ¿Cómo podría olvidar lo que había hecho? Y S. Pedro, la roca firme de Galilea. El lugar sobre el que levantar toda una Iglesia. Traicionó sus amores, negó a Jesús en el momento más delicado. En ese instante en el que mi sí podría cambiar la historia. Pero no dijo que sí, dijo que no, huyó, se escondió. Guardó su vida, su nombre, su fama. No buscó el milagro, buscó la propia salvación, por miedo. ¿Cómo iba a olvidar que lo había negado? Tenía mucho miedo. Nunca más iba a poder confiar Jesús en él. ¿O sí? A mí me cuesta confiar en el que me ha fallado. Pero Jesús puso su confianza en dos traidores. Eligió a dos pecadores. Dos hombres heridos en la solidez de la roca. Quizás para recordarme que dentro de mí hay un espacio confuso donde tomo mis decisiones, donde opto por el bien o acabo haciendo el mal que odio. En instantes fugaces en los que se juega mi vida. Allí donde sé que no podré volver atrás porque no se puede retrasar el tiempo y volver a empezar desde el comienzo. La roca herida, hendida en su centro, allí donde tenía que ser más firme, más sólida. ¿Cómo se puede rehacer lo que está roto? ¿Cómo se logra suturar la herida? Con fe en ese Dios que me mira con misericordia en medio de mis confusos colores. No todo es blanco, no todo es virtud, no todo es bondad absoluta. En mis decisiones se mezclan muchos sentimientos confusos. Había una piscina en Betesda, en Jerusalén. Ante ella muchos hombres enfermos esperaban a ser curados. Una persona escribía: «Me conmueve Betesda. Esa piscina donde tantos querían ser curados. Yo también. Ahora no hay agua. Pero están las rocas. Algo tienen esas rocas. Me emociona pensar en Jesús mirándome. Diciendo que puedo ir al agua. Que puedo andar. Mis parálisis me limitan. Son muy duras. No puedo moverme. Quiero pero no lo logro. Me gustaría caminar. Vencer mi cojera. Soy tan frágil. Traigo hasta aquí mi vida enferma. Me cuesta caminar. Quiero tocar el agua. No puedo llegar solo». Me conmueve a mí ese lugar. Mi carne enferma esperando al agua que me salva. Ahora que falta el agua esa imagen me impresiona aún más. El agua que me libera de mi parálisis interior. No sé si podré caminar bien de nuevo. En mis decisiones equivocadas Jesús me rescata y me hace andar. Así lo hizo con Pedro preguntándole si le amaba. Y él dijo que sí, con miedo, con remordimiento, con dolor. Y Pablo, que era Saulo el perseguidor, se convirtió en apóstol por misericordia. Nunca del todo curado, con una espina en su alma que le recordaba de dónde venía. Porque si recuerdo que estuve ante una piscina esperando el milagro quizás logre ser más misericordioso. Logre acercarme al que sufre para rescatarlo. Logre ver el bien oculto en decisiones confusas, pecaminosas, oscuras. Y en medio del mal vislumbre el bien escondido, como las rocas bajo el agua milagrosa. Sí, la roca de mi humanidad que necesita el agua que la despierte. Podré ser pilar desde mi herida, desde mi grieta, desde mi fe. Me quedaré esperando el milagro cada día. Para salir de mi ceguera, de mi parálisis y convertirme en apóstol, en enviado. Parece muy sencillo hacer siempre el bien, pero no es evidente. Me falta esa fortaleza, esa fe para optar por el agua, por la luz, por el amor, por la entrega. Y en medio de mis debilidades me dejo llevar por la vanidad, por el egoísmo, por la comodidad. Todo eso habita en el mismo corazón. ¿Por qué me sorprendo a veces al ver mi propia oscuridad, mi temor más hondo escondido dentro de mis llagas? Sería un iluso si creyera que todo ha de ser blando o negro, puro o impuro, santo o pagano. Quizás soy una mezcla inexacta de tantas decisiones tomadas en falso o acertadas. Tantos pasos dados hacia delante y luego con retroceso. La vida es muy larga y Jesús puede salir a mi encuentro en el agua que me salva, en el camino por el desierto. Puede cegarme para luego dejarme ver. Y puede recordarme cada día de dónde vengo. No para torturarme por mi pecado, sino para animarme a ser santo y confiar cada mañana. Y ser más misericordioso con todos los que a mi lado me muestran su fragilidad.

