Homilía del padre Carlos Padilla - 14 de marzo de 2021

Domingo 14 de marzo de 2021 | Carlos Padilla

IV Domingo Cuaresma- Domingo Laetare

2 Crónicas 36,14-16.19-23; Efesios 2,4-10; Juan 3,14-21

«La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas»

14 Marzo 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Soy una verdad tan amplia que sólo Dios logra apreciar. Soy más que ese relato sucinto contando mi historia. Mucho más que los hechos objetivos que se me atribuyen»

Me gusta celebrar un domingo de la alegría en medio de la Cuaresma. Vestirme de rosa dejando a un lado el morado. Establecer que este domingo ya es de alegría porque se vislumbra a lo lejos la luz en medio de la oscuridad. Se prevé un final feliz aunque todo indica que eso no va a ser humanamente posible. Porque todo lo que precede a la Pascua definitiva está rodeado de oscuridad y miedos en la vida de Jesús. Las amenazas de muerte, las intrigas, las palabras de denuncia dichas en voz baja. El miedo de la traición. La humana imprudencia de ese Jesús que era profeta y no pensaba callar y dejar pasar la oportunidad de anunciar la vida. Me visto en este domingo con colores alegres para representar que estoy feliz. ¿Dónde he puesto la razón de mi felicidad? Me lo pregunto cada día, cada vez que la pierdo y vivo triste y sin esperanza. Me lo vuelvo a preguntar cuando me encuentro amargado sin un motivo aparente. Como si nada tuviera sentido. Esa tristeza extraña que penetra el alma. ¿Se parece en algo a la tristeza de Jesús en Getsemaní antes de recibir el consuelo de los ángeles? Tal vez mi tristeza es propia de mi inmadurez. O quizás es que me aferro a mi presente con una fuerza sobre humana. Como si quisiera absorber cada segundo de vida. Como si pretendiera quedarme con los segundos perdidos y grabados en el alma. Y entonces las amenazas me inquietan. Temo perder la vida, mi tierra, mis posesiones, mis planes. Temo perderlo todo y dejar de ser rico en mi interior. Temo la vida y la muerte. El juicio de los hombres y la soledad. Lo temo todo. Quizás por eso es tan importante renovar mi alegría en esta Cuaresma marcada por la pandemia. Una Cuaresma de rutinas que ya me tienen cansado. Esta Cuaresma de temores e incertidumbres. ¿Cuándo pasará todo lo que ahora cambia mis planes? Y entonces me cuesta que no todos piensen como yo. No todos se alegren por lo que yo me alegro. Pretendo hacer la vida a mi manera y se me olvida que quizás esa manera no es la de los otros. No soy dueño de la vida, no poseo todo lo que pretendo retener. Es todo tan fugaz y débil. De nuevo me pregunto en esta noche de Cuaresma: ¿Dónde he puesto mi felicidad? En las victorias pasajeras. En los bienes que no me sacian nunca. En las compras compulsivas. En los placeres que colman mi sed de felicidad plena de forma incompleta. Y yo quiero ser feliz. Quiero estar alegre. Y pienso entonces en la alegría del corazón de Jesús. ¿Qué alegraba su corazón humano? Sé que Jesús lloró en varias ocasiones. La última cuando vio muerto a Lázaro antes de devolverle la vida. Lloró ante Jerusalén que no creía en su voz de profeta. Pero ¿cuándo lo veo sonreír? No recuerdo pasajes. Pero sí uno en el que Jesús se alegra al escuchar lo que sus discípulos le cuentan de lo que han logrado al final del día. Se alegra con la alegría ingenua de los suyos, de aquellos a los que ama y se emocionan al contarle a su Maestro sus pobres victorias. Jesús se alegra con los niños que se acercan a Él y así los bendice. Se alegra con la vida sencilla en Betania. Se alegra con la vida de Nazaret, tantos años de vida familiar, sintiéndose en casa. La alegría permanente es la que desea siempre el alma. Esa sed de infinito que tengo guardada dentro. S. Efrén decía. «El sediento se alegra cuando bebe y no se entristece porque no puede agotar la fuente. La fuente ha de vencer tu sed, pero tu sed no ha de vencer la fuente, porque, si tu sed queda saciada sin que se agote la fuente, cuando vuelvas a tener sed podrás de nuevo beber de ella. Da gracias por lo que has recibido y no te entristezcas por la abundancia sobrante». No creo en una felicidad en la que vivo satisfecho. Eso no es posible. La insatisfacción forma parte de mi camino. Vivo feliz pero sin estar satisfecho. Vivo feliz con la poca agua que tengo, sin desear agotar la fuente. Vivo feliz con la abundancia que sobra y no puedo retener. Vivo feliz con las sonrisas que palidecen al final del día. Con las horas entregadas con ese cansancio sano que me calma por dentro. Vivo feliz sin querer saber el final preciso de la historia. Vivo feliz sin querer saber todo lo que ignoro. Feliz con la vida pobre que me toca vivir, aunque no sea tan plena como había soñado. Vivo feliz con todo lo que tengo aunque sea pasajero y frágil. No me ato a lo que poseo, no me encadeno. La alegría de compartir el camino con los que amo. Una conversación sencilla sobre la vida. Una canción que me enamora haciéndome verter lágrimas. Una película que saca de mi alma los sentimientos más nobles. Una historia feliz sin haber llegado aún al final de la misma. Un abrazo sostenido en el que las almas se funden. Una palabra dicha y mantenida en el tiempo. Un paseo tranquilo al borde de un acantilado, mirando el océano y el cielo. Un atardecer lleno de esperanza, casi al final de un camino. Un silencio tranquilo con aquel que me ama sin yo merecerlo. Una mirada agradecida sobre la historia que Dios ha ido tejiendo de mi mano. Un perdón dado y un perdón recibido que calman mis rencores. Y sostienen en paz todos mis miedos. Esa es la alegría que toco en esta Cuaresma.

