Homilía del padre Carlos Padilla - 14 de febrero de 2021

Domingo 14 de febrero de 2021 | Carlos Padilla

VI Domingo Tiempo ordinario

Levítico 13, 1-2. 44-46; 1 Corintios 10, 31 - 11, 1; Marcos 1, 40-45

«Si quieres, puedes limpiarme. Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo:             - Quiero, queda limpio»

14 Febrero 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«El amor que no se cuida se muere, el que no se acaricia con suavidad se vuelve áspero y duro. La planta que no se riega se acaba secando. El jardín que no se cultiva se convierte en erial»

No sé muy bien si busco agradar a los hombres más que a Dios. A menudo intento cuidar esa imagen que proyecto. Como decían en una película: «Perciben la imagen que proyectamos». Ven lo que proyecto. Si tengo miedo perciben mi miedo. Si me siento inseguro palpan mi inseguridad. Si pienso que voy a fracasar percibirán mi temor ante una posible derrota. Lo que proyecto es lo que cuenta. Pero no puedo vivir queriendo proyectar una imagen perfecta e inmaculada, eso me desgasta y acaba matando por dentro. No puedo depender tanto de cómo me ven los demás, de cómo me valoran. No puedo vivir haciendo encuestas para saber mi popularidad, buscando un amor que no siempre recibo en la medida que deseo. Decía el P. Kentenich: «Les pido encarecidamente que sean independientes frente a los juicios humanos. Si yo no hubiese sido absolutamente independiente frente a los hombres, todo habría fracasado. Pero yo siempre pensaba: esto corresponde al deseo de Dios»[1]. El mundo espeja mi imagen. En él me veo reflejado. Y no siempre me gusta lo que veo. La imagen que me dan los demás de mí mismo no siempre coincide con la realidad. Decía el siquiatra Enrique Rojas: «Todos tenemos tres caras: lo que yo pienso que soy (autoconcepto), lo que los demás piensan de mí (imagen) y lo que realmente soy (la verdad sobre mí mismo)». yo veo una parte de mi verdad, pero a menudo esa imagen viene distorsionada por mis experiencias vitales desde niño. Lo que he percibido. La aceptación o el rechazo. Las críticas o los halagos. Todo va formando una imagen de mí dentro de mi alma. Me veo de una forma y a veces esa manera es errónea. No soy tan torpe como me han dicho desde pequeño. Ni tampoco soy tan mentiroso. A lo mejor no soy tan ingenuo ni tan duro. He recibido golpes y me han ido haciendo de una manera. Me percibo peor muchas veces de lo que realmente soy. Necesito entonces a personas junto a mi que me quieran y me digan quién soy y cómo me ven. Necesito ojos que me vean como me ve Dios. No es tan sencillo tener amigos buenos que me quieran y acepten en mi verdad. Padres que me hablen y me miren como un hijo precioso. No es fácil que la persona que más me ama sepa decirme cómo soy, a veces puede estar contaminada por experiencias recientes que le llevan a ver sólo un parte de mi verdad. Entonces necesito hacer un camino más profundo, buscar en mi interior mi verdadero yo, mi imagen más auténtica, mi verdad sin ropajes, sin tatuajes, sin máscaras. Mi verdad desnuda, sin arreglos ni mentiras. Lo que los demás piensan sobre mí a menudo no me ayuda. Porque no me conocen de verdad y se quedan en lo que proyecto, en lo que han oído sobre mí, en lo que han percibido de forma sesgada. Han escuchado algo, han leído algo escrito por mí, o dicho por mí. Lo interpretan y creen poseer un juicio exacto y verdadero. Pero sólo tienen una parte de mi verdad, el lado visible, pero no toda la verdad. Y quizás su mirada exagera, y no ve nada más que ese aspecto. Se queda a mitad de camino para llegar a la verdad que llevo dentro. No me vale con lo que otros dicen sobre mí para saber cómo soy. Me ayudan los que están más cerca de mí y han visto todos los lados ocultos que muchos no ven. Conocen mi pecado, mi debilidad, mis pasiones, mis tensiones internas, mis conflictos profundos. Han palpado mi debilidad y me han visto desvalido, enfermo, necesitado, débil, confundido. Han percibido que no lo hago todo tan bien como intento mostrarle al mundo. Aman mi lado más humano y me lo recuerdan para que me conozca bien, para que sepa quién soy en realidad. Esa verdad de los demás me ayuda. Pero luego tengo que dar un paso más y adentrarme en mi alma. Allí vive Dios oculto en mi pobreza, amando mi rostro de niño que quiere entregarse sin máscaras, en su debilidad, al Dios de su vida. Ese Dios al que amo me refleja mi verdadero yo. Necesito hacer silencio para encontrarme conmigo mismo en el rincón más oscuro y valioso de mi alma. Allí donde sólo puedo adentrarme yo, de rodillas, dispuesto a amar el rostro que reconozca como el mío. Sin miedo a lo que pueda ver. Sabiendo que sea lo que sea es lo que Dios más ama.

