Homilía del padre Carlos Padilla - 10 de octubre de 2021

Domingo 10 de octubre de 2021 | Carlos Padilla

XXVIII Domingo Tiempo ordinario

Sabiduría 7,7-11; Hebreos 4,12-13; Marcos 10, 2-16; Marcos 10,17-30

«Vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, era muy rico»

10 octubre 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Me pide que confíe y sonría, mientras mi alma canta. Y la paz se instala dentro de mí. Yo sólo quiero estar con Jesús y ser su amigo»

Me levanto despacio al ritmo de los sueños. Y sólo la ilusión de vivir me mantiene despierto. En cuanto las desilusiones adquieren fuerza en mí pierdo el aliento. Y la cima parece demasiado lejos, inalcanzable. No dudo del poder escondido de los sueños que un día sembró Dios en mi alma con mano sabia. Los dejó escondidos esperando a que yo, torpe y con manos frágiles, lograra encontrarlos debajo de la tierra de la desesperanza. Pero cuando los veo y siento que son posibles, algo nuevo surge con fuerza en mi interior. Cualquier dificultad, enfermedad, derrota son superables gracias a la fuerza que brota en mi interior al ver a Dios dibujado en mis sueños. Ahí me recuerda que soy lo más valioso que ha creado y que no debo tener miedo. Sí, el miedo es mi peor enemigo. Se aferra a mi piel con sus garras y no me suelta. El miedo teñido de desconfianza. No voy a poder, pienso, no seré capaz. Y luego el grito de otros que me dicen lo mismo. No valgo, no soy tan capaz como otros. Y no los oigo, no quiero oír sus voces que pretenden hacerme sentir menos. Yo sí valgo. No para todo, pero valgo. Y tengo un color, una forma de darme, una manera de amar originales. Todo en mí es único. No soy copia de nadie. No soy fruto de un molde. Sino de unas manos sabias que crearon mi vida a golpe de cincel. Sabias manos. Artesano Dios que supo sacar de mi alma una obra de arte. No desconfío entonces de su fe puesta en mí, aunque mis hermanos no crean. No me importa. Valgo más de lo que hubiera imaginado. Mucho más de lo que otros me han dicho nunca. Y tengo una misión. Soy enviado como un ángel entre los hombres. Con mi voz apenas audible, con mi mirada que casi no aprecia los contornos, con mis pasos que no logran llegar donde pretenden. El cansancio me oprime el pecho y el miedo. Sí, ese miedo al fracaso, a no estar a la altura. Pero es tan bonito pensar en los sueños que percibo dentro de mí. Oigo los aplausos de Dios cada vez que despierto. Como queriendo animarme a darlo todo con alegría y sencillez. Parece fácil. Pero me da miedo no poder, no llegar, no alcanzar. La misión es inmensa, y la mies también, como Jesús dice. Y los obreros pocos, me siento solo. Quisiera tener a muchos a mi alrededor para tanta tarea. La soledad con Dios, con Jesús mi amigo. ¿Por qué tengo miedo? Si supiera como funciona ese juego santo de soltar y abandonarme. Sí, soltar el control, el timón, la guía de mi propia vida. Y abandonarme en las manos de un Dios que me sostiene cuando yo creo que voy a hundirme, caminando sobre las aguas. No voy a tener miedo porque todo le pertenece a Él que me ha creado, me ha amado tanto. Me ha buscado por los bosques cuando me perdía y amaba fuera de mí lo que llevaba dentro. Pensando que reteniendo el reflejo de su belleza lograba sostener al Creador de todo lo creado. Y no estaba fuera, sino dentro. Tan dentro como el miedo y la soledad, como mis lágrimas y mis cantos. Guardo silencio hundiendo mi cabeza bajo el agua de mi pozo. Abro los ojos dentro para mirar todo lo que llevo guardado. Son mis tesoros. Mis alas y mis sueños. Mi alegría y mi risa. Mis anhelos y deseos. Todo dentro para que yo lo vea, lo ame y lo sostenga con cuidado. Dios me ha creado para una vida grande y vivo en ocasiones una vida mezquina. Desparramado en el mundo que me dice que llenará todos mis vacíos. Pero luego no lo hace, aunque lo sigue prometiendo. Y vivo así desarmado y solo. Queriendo retener amores humanos pasajeros. En los que nadie se da por entero. Por miedo a perder y no ser amado. Y vuelvo a mirar dentro de mí la vida a la que me llama. Ese Jesús mi amigo que quiere que viva sin miedo. O entregando mis miedos cada mañana. Abrazando la planta que surge con fragilidad dentro de la oscuridad de mi alma. Siembro estrellas en mi interior para que reine una luz cálida que llena mi corazón de esperanza, de abrazos y ternura. Tengo hechos mis sueños de pasos firmes y palabras que enaltecen. Y silencios que respaldan la vida de los que amo. Y todo parece comenzar siempre de nuevo. No hay nada perdido incluso cuando he caído derrotado. Porque cada día tiene un nuevo amanecer tan bello como el primero. Ya nada temo, miro a Dios en mi alma y sonrío con calma. Él me ha amado primero.