Para hacer la voluntad de Dios no tengo que ir muy lejos. No tengo que subir al cielo o adentrarme en lo hondo del mar para conocer sus deseos. Así me lo recuerda hoy Dios: «Estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para que hayas de decir: - ¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica? Ni están al otro lado del mar, para que hayas de decir: - ¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica?». No, Dios me habla en el silencio, en lo secreto del corazón: «La palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica». Por eso no hacen falta los milagros para que crea en su poder. Siempre me acuerdo de Cafarnaúm. Esa ciudad de Jesús. En la cual hizo más milagros que en ninguna parte. Hasta allí el Evangelio me lleva una y otra vez. Jesús sana, cura, toca, habla. Y hoy no queda piedra sobre piedra. Sólo restos de la casa de Pedro y de la sinagoga. Conservados gracias a los cristianos. ¿Dónde quedó la fe? No bastaron los milagros. Hoy el hombre busca grandes milagros. Es como si necesitara muchas cosas extraordinarias para creer. Como si lo extraordinario fuera el camino más fácil para creer. Pero no es así. Los que han vivido milagros en su vida no necesariamente creen y llevan a Dios en su corazón. Cuando necesito grandes experiencias de Dios para creer entraré en un círculo vicioso. Para mantener alta mi fe necesitaré nuevos milagros, nuevas experiencias fuertes de Dios. No me bastará lo cotidiano. No será suficiente una fe cuidada con la oración y el amor de Dios en la vida diaria. No bastará. Pero justamente es eso lo que me pide Dios. Que busque dentro de mí. Que escuche su voz en mi alma: «Si tú escuchas la voz de Yahveh tu Dios guardando sus mandamientos y sus preceptos, si te conviertes a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma». Basta con escuchar la voz de Dios en lo profundo del corazón. No es necesario un milagro extraordinario. No necesito ver a Dios en las cosas que no consigo explicarme. No necesito nada fuera de lo normal. Dios se abaja a mi vida para hablarme. Viene a mi normalidad, a lo cotidiano. Y se queda a vivir a mi lado. No necesita demostrarme su existencia con signos prodigiosos. Su voz resuena en mi interior. En lo más profundo de mi corazón. Para eso necesito hacer silencio, callar, ahondar. Y entonces será posible amarlo con todo mi corazón, con toda mi alma como me recuerda hoy Jesús: «Maestro, ¿que he de hacer para tener en herencia vida eterna? Él le dijo: - ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees? Respondió: -       Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Díjole entonces: - Bien has respondido. Haz eso y vivirás». Yo también quiero sabre qué cosas tengo que hacer para heredar la vida eterna, para vivir siempre con Dios. Y me queda claro que la respuesta es el amor. A menudo pienso que cumplir la ley es tratar de no fallar nunca, no cometer errores, no confundirme en mis decisiones. Y por eso sufro por mi propio juicio cada vez que lo hago mal. No estoy a la altura de lo que yo espero. Y pongo en los demás la misma expectativa. También la pongo en Dios. Como si Dios sólo esperara mi perfección. Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mí mismo es un don de Dios. Es el amor que Dios me pide y me da. Es la humildad para amar. La generosidad para entregarme. La sencillez para vivir la vida. La capacidad de buscarlo a Él en todo lo que me pasa. El mandamiento más importante es el amor. Amar a Dios en todo, y sobre todo. Amar a mis hermanos desde la humildad, desde Dios. Viviré para siempre si hago eso. Si escucho en mi alma. Si amo por encima de todo a Dios y a los hombres como a mí mismo. No hacerles nada que no me gustaría que a mí me hicieran. Un amor grande como el de Dios. Él puede cambiar mi mirada y mi forma de amar. Leía el otro día cómo hacerlo: «Aceptarte como eres y olvidarte de ti para recibir el amor de Dios y entregarte a los demás»[5]. Aceptarme como soy, olvidarme de todo lo que me quita la paz. Y llenarme del amor de Dios para dar amor a los demás. Parece muy sencillo pero no lo es. A menudo me fijo en preceptos pequeños. Trato de cumplir y atenerme a una ética exigida. Pero si me falta caridad, de nada me vale. Si en todo lo que hago no está primero la caridad de nada sirve. Seré perfecto en el cumplimiento de muchos preceptos pero fallaré en lo más importante. Muchas personas tienen éxito en facetas de su vida fundamentales, pero fallan en el amor. Allí son un desastre y viven una soledad triste y oscura. Han protegido su corazón para que no les hagan daño, aislándose. Y ahora no saben cómo salir del pozo, de la noche que los envuelve. Para vivir la vida eterna quiero vivir la vida temporal con toda el alma, con todo el corazón, sin guardarme nada, sin miedo a perder.