La fiesta de la Candelaria es la fiesta de la luz. Brilla la luz de Cristo que le permite a Simeón descansar en paz después de haber visto al Salvador. Una espada atravesará el corazón de María y al mismo tiempo brilla la luz para el mundo. Jesús es presentado en el templo y mi corazón confía en que la salvación ya está aquí. Me gusta esta fiesta en la que se consagra al Niño Jesús a Dios. El hijo de Dios puesto en sus manos, elevado al cielo. Me gusta esta fiesta en la que llevo mi deseo de ser totalmente de Dios como decía S. Nicolás de Flue: «Señor mío y Dios mío, aleja de mí todo lo que me aleje de ti. Señor mío y Dios mío, concédeme todo lo que me acerque a ti. Señor mío y Dios mío, líbrame de mí mismo y concédeme poseerte sólo a ti». Vivir consagrado significa querer pertenecer por entero a Dios. Lo que se consagra a Dios deja de ser pagano para estar santificado. Por esa presencia de Dios que todo lo transforma. Mi vida consagrada es el deseo de niño de dejar que Dios me cambie y me llene de luz. Decía Sor. Verónica Berzosa, fundadora de la congregación Iesu Communio: «Donde hay Eucaristía no puede haber jamás decaimiento ni desánimo». La comunión, la eucaristía encienden una luz en mi alma. En este tiempo de pandemia hemos sufrido muchas veces no poder comulgar de forma presencial. Sólo los sacerdotes pudimos hacerlo siempre. Es duro notar esa distancia. Creo que la eucaristía ha tomado un lugar más importante en nuestra vida. A través de la pantalla ha llegado Dios a mi hogar, a la mesa familiar de cada día. Dios ha entrado en mi casa. Y de esta forma la eucaristía, con esa presencia real de Jesús en mi vida, me fortalece. Donde hay eucaristía no hay decaimiento. No me desanimo. No pierdo la esperanza cada vez que comulgo, que adoro a Jesús en el silencio. En Él encuentro la luz, la esperanza y el corazón confía como un niño en su padre. Es lo que hago de rodillas, humillado, pequeño ante ese Jesús que viene a cambiarme la vida. Le pertenezco a Él y estoy lleno de esperanza. No quiero dejar que me turben los miedos de este mundo. No quiero que el desánimo se apodere de mi voluntad. Cuando me consagro a Dios me aparto en cierto modo del mundo. Dejo sus juicios, sus adiciones, sus pasiones desordenadas. Es lo que intento al poner mis ojos en ese Jesús que se eleva como una luz ante mi vida. Pero, al mismo tiempo, no dejo de ser parte del mundo. No dejo de amar a los hombres y esta tierra que habito. Tengo mis raíces ancladas en lo profundo, ahí crezco y me hago humano. Sé que le pertenezco