El futuro siempre es incierto y no sé dónde me lleva. Levanta preguntas aún sin respuestas y me deja con el viento rompiendo sobre mi alma. Es como un muro que no me deja ver lo que tengo delante, sólo veo el presente y el pasado. Sólo eso. Se reviste mi corazón de miedos insostenibles que turban mi ánimo. El futuro es la niebla que no me deja descubrir lo que tengo ante mis ojos. Sé que el sol amanece tras la penumbra. Me inquieta la bruma y puede quitarme la paz. Me desafía a vivir en presente ya que el miedo ante lo que viene puede quitarme esa capacidad con la que nazco. Quiero vivir cada día como un regalo sin sentir que lo que viene pueda frustrar mis sueños. El presente es lo más valioso que acarician hoy mis manos. En él puedo tomar decisiones. Puedo optar por un camino o por otro. Puedo retener con rabia lo que amo aferrado a mi tabla de náufrago. O puedo vivir con el alma libre y las manos abiertas soñando con el futuro y viviendo el presente lleno de esperanza. Siento que la vida es corta y al mismo tiempo puede hacerse demasiado largo. La forma de vivir cada momento es la que causa mi felicidad o mi amargura. No puedo controlar cómo van a ser todas las cosas. No soy el dueño de mi vida, de mis horas. Hay un camino incierto ante mis ojos. Lo acepto, lo asumo. Y dejo que entre en mi vida sin temor, aceptándolo todo: «Por ese simple gesto de aceptación el futuro entró a borbotones en sus vidas»[1]. Aceptar abre las puertas del alma. Negar la realidad me cierra ante lo que viene. Puedo enfrentar todas las situaciones posibles, incluso las más terribles y seré capaz de salir adelante. Tengo en el alma una capacidad de supervivencia inaudita. Creía que no era capaz de aceptar el dolor entre mis manos y sí lo soy. Soy más fuerte de lo que imaginaba. Más valiente y más recio. La vida dará muchas vueltas. Me pondrá en mi sitio una y otra vez. Me sentiré incómodo y violentado en muchas ocasiones. Y otras veces sentiré que puedo dar la vida sin temor a perderlo todo. Es escaso lo que puedo decidir cada mañana. Pero sí puedo cambiar lo que tengo cerca de mí, con mi mirada, con mis palabras y mis gestos. Puedo empezar siempre de nuevo a construir un mundo nuevo. Y puedo acabar lo comenzado cuando me haya quedado sin fuerzas. Siempre hay una oportunidad para sembrar de flores el camino. Aceptar la vida como es suele ser el comienzo de mi felicidad, el inicio de mi destino. Aceptar que no puedo cambiar las cosas que no dependen de mí. Sé que hay otras cosas que sí puedo mejorar, esas que suceden a mi alrededor y son parte de mi historia. Pero muchas se me escapan. Son las aguas del río que trascurre ante mis ojos. No tengo miedo. Nada puede hacerme daño cuando tengo mi confianza puesta en Dios, en María. Basta con repetirle a Dios cada mañana que sí, que lo quiero y deseo estar siempre a su lado. No hay cruces que Dios me mande. Solamente hay enfermedad y muerte en el camino que pertenecen a mi naturaleza caduca. Hay fracasos y abandonos. Sólo hay una vida imperfecta donde las piezas de mi alma no encajan todas perfectamente y duele todo por dentro. Y ese dolor profundo me hace más fuerte o me mata, depende mi actitud interior, de mi mirada. Por eso me detengo ante el futuro sonriendo, sin hacer muchos planes, sin pensar demasiado. Echando de menos y dejando que el alma se apegue al presente y eche raíces. No quiero que Dios se ría de mis planes, son locos. Sólo sé que en todos esos planes no estoy solo, Él va conmigo y sostiene mis pasos. Y me alienta a vivir con alegría en todo momento sin desfallecer, sin ponerme triste. Sé que las cosas no son todas del color que yo deseo. Y las personas no reaccionan todas como a mí me gustaría. Tardan en sonreír, en contestar, en acoger. No saben abrazarme cuando necesito un abrazo. Siento que se me escapan los días, el tiempo pasa muy rápido. Pero no por eso me asusta que la vida llegue a término. Dios sabrá lo que hay al otro lado del río. Simplemente me dejo hacer por Dios y acepto que mis pasos son estos, los que ahora beso, los que ahora surcan la tierra. Y entra el sol a raudales en la penumbra de mi alma. Sonrío. No me asusto ante lo que pueda venir. Sé que será todo para un bien mayor porque de todo lo que sucede puedo aprender, crecer y llegar a ser más santo, más niño, más feliz. La vida se despliega ante mis ojos y me da mucha paz saber que puedo ser feliz en cada instante, viviendo con fuerza en presente. Abrazo las mañanas seguro de tener en mi poder la luz de un nuevo amanecer. Sonrío convencido de que todo va a salir bien, aunque ahora parezca todo lo contrario. Puedo enmendar mis errores y sanar las heridas. Puedo pedir perdón y perdonar una y mil veces. No me asusta la vida que se entrega y se pierde. Por amor merece la pena perder los días. No le tengo miedo a los imponderables que brotan en la tierra de mi alma. Espero un mañana mejor y un mejor presente. Y sonrío a los ojos que me miran, no me hace daño nada de lo que hoy siento. Sólo Dios salva y guía mis pasos. Eso me alegra, eso me basta.