Me gustaría no perder nunca la paz en medio de mi vida. Quisiera poder mantenerme ecuánime en todo momento ante cualquier conflicto y adversidad que sufra. Anhelo tomar distancia de los problemas y aprender así a contenerme tanto en momentos de euforia como de rabia. Me gustaría mostrarme relajado y siempre en paz cuando todo el mundo a mi alrededor se ve turbado y nervioso. Me gustaría ser pacífico y pacificar a todos los que están a mi lado. Es casi como un sueño. Tantas veces no lo consigo. Y me siento como el protagonista de la película Soul: «No entiendo, siempre que estoy cerca de alcanzar mis sueños, algo se atraviesa». Súbitamente algo se atraviesa y no logro tener la paz reflejada en los ojos. Esa paz que tanto admiro en los héroes que veo. Con frecuencia siento que pierdo la paz y los nervios afloran en mi alma. Veo que se tuercen las cosas y que mis sueños no se hacen realidad y me inquieto, sufro, grito, lloro. Pierdo la paz y me amargo. Y cuando pierdo la paz definitivamente no soy un pacificador sino todo lo contrario. En lugar de dar paz, se la quito a los que me rodean. En lugar de sembrar paz, miro a mi prójimo como a un enemigo en plena batalla. Miro los contratiempos como una injusticia. Miro las derrotas como algo totalmente inmerecido. Me siento turbado ante todo aquello que me pasa y pienso que el mundo desea mi mal. Me gustaría tener paz y ser un pacificador en este tiempo extraño de Cuaresma que vivo rodeado de esta pandemia. Ser capaz de mantener la calma cuando el mar a mi alrededor está tan revuelto y convulso. Comenta Santa Teresita del Niño Jesús: «Que las cosas de la tierra jamás puedan turbar mi alma, que nada turbe mi paz. Jesús, sólo te pido la paz, y también el amor, amor infinito, sin otro límite que tú. El amor que ya no sea yo sino tú, Jesús mío»[1]. Los pacificadores son aquellos que logran calmar el mar de aquellas personas a las que acompañan y lo hacen desde el amor. Sin amor no reina la paz en mi interior y no logro pacificar a otros. Sueño con esas personas que tienen paz. Veo que son la roca de ese acantilado contra que chocan las olas. Quisiera ser yo descanso para otros en horas de mucho esfuerzo. Ser la paz del alma cuando se encuentra alterada. Quisiera ser el sol en medio de la tormenta y las nubes. Y ser un bálsamo cuando las heridas son profundas. Me gustaría ser yo un pacificador en medio del camino para el que más sufre, como lo fue Jesús. Pero me veo a menudo lleno de rencores e iras. Lleno de quejas y malestar. Necesito sin duda que Jesús venga a mí en esta Cuaresma y calme mi océano revuelto. Necesito arrodillarme frente a la cruz como un niño dispuesto a dejar que su mano se pose sobre mi cabeza. Estoy inquieto y quizá es por esta pandemia que ha vuelto locos mis días llenándome de prohibiciones y barreras. Llenándome de miedos e incertidumbres. Miro a Jesús y entonces algo dentro de mí se calma suavemente con su fuerza. Logro reposar en Él todos mis miedos. Y es como si sintiera su mano que se adentra en mi alma para calmarme muy dentro. Quiero tener paz para poder dar paz. Quiero acabar con las guerras en las que alguien lucha contra mí para hacerse fuerte dentro de mi ánimo e imponer rutinas y gestos que no son míos ni de Cristo. Deseo tanto llegar a ser un pacificador como lo fue Jesús que pasó haciendo el bien y sanando el alma de aquellos que caminaban a su lado. Dejo sobre su altar todo aquello que me inquieta y me pone inseguro. Me abrazo al pie de su cruz seguro de que en ese abrazo suyo dejará algo de Él pegado a mi alma. Y entonces siento como un río que baja en mi interior y acaba con tanta inmundicia que ha quedado pegada a la piel con el paso de las luchas y conflictos. Quiero limpiar en esta Cuaresma ese pozo interior que llevo cargado de preocupaciones y problemas. Me detengo callado ante Jesús al pie de su cruz dispuesto a dejarme sostener en su mirada. ¿Cómo no voy a soñar con lo imposible cuando Él me ha dicho que todo lo que sueñe puede llegar a ser posible? ¿Cómo no voy a confiar en Aquel que abrazó a su Madre en el último aliento de vida? Tengo escrito en la mano el nombre de ese Jesús que viene a sostenerme siempre. Y en mi corazón indómito reina Él aunque yo tantas veces no le deje ponerse la corona.