a los míos, a los que habitan en este entorno que me rodea. Mi vida no consiste en apartarme del mundo para buscar la paz interior. Claro que a menudo necesito hacerlo porque vivo desparramado tratando de solucionar mil problemas. Son momentos de paz, de soledad, tiempos sagrados. Momentos que tengo que cuidar si no quiero perder el centro. Sin ese solaz de la eucaristía, de la adoración, vivo descentrado y sin rumbo, sin un sentido. Pero aún así mi vocación me lleva a amar en lo concreto, como Jesús, en lo humano. No me alejo de los que sufren, porque convivo con ellos. Decía el P. Kentenich: «De nuestra parte no sería un amor cálido a Dios si, por ejemplo, por un lado estamos en los grados más altos del amor a Dios pero, por otro, aquí abajo vivimos en desunión y diciéndonos: - Yo pertenezco ahora a Dios, así que ¡nada de amor humano! Así solemos figurarnos a menudo la espiritualidad, ¡una concepción radicalmente falsa!»[2]. El amor humano me tiene que llevar a Dios como un lazo que el tiende sobre la tierra para que no me olvide de Él. Sé que estoy anclado en su corazón, porque le pertenezco. Y desde ahí me es más fácil amar bien, de forma más ordenada. Quiero tener luz en mi alma y esa luz me viene de Dios. Cuando vivo en Él y respiro por su corazón. Cuando tengo sus criterios y su forma de vivir la vida. Cuando sé por qué vivo y qué cosas son las importantes. Pero no siempre es tan fácil. No sé vivir muy bien esa tensión que se da entre Dios y el mundo. Siento que en este mundo que habito parece no estar Dios presente. No está en medio de tantas desgracias, cuando el mal parece imponerse. Y me parece que es el mundo el que le ha cerrado la puerta a lo divino. El hombre de hoy se ha consagrado a la vida caduca y ha dejado de mirar al cielo. Yo no quiero vivir así. Miro a lo alto, contemplo el corazón de Dios y, anclado en Él, no pierdo de vista la tierra. Sé que la vida para la que vivo es la que no morirá nunca. Porque esa vida es para siempre. Mientras tanto vivo consagrado sin dejar el mundo, amando en lo humano, sin desentenderme de los problemas que también son míos. No me escondo en ese espacio de paz interior para no ocuparme del que sufre, del que está solo. Mi amor a Dios me lleva a amar con más fuerza a los hombres. Los amo en su realidad sin perder la paz. Porque mi mirada es más profunda o llega más lejos. No quiero dejar de confiar en ese Dios que en medio de un mundo que va a la deriva no se aleja. Viene a mí. Él me ha consagrado para que no se apague nunca la luz de mi alma.