La compasión es un atributo de Dios que yo quisiera reflejar en mi vida. Me compadezco cuando me coloco a la altura del que sufre, cuando me abajo y siento amor por el que está sufriendo un dolor. Quiero hacer todo lo posible para que deje de sufrir. Ser compasivo es un don de Dios. Es una manera de vivir, de entender la vida. Hay personas que no pueden soportar el dolor de los demás. Se compadecen, sufren con el que sufren, la misericordia llena su corazón y no pueden evitar ir al encuentro para abrazar, sostener, levantar, curar, ayudar, servir. Ser así es algo en ocasiones que viene desde la cuna. Otras veces mi familia me educa en esa actitud ante la vida, enseñándome a mira al que tiene menos, al que lo está pasando mal. La compasión se puede aprender. Para ello necesito mirar a las personas misericordiosas que se ponen en la piel del que sufre y se acercan a cuidar sus angustias. Ser misericordioso es una actitud fundamental en esta vida. Ser capaz de sufrir con el que sufre. Y amarlo cuando pasa dificultades. Amar hasta el extremo. Amar al que no lo merece pero es el que más lo necesita. Amar al que no tiene derechos y es despreciado por otros. Amar al que no puede devolverme el mismo amor que yo le entrego, la misma medida. La misericordia no lleva cuentas del amor entregado. No calcula, no mide, simplemente da sin esperar que lo amen de vuelta. Amar así es propio de Dios, no del hombre. El hombre ama con medida. Se entrega esperando que el amor sea simétrico. Ama al que le puede dar algo a cambio. Ama al que lo trata bien, lo cuida, y por eso se lo merece. Pero amar con misericordia me parece hasta injusto. ¿Por qué tengo que amar cuando a mí no me aman de la misma forma? ¿Por qué tengo que preocuparme por el que no se preocupa por mí? Dice S Juan Pablo II en Dives in misericordia: «La mentalidad contemporánea, quizás en mayor medida que la del hombre del pasado, parece oponerse al Dios de la misericordia y tiende además a orillar de la vida y arrancar del corazón humano la idea misma de la misericordia». Cuesta comprender la misericordia de un Dios que viene a salvar a todos y especialmente a los pecadores. Es algo que me parece un absurdo. Aunque entienda que son los enfermos los que necesitan al médico y no lo sanos. Pero casi creo que Dios ama más a los que se portan bien, a los que están a la altura, a los que se entregan con la misma generosidad. La misericordia es una locura incomprensible. ¿Dónde queda la justicia? Lo que es justo es justo. Si yo trabajo todo el día ¿por qué voy a recibir lo mismo que el que trabaja sólo una hora? La misericordia lo da todo sin tener en cuenta si lo merezco. Creo que no soy misericordioso. No miro con bondad al que sufre. Desprecio al que no está a la altura exigida. No amo de la misma manera al que se porta mal conmigo que al que me trata con bondad.  

Pero hoy me pide Jesús que sea misericordioso. Quiere que ame al que más lo necesita. Y me dice que me fije en mi prójimo. Entonces la pregunta que resuena es la que hoy escucho: «Y ¿quién es mi prójimo?». Yo tampoco tengo claro quién es mi prójimo. No sé dónde poner la línea que divide al prójimo del lejano. No sé cómo hacer para diferenciar al que me incumbe porque está en mi camino y al que no está tan cerca. ¿Cómo diferencio lo que es exigible de lo que es exagerado? ¿Dónde empieza la compasión y dónde termina? Igual que me pasa con el perdón me pasa con la misericordia. ¿Tengo que perdonar siempre y a todos? ¿Tengo que tratar con misericordia a todas las personas? ¿No puedo exigir nada? Parce una locura. La misericordia es ese movimiento del alma que me lleva a buscar al que sufre, al que necesita, al que está herido al borde del camino. Acerca al lejano, aproxima al que no está a mi lado. Jesús lo explica con una parábola y siempre me desconciertan sus palabras. La historia me habla de un hombre que resulta atacado en el camino: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto». Los salteadores no tuvieron misericordia con él. lo dejaron tendido en el camino. ¿Quién tendría compasión de él? Parece evidente detenerse ante el que precisa mi ayuda. Pero no es tan evidente. Pasan delante de él varios personajes que tienen prisa: «Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo». Un sacerdote y un levita lo esquivan. Son religiosos. Aman a Dios pero desprecian al que está herido. Tienen prisa y necesitan llegar pronto a su destino. Siempre hay algo importante que realizar. Las prisas forman parte de la vida. Yo también voy con prisa. Tengo citas, obligaciones, compromisos. Lleno mi agenda de obligaciones. Las fijo con tiempo y no se pueden dejar así como si nada. Hay un compromiso. Hay decisiones que tomo y condicionan mi futuro. ¿Tan mal lo hicieron aquellos hombres que evitaron al hombre herido? Me parece hasta comprensible que no hagan nada. Quizás hay alguien enfermo al que van a visitar. O una cita ineludible. No es fácil juzgar las cosas desde fuera. El corazón humano es un misterio. Esos hombres tenían su vida hecha. No podían detenerse sin tener que asumir las consecuencias de esa demora. Tienen prisa y la prisa lo cambia todo. Quizás las prisas son el enemigo principal de la compasión. Cuando hay prisas no cabe la compasión. Perder el tiempo no es una posibilidad. El tiempo es oro y no se puede perder. Me impresiona lo rápido que puedo llegar a vivir. Vivo acelerado y con mil compromisos. No los puedo dejar de lado porque son importantes. Pienso en los imprevistos. Esos acontecimientos que alteran mi orden, mi programa. No puedo dejarme llevar por ellos. Lo programado tiene prioridad. Es más importante que el importuno que se introduce en mi vida sin pedir permiso. No quiero alterar mis planes porque me dan seguridad. No los quiero cambiar por cualquier motivo. Justifico mi inacción. ¿Alguien podrá echármelo en cara?