Dicen que en Fátima María se hizo presente a unos pastorcillos. Unos niños que sólo sabían cuidar ovejas y mirar al cielo. Ante ellos Ella se apareció en un campo, entre los árboles. Y los miró conmovida, emocionada, al ver su alma tan pura, tan de Dios, tan vacía de orgullos y egoísmos, tan llena de risas y alegría. Por eso hoy, al recorrer esta tierra de María, siento que el corazón se ensancha y se vuelve como el de los pastorcillos. Ellos guardaban en su interior el color del cielo, el olor de la tierra mojada y fecunda y la música tranquila que calma el corazón. Al recorrer sus mismos pasos siento que puedo decirle que sí a Dios como lo hicieron ellos, en medio de los árboles, donde María se eleva y me mira de nuevo. Como cada vez que llego a Ella al final de mi camino. Me gusta el olor a tierra de Fátima, el olor a lluvia y a oveja, el olor a campo y a explanada de peregrinos. Me alegra volver a ver que es en lo más sencillo es donde Dios deja su mensaje y encaja perfectamente. Ha revelado estas cosas a los pobres e ignorantes, no a los sabios engreídos. En las manos de unos niños enamorados de la vida quiso María poner su morada. Como Dios un día puso morada en el vientre puro de María. Esos pastorcillos vivían cada hora con intensidad y reían, rezaban y jugaban. Unían todo en sus almas sanas y puras. Y querían ser santos. Eran sólo unos niños que pretendían lo imposible, llegar al cielo y ser amigos de Jesús para siempre, pasar las horas a su lado, alimentarse de su presencia. Y entonces el cielo, en medio de nubes y claros, descendió hasta ellos. Bendita locura de los niños que ven más que los adultos. Por su mirada, por su fe se abrió una puerta inmensa que sigue llevando hoy a lo más alto. Bendita inocencia que me hace desear ser más inocente. Ellos, incapaces de dar testimonio de ellos mismos, se dejaron hacer por Dios y anunciaron las glorias de María, siendo sólo niños. Esa pretensión que sólo tienen los que no conocen las dificultades del camino y confían ciegamente sin temer la vida se hizo realidad en esta tierra oculta entre valles y montes, entre ovejas. Así suele ser siempre con los que son pequeños y caen una y mil veces en el camino. Esos pequeños que siguen creyendo que pueden ser santos cuando sus obras no son suficientes. Me siento como ellos, pequeño, incapaz de subir la montaña y asaltar el cielo. Siento que soy niño muy dentro, aunque finjo ser adulto y prudente. Pero cuando caigo vivo la misma torpeza de los niños y lloro por dentro, más por orgullo por haber fallado, que porque sienta que ha causado heridas a alguien. Es tanta la vanidad y tanto el orgullo. Me siento como esos