¿Es necesario que haya siempre un día de los enamorados en el año? ¿Hace falta contar con un día que tal vez parece demasiado comercial, impuesto desde fuera? No sé si hace falta, pero me conviene. Es una oportunidad más que Dios me regala para cuidar mis amores. Es cierto que me conviene tener fechas especiales para decirles que amo a quienes amo, para mostrarlo con hechos, con gestos, con abrazos, con una delicadeza especial, con creatividad. Con frecuencia digo amar mucho, pero luego no cuido a los que están a mi lado. No sé qué les ocurre, qué sueñan, qué esperan, por qué sufren. Hoy me pregunto: ¿Qué necesitan las personas a las que amo? ¿Por qué motivos están sufriendo, qué les falta, qué les inquieta, qué les preocupa? ¿Cuáles son sus temores y angustias? ¿Qué hago yo para calmar sus miedos y ansiedades? ¿Cómo les recuerdo cada día que no tienen por qué temer porque yo los amo y Dios a través de mi amor les manda un abrazo? Tal vez es que me cuesta decir que amo a quien amo y demostrárselo. Decírselo una y mil veces, sin cansarme. Me gustaría lograr que se sienta siempre amado por mí. Quiero que palpe y acaricie cuánto lo necesito en mi vida. Me acostumbro a amar a alguien y me olvido de hacer fiesta en días especiales o en días normales, de diario. Se me olvida su cumpleaños, o su onomástico, o el aniversario de boda. No celebro la historia sagrada que juntos vivimos, no agradezco a Dios o le alabo por cada día nuevo que abre ante mis ojos en el que me invita a amar y a dejarme amar. Dejo pasar fechas importantes en mi historia familiar. Y digo que no soy detallista y por eso me olvido. Pero eso no basta como excusa en el amor. El amor que no se cuida se muere, el que no se acaricia con suavidad cada día, se vuelve áspero y duro. La planta que no se riega se acaba secando. El jardín que no se cultiva se convierte en erial. El árbol que no se poda no crece con orden. Así es el amor que siento y el que recibo. Es un amor que se despierta cada mañana con sed. Y si no se sacia la sed acaba muriendo seco. Quizás venga bien una vez al año decretar que un día cualquiera es el día de los que aman y de los que son amados. Todos lo pueden celebrar, porque todos aman de alguna forma, mal o bien, de forma libre o enfermiza. Y todos pueden sentir algún amor en sus vidas, aunque con frecuencia no parezca ser suficiente. Me siento amado en cierta medida y quiero más. Amo de alguna manera y busco más. Este día de los enamorados me confronta con mis límites. Me cuestiona y me inquieta. Decía el P. Kentenich: «La mayoría de la gente ya no sabe lo que es amor, porque lo han experimentado muy poco»[3]. Un día de los enamorados para los que lo han experimentado poco parece cruel. Pero tal vez es un acicate para amar más. Puede ser que me cueste mucho dejarme amar y que me lo digan o demuestren. Y huyo del amor, de mí mismo, de los gestos de cariño, de la ternura excesiva. Un amor que no se cuida languidece. Un amor que es rechazado también acaba muriendo. Decía el P. Kentenich: «Hay que despertar en nosotros la capacidad de amar. Por eso en nuestra Familia hay un gran ideal y proyecto: ser capaces de amarse humanamente los unos a otros. Porque pretender mantenerse unidos sólo por un absoluto amor a Dios es algo que no se sostiene en la vida concreta. Porque el corazón ha de encenderse también por el amor humano. Así entonces tendremos un órgano preparado para percibir y abrazar al Amor Eterno»[4]. Tengo claro que sin ese amor humano no sé cómo amar a Dios. El amor humano se celebra en gestos, en días, en fechas importantes. Se cuida con ternura, en la intimidad, en ese compartir fraterno y profundo. Puede que mi familia no me haya enseñado a amar cuando era niño. Puede que en mi hogar no haya palpado esa importancia de los gestos y los detalles y no haya sido nunca cariñoso. No importa, siempre puedo empezar de nuevo y aprender. Puedo crecer en el amor como decía el Papa Francisco en la Exhortación Amoris Laetitia: «La fuerza de la familia reside esencialmente en su capacidad de amar y enseñar a amar. Por muy herida que pueda estar una familia, esta puede crecer gracias al amor». Necesito aprender a amar en lo concreto, en lo humano. Este día de los enamorados me cuestiona y me invita a crecer. ¿A quién amo de verdad? ¿A quién podría amar mejor? ¿Cómo demuestro a quien amo cuánto lo amo? Pasan las oportunidades de demostrar el amor y me acostumbro a no ser detallista, ni creativo. Y la vida se me escapa entre los dedos porque todo pasa muy rápido. Y huyen esos días concretos que me da Dios para amar, para entregarme con ternura y cariño a los que amo. Puedo aprender a ser creativo. Puedo crecer en mi forma de demostrar cuánto amo. Puedo ser más cuidadoso y detallista. Puedo preguntarle siempre a quien amo cómo se siente, qué le falta, qué necesita. Siempre puedo amar más, lo sé.