En ocasiones siento que quiero hacer algo importante con mi vida. Algo así como dejar huella en este mundo. Un rastro, un recuerdo, un vestigio de mi paso por esta tierra. Dejar algún bien que puedan recordar otros al pensar en mí. Mis obras, mis palabras, mi fidelidad, mi grandeza. Hay mucho de vanidad en ese deseo del alma tan común. Ese afán por cambiar la historia y dejar una impronta única que muchos puedan recordar. Es como el rescoldo del fuego después de haberse consumido todo. Es el eco de esa canción que nadie olvida y nadie se cansa de cantarla de nuevo. Tengo miedo de pasar oculto por esta vida, pasar al olvido, pasar desapercibido. Como si no hubiera vivido. Como si no hubiera amado. ¿Es posible vivir sin dejar huella? Es imposible. Vivir ya es dejar huella. Ya mis días quedarán grabados en la historia interminable de mi vida, de la vida de los que vivieron conmigo, de los que me escucharon, de aquellos a los que escuché. No es tan sencillo vivir sin dejar huella. Y tampoco es tan fácil dejar la huella que deseo. Puedo cometer un error y ser recordado por el error cometido. Puedo hacer algo mal y que todos hablen de lo que hice mal. Puedo herir y mi herida queda. ¿Y el resto de mis días, de mis buenas obras? Jesús les preguntaba a los fariseos: «¿Por cual de mis buenas obras me condenáis?». No pensaban en sus buenas obras cuando lo condenaban. Se fijaban en la blasfemia de querer ser Dios. Jesús era un problema porque amenazaba con querer cambiar las cosas. Y esos cambios producían inseguridad en los que no deseaban que nada cambiara. Jesús dejó huella imborrable en tantos hombres. Sólo nos constan algunos, los que relatan los Evangelios, sólo tres años de su vida. Pero sus obras fueron muchas. Cuando pensamos en la vida de los santos sólo recordamos algunas cosas, lo que hicieron, pero no sabemos en realidad lo que pasó dentro de su alma en ese encuentro profundo con Dios. No conocemos sus debilidades más hondas. No hemos tocado sus heridas más verdaderas. Han dejado una huella conocida y otra que desconocemos. Porque cada vida deja huellas diferentes. Y depende del momento, del instante en que suceda. Hoy voy dejando muchas huellas en muchos corazones. Nadie conocerá esa huella mía. No importa. No se trata de que todo sea conocido. Creo que detrás del deseo de dejar una huella visible hay mucha vanidad. Está claro que cada uno quiere dejar huella, es lo más humano que existe. Quiero amar y al amar ya dejo huella. El amor que he dado, el que he recibido, es una huella intensa. Pero a veces quiero ser recordado más que otros, o hacer algo importante con mi vida. ¿Qué es más significativo que el amor que entrego? Busco el reconocimiento, la valoración del mundo, la admiración. Ahí está la vanidad. No en querer dejar huella, porque eso es propio de mi carne. Sino en el hecho de querer ser más recordado y admirado que otros. Ahí sí me topo con mi orgullo, con mi amor propio que se niega a ser desconocido e ignorado. En todo caso es buena siempre la pregunta: «¿Qué recordarán de mí cuando ya no esté?». Siempre que pregunto a los familiares de una persona fallecida me conmueven