Lo que hoy pide Jesús es excesivo. El tercer hombre, precisamente un extranjero, un samaritano, sí se detiene: «Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: - Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva». Un hombre altera su camino. Se sale de lo exigible. No sólo lo socorre, lo lleva sobre la montura. Lo deja a buen resguardo. Paga todo lo necesario hasta que se recupere. Es decir, se excede. Da más de lo mínimo exigible. Esa es la compasión. El que se compadece no puede dejar de dar, de amar, de servir, de ayudar. El que está tirado al borde del camino se convierte en su prójimo. Está cerca de él, a su lado, en el camino. Eso basta para detener los pasos y ponerse a su altura. Se abaja el samaritano. Deja todo lo que tiene entre manos. No se angustia por sus compromisos. Me gustaría ser así. La pregunta de Jesús resuena en mi alma: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores? Él dijo: - El que practicó la misericordia con él. Díjole Jesús: - Vete y haz tú lo mismo». El que se detuvo fue prójimo del herido, del abandonado. El que se detuvo fue compasivo, fue Dios para el que iba a morir. Me impresiona esta parábola porque siento que estoy muy lejos. No lejos del que me necesita, sino lejos de estar a la altura. Es más fácil huir lejos, no ponerme a tiro del que me reclama, me exige, me pide. Esconderme para que nadie se empeñe en hacer más difícil mi vida. O quiero vivir bien. Y entonces el mandamiento de Dios no es tan exigente. Dios me pide que ame al prójimo como a mí mismo. Quisiera poder amar hasta el extremo al extraño que está cerca de mí. Dios quiere que la medida de mi amor sea el amor que me tengo a mí mismo. La misericordia empieza por casa: «Y a tu prójimo como a ti mismo». ¿Cómo es ese amor a mí mismo? ¿Cuándo me amo bien y cuándo lo estoy haciendo mal? Está de moda hoy todo lo que tiene que ver con mi cuidado personal. Salud, alimentación, estilo de vida. Hay tantos libros de autoayuda. No hay muchos libros de ayuda al prójimo, sino de ayuda a mí mismo. Ayuda para ser más felices, estar mejor, tener una vida más sana y bonita, cuidar el físico, llevar una vida saludable. Por eso es necesario apartar del camino a las personas que me hacen daño con su mera presencia o con sus comentarios. Aquellos que, como ahora dicen, desprenden ondas negativas. Aquellos que reclaman, exigen, piden, gritan y además no me tratan bien. La autoayuda es importante para tener el corazón en orden y en paz. Quererme bien es algo que a menudo no sé hacer bien. No me trato con misericordia, soy un juez sin compasión con todos mis errores. Me exijo, me grito, me hablo mal y siempre espero más de mí. Entonces ese amor a mí mismo no es sano. Y si es así tampoco podré amar bien a mi prójimo porque la medida de mi amor soy yo mismo. Es la manera cómo me quiero lo importante, porque así querré a los demás. Aprender a quererme es el comienzo de una vida sana. El amor propio es el pilar de la casa de mi alma, allí donde vivo y echo raíces. No podré tener compasión de nadie si no aprendo a tener compasión de mí mismo. Cuando logro mirar mi verdad, mis límites, mi pobreza sin rechazarme. Acepto mi pequeñez y comprendo que tengo que darle un sí a mi vida como es para poder crecer. Sólo así aprenderé a ser misericordioso con los demás.



[1] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[2] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[3] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[4] Shusaku Endo, Jaime Fernández, José Fernández, Silencio (Narrativas Históricas)

[5] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

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