Me quieren convencer de algo que no es real. Quieren que crea que no hay límites en esta vida. Que si algo lo deseo con mucha fuerza lo puedo conseguir. Que si creo que algo puede ser posible, lo acabará siendo. Pero no es verdad. Hoy cuesta asumir la propia culpa, aceptar los errores, reconocer la responsabilidad. Normalmente le pido a los demás que den la cara y pidan perdón por sus errores. Pero yo acallo mis errores, oculto mi culpa, tapo mis límites. Se me olvida quién soy. Sólo soy un hombre frágil. No lo puedo negar, los límites forman parte de mi existencia. No lo puedo hacer todo bien. No todo es posible. Hay límites que me ponen en perspectiva y me muestran que no soy Dios. Mi tarea a lo largo de mi vida consiste en ensanchar mis límites. En potenciar mis capacidades. En hacer que mis habilidades den más fruto. No me guardo el talento escondido y lo invierto en tierra fértil. Los límites me recuerdan siempre que soy humano, frágil y débil. Mi herida en el alma aflora en esos momentos en los que me creo superior a otros, mejor que muchos. Entonces destaca mi impureza y me siento leproso, enfermo, roto por dentro. Las palabras que hoy escucho tienen que ver con mi vida, con mi alma. «El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: - ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la afección, seguirá siendo impuro. Es impuro y vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento». Me siento impuro, incapaz de mirar la vida con pureza y de aceptar mis límites y dolencias. No logro reconocer mi culpa, ni mi pecado. Busco enemigos fuera de mí, o culpables. Guardo mi impureza bajo la piel para protegerme de juicios y condenas. No quiero que vean que no soy tan perfecto como quiero mostrar. Hasta S. Pablo tenía ese aguijón clavado en la piel que le recordaba que solo no podía hacer nada, que necesitaba a Dios cada día para poder caminar. Y en medio de sus límites se atrevía a decirles a los suyos: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo». Soy imitador de Cristo y qué lejos me siento de vivir y amar como Él. Siendo lo que más deseo, huyo cuando no lo consigo. Y me siento impuro, o veo mi impureza en el corazón. Me siento débil y culpable y necesito palpar su misericordia cada día. Me recuerda José Antonio Pagola cómo lo vivían sus discípulos: «El amor íntimo que ellos celebran y disfrutan, los gestos de cariño y ternura que se intercambian, la entrega y fidelidad que viven día a día, el perdón y la comprensión que sostienen su existencia. A pesar de sus errores y sus limitaciones, en el interior de su amor han de saborear ellos la gracia de Dios, su cercanía y su perdón»[5]. Me gusta esa mirada desde la indigencia, desde el pecado y la culpa. La misericordia de Jesús es ternura que sana, es una mirada que dignifica. Yo grito: «¡Impuro, impuro!». Y Jesús me grita que soy puro, que no tenga miedo, que no dude. Que no me guarde por no aceptarme en mi debilidad. Que no piense que es imposible que Él pueda verme puro. Él lo puede todo y eso me calma. Su amor me purifica. Hay personas en mi camino que me ven como Jesús me ve. Hay vidas que completan la mía, mi corazón. Me gusta pensar en esas vidas que me completan. Mi vida también puede completar otras. Y la impureza que yo descubro tiene que ver con mi fragilidad y mi pecado reconocido y asumido. Es la experiencia del límite que me hace más consciente de cuánto necesito a Dios en mi camino. Sin Él a mi lado mi vida es pobre. Hoy me lo recuerda Dios: «Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado. Confesaré al Señor mi culpa. Alegraos, justos, y gozad con el Señor; aclamadlo, los de corazón sincero». Seré dichoso porque el perdón de Dios habrá sepultado toda mi culpa. Eso me alegra siempre. La mirada de Dios saca lo mejor que hay en mí, el don escondido, la belleza oculta. Me mira y su mirada queda grabada en lo más hondo de mi ser. Como un lazo que nadie puede romper. Esa forma de mirarme me levanta desde donde estoy caído. Tengo claro que no puedo vivir tapando los límites o molesto por tocarlos cada día. No puedo vivir negando su existencia, como si yo fuera capaz de todo. Quiero alegrarme por todo lo que se me regala como un don. No quiero verlo como un pago que se me debe. Dios es capaz de obrar milagros de gracia en mí. Él cubre mi pecado con sus manos. Siento su abrazo cuando toco las aristas de mi pecado, de mi culpa, de mi impureza. En los momentos de dolor siento de nuevo ese aguijón en la piel que me recuerda que mi vida está en las manos de Dios. Los límites de la pandemia que ahora sufro sólo me hacen más consciente de mi vulnerabilidad, soy creatura, no lo puedo todo. No me salvo solo y no puedo hacer siempre todo lo que quiero. Hay límites en mi cuerpo y límites en el mundo que no puedo saltar. No puedo llegar siempre tan lejos como quisiera. Hay una barrera humana que cargo en el alma y me hace sentir débil y necesitado. Los límites son más conscientes en este tiempo que vivo. No importa, es una oportunidad que me da Dios para entregarle a Él cada día mi impotencia, mi pobreza, mi mediocridad. Y Él, con su amor me levanta para seguir amando.