sus respuestas. Por lo general no recuerdan sus logros académicos, ni sus obras en el campo de su trabajo. No mencionan su inteligencia o capacidad para resolver problemas. Se fijan más en su humanidad, en su bondad, en su amor por la vida, en su pasión por la familia. Son esos aspectos de su vida los que han dejado huella profunda y al ser recordados afloran con fuerza. Una persona comentaba al hablar del P. Kentenich: «Sus homilías eran a menudo demasiado elevadas para mí, pero alguna vez les contaré a mis hijos sobre ese anciano sacerdote de barba blanca que todos los domingos predicaba con tal seguridad y entusiasmo sobre Dios, que uno pensaba que lo había conocido personalmente y venía justamente de estar con él, para relatarnos cómo fue ese encuentro»[2]. No recordaban sus palabras sabias, ni sus mensajes trascendentes. Pero se quedaban con su pasión por el Dios del que hablaba. Al final lo que queda de mi vida es lo que otros guardan de mí. Mis palabras, mis gestos, mis abrazos, mis sonrisas. No guardan mis grandes discursos ni quizás mis obras dignas de ser contadas. La huella del paso del hombre es más silenciosa. Entonces me pregunto: ¿Qué huella quiero dejar en esta vida? No necesito realizar una gran obra, tener un trabajo que pueda cambiar este mundo, escribir una obra genial que todos recuerden, construir una obra que todos puedan ver. Pienso en Jesús y en las pocas palabras que de Él guardo. Pienso en sus escasas obras contadas por los evangelistas. Y veo la constante de su vida: su amor, su verdad, su libertad, su pasión por la vida. Así será conmigo. Verán la constante de mi vida. Y lo que de verdad me importa es cómo verá Dios mi vida. No se quedará en mis errores y caídas concretas. Verá toda mi vida con admiración y me dará todo su amor lleno de alegría. Así es su mirada sobre mi vida. Es la huella que más me importa, esa huella que Dios ve oculta en los pliegues de mi historia. Porque lo que no se cuenta, no por no ser contado no existe. Soy la sonrisa al que sufre, que sólo él ve. La mirada compasiva, entre miradas condenatorias. Soy el regalo oculto y misterioso que el mundo no aprecia. El abrazo hondo que levanta al caído. Soy la resistencia en medio del dolor, con alegría serena. Soy la mirada al que sufre y vive abandonado y solo al borde del camino. Soy un nuevo comienzo después de la caída, sin condenar a nadie, sin culpar a otros. Soy la palabra de ánimo dicha al oído. Y la generosidad hecha renuncia que el mundo no aprecia. Soy muchas cosas que nadie ve. Y otras tantas que sólo algunos guardan. Soy mucho más que el juicio o la crítica sobre mi persona. Y mucho más todavía que la imagen sesgada que se han formado desde lo que escribo, dibujo o canto. Soy una verdad tan amplia que sólo Dios logra apreciar. Soy más que ese relato sucinto contando mi historia. Mucho más que los hechos objetivos que se me atribuyen. Aún más que las mentiras ciertas tratando de definirme. Esa es mi verdad, es mi historia y es la huella que quedará grabada. En Dios, en la tierra y en el alma de algunos. Con eso basta. Es lo que quiero hacer en esta vida, vivir en lo profundo.