pastorcillos que se arrodillan emocionados ante María queriendo abrir el cielo con las manos, haciendo palanca con el alma. Empujando con su ingenuidad, esa misma que yo tantas veces he perdido. Pretendo agarrarme al cielo a fuerza de golpes de voluntad, deseo inútilmente lo imposible. Miro a María subida a su árbol, en mi campo de ovejas, allí donde me siento niño de nuevo y me arrodillo entre lágrimas, escuchando el canto que me eleva, el de los niños alabando a María. Y creo que puedo abrazar la cima con mis brazos tan pequeños. Y creo que puedo amar a tantos cuando soy tan torpe para amar a algunos. Me veo tan egoísta en todo lo que busco. Yo visto de deseo de Dios lo que son sólo mis pretensiones. Digo que estoy siendo generoso, mientras peco de egoísmo. Es más bien mi deseo el que se impone dentro de mis luchas, lo reconozco. Una y otra vez siento que mi aparente entrega es búsqueda de reconocimiento, de aplauso y aceptación por parte de los hombres, más que de Dios mismo. ¿Cuánto tengo que hacer para que el mundo me ame sin pausa, sin descanso? ¿Cómo de perfecto he de ser para que los demás me sigan queriendo imitar mi perfección? ¡Qué tontería pensar que la perfección es lo que el mundo persigue! Es mentira. El mundo busca lo contrario a lo que vive. Y se frustra con su propio pecado exigiéndoles a los demás que den la talla. Pero me canso de pretender ser perfecto, no puedo y Dios no lo quiere. Por eso hoy vuelvo a mirar a María en Fátima conmovido. Escuchando la voz de los niños que se entregan, sin pedir nada, sin exigir nada. Me uno a la voz de los pastorcillos que se eleva como un canto. Esos pastorcillos que querían tocar el cielo con sus manos tan frágiles. El Ángel les dio la vida, la paz, a Jesús mismo hecho carne para el camino. No importaba tanto ser intachables en su moral. Lo importante era vivir de tal manera que no perdieran nunca sus ojos de niño. Es tan sólo eso lo que basta para ser llevado al cielo. No perder nunca el tamaño de los niños y dejar que María me eleve, me tome en sus brazos rumbo al cielo, peso muy poco. Y así, cobijado en sus brazos de Madre, seguro en mi abandono, me presento ante Dios. Desprovisto de méritos, mi alma manchada, muchos sueños rotos, muchas heridas en el alma. Me presento con mi ropa de niño sucia y gastada, he corrido mucho jugando en la vida. He vivido la vida sin miedo, sufriendo tantas caídas. Sigo cuidando mis ovejas, no me pide Dios que haga otra cosa en medio de mi valle, de mi campo y de mis árboles. Me pide que confíe y sonría, mientras mi alma canta. Y la paz se instala dentro de mí. Ya sólo quiero estar con Jesús y ser su amigo, como ellos.