Lo primero en la vida es ser capaz de reconocer la debilidad, el pecado, la impureza: «En aquel tiempo, se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: - Si quieres, puedes limpiarme». Quiero ser consciente de mi indignidad. Y sintiéndome débil acercarme a Jesús y suplicar misericordia. No sé bien por qué cuando peco, cuando caigo en mi fragilidad, me alejo de Dios. Me avergüenzo de mi pobreza y me escondo. Como si no pudiera verme. Quisiera ser como el leproso del Evangelio que se acerca al que puede curarlo. Es un milagro esa audacia. Tengo que ser muy humilde para acercarme. Y también muy humilde para reconocer mi culpa en muchas de las cosas que hago y no me resultan. Quizás la culpa no venga rápidamente al alma. Miro al que está junto a mí y lo culpo de lo que yo no hago o hago mal. Busco excusas. Me lamento inculpando a otros, buscando responsables. Y así eludo la responsabilidad. Yo no he sido. Yo no soy el que merece la reprobación. Quiero abrir el alma y reconocer mi pecado. Y al hacerlo, no huir, no esconderme. Quiero que una vez que me sienta culpable e impuro brote de mi corazón la súplica. Quiero que Jesús me limpie por dentro, en lo más hondo. Si Jesús quiere, si esa es su voluntad, puede hacerlo. Yo le dejo, no me alejo, no cierro la puerta, abro el alma. Pero sólo si Él quiere, porque Él tiene el poder para limpiar mi vida. Puede acabar con el mal que me habita, con la muerte que me mata, con las heridas que supuran y amargan, con el dolor que me hiere en lo hondo, con la enfermedad que acaba con mis días, con la pandemia que me llena de miedos, con la mala suerte que me hace perder lo que ya poseía, con las derrotas y los fracasos que me recuerdan que sólo soy un hombre. ¿Por qué no actúa ese Dios en el que creo y al que suplico? Tal vez no quiera limpiarme y acabar con ese mal que me acecha por todas partes. Tengo miedo. Me asusta que no quiera hacerlo y siga su camino sin detenerse ante mí que soy un leproso. Si Dios quiere mi bien, hará todo lo posible para que acabe mi mal. Si Él quiere. Esa frase resuena dentro de mí y puede confundirme. ¿Será acaso que no quiere Dios acabar con las muertes en esta pandemia? ¿Será que no quiere que viva en paz y tranquilo como hace poco más de un año? ¿Es su querer que viva lo que ahora vivo y sufro? ¿Cómo puedo saber lo que realmente quiere Dios? Él me habla al corazón y despierta mis deseos. ¿Qué es lo que yo deseo? Lo tengo claro. Quiero la vida, la paz, la salud, la prosperidad, el amor que recibo, el amor que doy. Quiero vencer en todas mis luchas, vivir con pasión la vida que me toca vivir cada segundo, sin lamentarme por el pasado ya ido. Quiero la prosperidad de mis empresas, el éxito de mis hijos en sus sueños y que logren ver la luz todos los proyectos que incubo dentro del alma. Sueño con una vida más plena y más logros de los alcanzados. Entonces, si esos son mis deseos, lo que yo quiero, ¿qué quiere Dios? ¿Acaso no sé pedir lo que me conviene? En pedir nunca hay engaño. Le digo muy quedo a Jesús la frase del leproso: «Si quieres, puedes limpiarme». Vivo un tiempo en el que me limpio las manos para evitar el contagio. La limpieza es un don que sueño y deseo. Quiero estar limpio. Quiero que mi mundo esté limpio, sin suciedad, sin olores. Quiero que esté pulcro todo lo que toco. Dios también limpia mi vida con su paso, con su voz, con su mano.  Una persona decía: «En medio de mi enfermedad Dios ha limpiado la mirada y ahora veo todo con más belleza». Puede que mi mirada esté sucia y vea sólo malas intenciones en los demás, se detenga en el pecado que observa y no sepa apreciar la belleza escondida en el corazón. Quisiera tener una mirada pura, una conciencia tranquila, un corazón que no albergue malas intenciones. Que haga todo por amor a Dios como hoy escucho: «Ya comáis, ya bebáis o hagáis lo que hagáis, hacedlo todo para gloria de Dios. Como yo, que procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propia ventaja, sino la de la mayoría, para que se salven». Hacerlo todo por el bien de los demás. pensando en ellos y no en mí. No buscando mi ventaja en lo que hago. Deseando que a los demás les vaya bien, mejor que a mí en todo lo que emprendan. Que no dude de su verdad incluso cuando pueda parecer que están pecando o haciendo algo mal. Todo eso es posible, no lo niego. Pero mi mirada quiere ser pura. Y mi forma de ver las cosas. Quiero ser capaz de mirar así a Dios. Quiero tener un amor puro como el que describe el P. Kentenich: «Por amor purificado entendemos el amor de benevolencia, que prescinde más fuertemente del yo y gira en torno al tú»[6]. Un amor puro no persigue segundas intenciones en sus acciones. Ama por entero sin guardarse nada. Mira el corazón de la persona amada y le dice que la quiere sin barreras, sin condiciones, sin razones. El amor puro ha puesto al yo en un segundo plano. ¿Es eso posible? Dejo el querer propio a un lado para que se imponga el deseo de la persona amada. Dejo a un lado mi amor propio. Esa forma de amar es un don de Dios porque mi corazón está herido por el pecado y el límite. Y eso no me permite amar como Dios me ama. Tiene que ser un don que Dios me conceda. Se lo pido de rodillas para que cambie mi forma de amar. Eso es lo que deseo.