En la vida de Jesús me conmueve siempre la historia de ese joven rico sin nombre que tenía miedo. ¿Volvería más tarde a Jesús para seguir sus pasos? Nunca lo sabré. Ojalá lo hiciera. Él quería ser santo y tocar el cielo. Quería cumplir y llevar a la vida los deseos más leves de Dios: «En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: - Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?». ¿Qué tengo que hacer yo? ¿Hay que decir que sí o que no a lo que me piden? ¿Hacer caso a mis deseos o reprimirlos para que no molesten? ¿Intentar cumplir todo para ser perfecto o dejarme hacer por Dios ablandando mis resistencias? Me gusta el joven rico. Se piensa que era joven y tenía toda la vida por delante y corazón de niño. Pero no le bastaba con la vida en esta tierra, quería conquistar el cielo. Por eso se acerca a Jesús y le pregunta, quiere saber. Esa pregunta me despierta por las mañanas. ¿Qué quiere Dios que haga hoy? ¿Dónde quiere que vaya, que esté, que viva y ame? Las preguntas se agolpan en el alma y me turban. Estaría dispuesto a dar la vida, pero darla siempre duele y guardarla es más cómodo, más apacible, más sencillo. Hoy escucho: «Supliqué, y se me concedió la prudencia; invoqué, y vino a mí el espíritu de sabiduría. La preferí a cetros y tronos, y, en su comparación, tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro, a su lado, es un poco de arena, y, junto a ella, la plata vale lo que el barro. La quise más que la salud y la belleza, y me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos». La sabiduría y la prudencia antes que todo el oro del mundo. Antes que las ganancias que puedo conseguir con mis talentos, con mis bienes. Quiero dejar huella con mis obras, quiero cambiar este mundo con mi esfuerzo. Y luego sé que tan solo permanece el olvido, el silencio, el vacío. Incluso me recuerdan mal o se quedaron con una parte de mí y la interpretaron. O mi fama va cambiando, para bien o para mal. Y todo lo que construyo queda destruido con el paso del tiempo. Y no hago nada importante. Y no dejo un legado por el que haya merecido la pena vivir. ¿Qué tengo que hacer…? Quedan las palabras flotando en la neblina de esta vida, en la humedad del amanecer. Cuando el día cae ya muriendo. Y siento que deseo algo eterno, el amor y la vida, un cielo ganado o conquistado. Y que mis obras logren lo que Dios me pide. ¿Qué quiere Dios que haga? Resuena su voz dentro de mi alma. Prudencia, sabiduría, luz, paz, presencia de Dios muy dentro que me calma en todos mis afanes. No tengo miedo porque sé que no podré añadir un solo día a mi vida. Y al final simplemente quedará lo que he amado, lo que he entregado. Es lo que merece la pena, lo que de verdad importa. Hoy escucho en el salmo: «Sácianos de tu misericordia, Señor. Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor. Ten compasión de tus siervos. Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Danos alegría. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos». Misericordia, sensatez, compasión, alegría y júbilo. Que la bondad de Dios me llene el alma. Todo lo que hoy escucho es lo que pido. No quiero bienes porque el dinero y los logros no me harán feliz, aumentarán solo mis preocupaciones. El amor de Dios me cambia por dentro. Él puede hacerlo y volverme prudente y sensato. Puede hacer que elija y haga lo que me hace bien y me da paz. Que no me empeñe en obsesiones que me intranquilizan. No puedo cambiar el mundo entero y no puedo hacer posible lo que los demás me exigen. Alguien malinterpretará mis gestos y no por eso habrá sido en vano toda mi entrega. Me juzgarán los hombres pero el juicio que vale es el de Dios. Yo sólo tengo que caminar con un corazón sabio y prudente. Pidiéndole a la vida lo que pueda darme. Sin pretender que todo sea como yo creo mejor, de acuerdo con mis deseos. Es vanidad pensar que soy perfecto. Los años me pueden hacer más sabio o todo lo contrario. De mí depende que pueda aprovechar las cruces y heridas para crecer o para hundirme en lo hondo de mi amargura. Si aprendiera a vivir podría ser una buena ayuda para el niño que comienza su camino. Si aprendiera a no buscarme a mí mismo en lo que hago y digo. Y si supiera que no tengo que hacer nada especial para que Dios me ame. Él ya lo hace aunque yo no haga nada, aunque nada entienda. Me gustan los sueños que leo entre líneas, mientras Dios me habla y me toma de la mano. Un poco de sabiduría preciso para entender las respuestas. Sólo mi sí o mi no pueden alterar el camino. Y no importan las caídas siendo yo tan pequeño. El joven rico quería conquistar el cielo con violencia, la misma eternidad. Necesitaba respuestas porque se encontraba perdido. Tal vez me hacen falta preguntas como esta para empujarme en la vida. Me pongo en camino y todo parece fluir delante de mis ojos. Acallo mis deseos y me siento muy pequeño. La realidad es que merece la pena suplicarle a Dios sabiduría para entender su voz. Su Palabra me parte por dentro ayudándome a seguir sus deseos «La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón. No hay criatura que escape a su mirada. Todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas». Sueño con un corazón abierto para escuchar sus palabras. Y siento el silencio de su amor presente en medio de mi alma.

Ya conozco los mandamientos desde niño. Sé lo que está bien y lo que está mal. Lo que debo hacer y lo que debo evitar. Para contentar a Dios, o a mis padres. Conozco el camino correcto, el sentido adecuado, el rumbo marcado por Dios y la meta soñada. Hoy Jesús me lo explica: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre». Sé lo que tengo que hacer para ser bueno, para sembrar el bien con mi vida. ¿Basta con ser bueno? Es importante ser una buena persona y hacer el bien. Tengo claro lo que no debo tocar en esta vida. He escuchado tantas veces esos mandamientos de Dios que los llevo grabados en el corazón y en la mente. Pero luego me olvido y peco, me alejo y me pierdo. ¿Qué me impide realizar lo que Dios quiere? ¿Qué quiere en cada recodo del camino? No es fácil hacer el bien, porque queriendo hacerlo, surge en mi alma el mal que no quiero. Y si los cumplo, si respeto sus deseos a cada paso. ¿Me basta con cumplir esos mandatos de Dios para ser feliz, para ser eterno? A veces sus prohibiciones me duelen por dentro porque implican una renuncia en mi vida, un sacrificio. Se me anima a no amar nada por encima de Dios. ¿Cómo es posible medir ese amor que deseo? Me dice Dios que no puedo robar lo que no me pertenece. ¿Acaso no robo muchas veces sin sentirme culpable, haciendo daño a otros? Sé que no puedo matar la vida de otros, su fama, su nombre. Y yo me erijo tantas veces en juez de vivos y de muertos. Acabo siendo capaz de romper la vida de los otros, por mi torpeza, por mi debilidad. Me anima Dios a no cometer adulterio deseando lo que no es mío. Pero tengo claro que el solo deseo es impuro y adúltero. Me dice Dios que no puedo dar falso testimonio ni mentir. Y tantas veces huyo de la verdad escondiéndome bajo la sombra de la mentira. Se me invita a no estafar a los hombres. Y yo lo hago buscando mi propio bien y dejando a un lado el bien que busca mi prójimo. Tengo que honrar a mis padres y no ignorar sus deseos y necesidades, amándolos incluso aunque en mi infancia y juventud sienta que me han hecho daño. Pero quiero vivir con altura y quererlos en cualquier etapa de su vida. Veo en Dios una red de prohibiciones, de mandatos que habitan mi alma desde que soy consciente. Se graban en mi piel para siempre. Se quedan dentro de mí y me hacen incapaz de amar hasta el extremo. ¡Qué fácil es incumplir los mandatos! Estoy inquieto y veo que esos mandatos sólo me quitan la paz y me hacen vivir con miedo al castigo, al olvido. ¿Realmente veo que me hacen feliz? ¿Me hace feliz vivir dentro de esos límites como mi camino de salvación? Resuena la pregunta de Jesús. ¿Acaso no intento cumplirlo todo? Y contesto como el joven rico: «Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño». Cumplir tal vez no basta. Es un camino de paz, eso lo tengo claro. El que no miente vive en la verdad y la verdad me hace libre y feliz. Cada vez que miento, difamo a mi prójimo, hablo mal de los que me rodean, urdo mentiras para lograr mi beneficio. Cada vez que pongo mi interés y el cumplimiento de mis planes por encima del bien de mi hermano. Cada vez que me amo a mí mismo y mis proyectos más que a Dios. En esos momentos, presa de mi egoísmo, no soy feliz. El corazón temeroso no quiere perder su vida y vive con angustia. No ama, no se entrega, no se rompe para que otros vivan y crezcan. Decía el P. Kentenich: «Si el amor instintivo no es sano, se convierte en egoísmo. Si en nuestro desarrollo nos hemos saltado la dimensión del amor instintivo, podemos estar seguros de tener en nuestro interior algo de vida psíquica enferma, algo de trastorno obsesivo»[2]. Un amor egoísta me cierra. Cumplir los mandamientos me abre. Me saca de mi egoísmo y mi mentira para estar presente y abierto a mi hermano. El amor me saca de mis penumbras y me lleva por parajes llenos de luz. Es lo que deseo por encima de todo. Cumplir lo que Dios me pide no es una cadena que me condena a la esclavitud. Es más bien un camino libre y amplio en el que me encuentro con su amor y soy capaz de amar de forma generosa y única. Amar así es lo que el corazón desea. Y vivir con paz en el alma sabiendo que el amor de Dios va a llenarme de esperanza en medio de incertidumbres. ¿Qué tengo que hacer? Cumplir lo que Dios me pide.