Jesús hoy se compadece y toca al leproso que está a su lado. Ambos, Él y el leproso se saltan todas las normas y prohibiciones. El impuro se acerca y Jesús lo toca: «Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: - Quiero: queda limpio. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio». Jesús se compadece del impuro. No se aleja temeroso, no pone una barrera, no lo condena. No ve en él el pecado que ven los fariseos en los leprosos. Él es Maestro, pero no percibe ninguna maldad en el leproso. Lo mismo hace conmigo y me cura. Me toca, me sana, se compadece de mi, no me condena.  Su mano me sana. Yo suelo fiarme de las condenas. Ante alguien, cuyo pecado público conozco, siento rechazo, me alejo, no me fío. No veo su belleza. Me quedo sólo con el juicio de otros sobre él, me quedo con la condena. No lo veo puro, sino impuro. Y tengo miedo de que me contagie. Jesús no es como yo. Él ve la pureza bajo la aparente impureza que vive el leproso y se compadece. La compasión es esa fuerza que me mueve a acercarme. Jesús es compasivo por naturaleza. No se escandaliza, no condena en alto, no mata la vida. Se compadece del que sufre y se acerca. Esa compasión es la misma que tuvo con la suegra de Pedro. Se compadeció de esa enfermedad que no era para la muerte. A mí me cuesta la compasión. Caigo en el juicio rápido, duro, superficial y desde lejos. Ese juicio que me impide compadecerme de la debilidad de los hombres. La falta de compasión me mantiene lejos del que sufre. Yo no lo quiero. Jesús no se queda a distancia del enfermo, del impuro, del pecador. Rompe la distancia que le separa de ellos. Acercarse al enfermo, al pecador, siempre es un riesgo. Jesús se acerca y lo toca. Se salta las normas de la prudencia. Y su mano y su voz limpian por dentro y por fuera al leproso. Es peor la enfermedad del alma que la de la piel. La del alma es la que cuesta tanto curar. Es esa enfermedad que limita el corazón humano y me hace sentirme indigno y poco valioso. Esa indignidad que siento muy dentro me aleja de Dios porque no considero que valga ante sus ojos. Me siento pecador por dentro y me alejo de Dios que es puro. Decía José Antonio Pagola: «Un Dios que amaba al pueblo elegido y rechazaba al pagano. Separaba a los impuros. Generó una sociedad excluyente. Jesús rompió ese principio. Sed misericordiosos como vuestro padre es misericordioso. Único camino para un mundo más justo y fraterno». Jesús rompe el principio y se acerca al impuro, al pecador, al marcado con el estigma de la lepra en su piel. Su misericordia debería ser siempre mi criterio de acción. Quiero compadecerme siempre y ser misericordioso en mi mirada y mis gestos. Jesús rompe las barreras que lo separan del que peca. Rompe el muro que aleja al puro del impuro. Yo también quiero acercarme al impuro sin condenarlo. El otro día una persona le agradecía a su padre: «Gracias por enseñarme a mirar mis heridas con ternura, con misericordia, sin juzgarme nunca». Ojalá pudiera siempre agradecerlo. Quiero agradecer hoy por esas personas que me muestran el lado misericordioso de la vida y reflejan con sus gestos esa mano de Jesús que sana. ¿Quién puede decidir quién es impuro y quién puro? ¿Quién soy yo para condenar las debilidades de los demás, sus heridas y caídas? Yo no soy nadie para juzgar y determinar lo que está bien y lo que está mal. No soy Dios. Y a menudo vivo emitiendo juicios, condenando o salvando. No quiero ser así. Quiero tener más humildad. Quiero vivir con más paz. Ser más humilde y menos juez. Quiero acoger y perdonar al que sufre, antes que condenarlo. Por eso es por lo que miro hoy a Jesús para aprender de Él. Y veo su mano que limpia al impuro y lo hace sentirse profundamente amado desde su miseria. Así era Jesús con todos, especialmente con el que había pecado públicamente y con los leprosos, declarados impuros por el pueblo judío. Se acerca y los toca. Y salva al impuro, al leproso y lo cura de su enfermedad para siempre. Así quiero ser yo y ser capaz de sanar, de dar esperanza, de abrir puertas en lugar de cerrarlas. De tender puentes en lugar de construir muros. Quiero ser humilde en lugar de caer en la vanidad y el orgullo. Sólo Dios salva. Sólo Él es quien juzga, no yo. Lo miro a Él y quiero que también a mí me cure y así yo poder curar a otros. Con su mano en su mano, con su voz en mi voz, con su compasión en mi alma.

 



[1] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán

[2] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán

[3] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán

[4] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán

[5] José Antonio Pagola, Arturo Asensio Moruno, El camino abierto por Jesús. Juan

[6] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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