En ocasiones no basta con cumplir, con obedecer, con no pasarme de los límites marcados para tocar el cielo. No basta con hacer las cosas bien, con no pecar. Hay momentos en los que esa no es la pregunta. Porque el joven rico sentía que hacer todo bien no era suficiente para ser feliz. No le llenaba el alma cumplir todo lo que Dios había prescrito para los hombres. Él necesitaba dejar atrás algo más: «Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: - Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dales el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico». Desde pequeño había cumplido todos los preceptos de su religión judía. Pero estaba infeliz, insatisfecho. Y por eso pide más, quiere más. Siente que hacer lo de siempre no es bastante. Cumple los mínimos pero él tiene algo en el alma que le deja intranquilo. Vive inquieto buscando respuestas y ha visto a Jesús por los caminos. Quizás ha sido curado de algo por Él. O simplemente sus Palabras llenas de vida han tocado su corazón necesitado. En la vida es así, cuando veo algo grande ya no puedo conformarme con una vida pequeña, llena de mínimos y mediocridad. Y Jesús lo mira conmovido. ¿Qué daría yo por sentir esa mirada cada día? Jesús se conmueve ante la inocencia de ese joven, ante ese corazón que busca la santidad, la plenitud. Y entonces, no a todos, pero sí a él, sí a algunos, Jesús les pide dejarlo todo atrás para seguir sus pasos. El seguimiento radical es difícil y Jesús lo sabe: «¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios! ¡Qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios». El joven rico no puede dejarlo todo porque tiene mucho. Es muy rico y unas cadenas férreas lo sujetan a su vida de ahora. Y los discípulos se preguntan cómo es posible la salvación: «Entonces, ¿quién puede salvarse? Jesús se les quedó mirando. y les dijo: - Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo». Dejarlo todo es imposible para el alma que ama el mundo. Así lo sentía el joven que buscaba a Dios. Dejar la vida que lleva supondría hacer muchos cambios y él no puede. Quizás buscaba respuestas más sencillas o simplemente unas recetas que le allanasen el camino y le mostrasen la ruta a seguir. Pero dejarlo todo es mucho. Entonces, ¿quién puede heredar la vida eterna? Es imposible para los hombres pero no para Dios. Dios puede hacer posible que renuncie a todo por amor. Puede hacerlo Él y la vida eterna es un don suyo, no el pago por mi esfuerzo y generosidad, eso ya me queda claro. Pero la verdad es que muchos discípulos habían dejado atrás su familia, sus redes, o su barca por seguir sus pasos: «Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido». Dejaron atrás otros planes y proyectos y amaron a Jesús siguiendo su camino. ¿No eran tan ricos como el joven rico? Quizás en el joven rico había demasiado apego a la vida que llevaba, puede que a su comodidad y estabilidad. Y su corazón estaba demasiado atado y no se sentía libre para abandonarlo todo y confiar. Tenía muchos ideales y al mismo tiempo lo ataban demasiadas seguridades. Es difícil liberar el corazón atado. Comenta el P. Kentenich: «Deben esperar sabe Dios cuánto tiempo para conducir a una persona joven hacia esa altura del amor desinteresado»[3]. Idealismo y ataduras. No es fácil educar en un amor generoso y desinteresado. Un amor que no se busque a sí mismo. Los discípulos renunciaron a sus propios planes para hacer propios los planes de su amigo Jesús, de su Maestro. Son capaces de un amor inmenso. Lo dejan todo porque sienten, cuando son llamados, que no les basta con cumplir las normas. Por eso se ponen en camino siguiendo sus pasos. Saben que sin Jesús no pueden vivir y por eso lo siguen. No piensan en la recompensa y Jesús se los deja claro: «Os aseguro que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones, y en la edad futura, vida eterna». A los que lo han dejado todo les promete el cielo, la felicidad, la abundancia. Y también persecuciones y cruz. Así les va a sus amigos, sufren el dolor. Pero al final el cielo y la abundancia en la tierra, ahora. Porque vivirán sin ataduras, sin presiones, con libertad. Me gusta esa mirada de Jesús hoy sobre mí pidiéndome lo mismo que al joven rico. Y yo, como él, me siento inquieto y rico. Necesitado de cambios y apegado a la estabilidad. No quiero soltar nada por miedo a perderlo todo. Quiero la felicidad aquí y en el cielo. No estoy dispuesto a renunciar a nada. Le pido a Dios que rompa mis cadenas y me libere. Quiero decirle que lo seguiré a donde vaya.

 



[1] Marian Izaguirre, Los pasos que nos separan

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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