Jesús viene al lugar en el que me encuentro en medio de la pandemia, en medio del desierto. Viene a tocar mi alma, a salvar mi vida. Me busca en la noche, incluso cuando yo no lo busco. Quiere que descubra su rostro, y yo no reconozco ni el mío. No sé bien cómo soy. A veces me imagino distinto a como me ven los demás. O me veo mejor, o más interesante. O me veo peor, más impuro y pecador. No lo entiendo. Es como si no lograra verme en mi belleza y me inventara otro rostro, otro aspecto, otra imagen. Y esa es la que cuelgo de todas las redes tapando lo que temo ver. Intento confundir a otros, o me confundo a mí mismo, no lo sé. Pero no quiero olvidar quién soy, de dónde vengo, mi historia sagrada con sus sinsabores. Mirarme en mi verdad me sana por dentro. Ocultarme detrás de otras imágenes distintas a mí lo único que hace es retrasar el momento del encuentro con mi verdad, conmigo mismo. Soy mucho más que lo que parece que soy. Hay mucha más vida en mi alma y mucha más belleza. Tengo un miedo oculto a revelarle a Dios mi verdadero rostro. Como si pensara que su juicio fuera condenatorio. Y es mentira. En medio de mi desierto en esta Cuaresma Jesús viene a verme. Camina sobre las arenas, camina sobre las aguas del mar. Camina sobre las estrellas del cielo y viene sigiloso sin que yo casi perciba sus pasos. Me asusta su presencia. Porque no lo esperaba así, de repente. Camina sobre el mar de mi vida sin que yo lo vea. Y le gusta quién soy. Su rostro, apenas lo imaginaba así, pero me gusta. Me alegra esa mirada suya llena de misericordia. Esa mirada compasiva que se adentra en lo más oculto de mí mismo. Y entra una luz que me incomoda. No me acostumbro a verme bajo la luz de Dios, bajo la luz de su mirada. Es como si prefiriera la noche, o el desierto lleno de ruidos, o la vida ajetreada que a menudo se ha convertido en mi escondite preferido para huir de mí mismo y no tener que enfrentar mis contradicciones. Jesús viene a mí súbitamente para abrazarme en medio de la soledad de estos días. Quiero aprender a estar solo para encontrarme con Él. Tendrá algo que decirme, eso espero. Unas palabras de consuelo, una mirada de esperanza sobre ese futuro que tanto temo. Él viene a abrirme la puerta del alma que yo cierro con orgullo. Me cuesta tanto revelar quién soy. Me resulta tan difícil hablar de ese niño que vive en mi alma. Siento que su debilidad no despertará la compasión sino el desprecio. Es lo que creo. Jesús no podrá mirar con admiración a alguien tan pequeño. Me siento tan débil en medio de la noche. Espero que Jesús venga a mí en este tiempo. Quiero que Él me descubra en mi pobreza y me agradezca por no haberme ido lejos, por no haber huido. Miro su rostro y en él veo el mío. Es el rostro que yo siempre he amado. Un rostro alegre, afable, misericordioso. No espera nada de mí. Como una madre conmovida ante su hijo que sonríe o llora en sus brazos, feliz e impotente. Y así me mira Jesús. Y sabe que sin Él yo no puedo hacer nada aunque me empeñe en intentarlo cada mañana. Creo que la Cuaresma es navegar en el mar de su amor, o caminar por las arenas de su playa o de su desierto. Creo que es un tiempo para dejarme encontrar por Él, aunque yo viva buscándolo. Es el tiempo para indagar en ese rostro esquivo que siempre he querido retener en mis ojos. Que me salve de todos los miedos que me confunden. Que me rescate de todos mis egoísmos que me han vuelto esclavo. Su amor me desborda y sus caminos se adaptan mejor a mis sueños, aunque no siempre lo vea claro. Necesito reconocer mi pequeñez para caminar y no taparla. Comenta el P. Kentenich: «Si contemplamos al hombre de hoy lo vemos más indefenso que nunca. Ya no posee la fuerza necesaria para llevar todo a cabo. Cuanto mayor sea la apariencia de autosuficiencia de la gente, tanto mayor es la necesidad interior que tienen de encontrar un apoyo en alguien»[3]. Me siento indefenso, débil, y veo que Jesús viene a mí. No quiero mostrarme autosuficiente. Necesito ayuda, un abrazo, socorro en medio de mi soledad. Jesús aguarda paciente y sabe que lo necesito. Respeta mi momento. Sabe que mi alma puede cobijarle a Él, si me dejo tocar por su brazo firme. Y yo tiemblo queriendo retenerlo, para no quedarme solo. Lo necesito en esta Cuaresma, en esta pandemia que acaba con mi paciencia y aumenta mis miedos. No me va a dejar solo nunca, lo sé, pero dudo y tengo miedo. Y su rostro resplandece en estos días. Me muestra que nunca más voy a perderme. Y mi soledad va a estar poblada de su amor inmenso. Recobro la paz.

Tengo miedo de olvidarme de las promesas de Dios. Me asusta ser infiel y pensar que estoy haciendo lo que Dios me pide, sin hacerlo. Hoy escucho: «En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas». No me quiero reír de los signos que Dios me manda en medio de mi vida. Quizás me falta luz para ver lo que Dios me pide y entender lo que quiere de mí. Quiere que me salve, que deje todo aquello que me hace infeliz, que rompa mi rutina para dejarle entrar. Por la grieta de mi herida se introduce su luz, su gracia, la fuerza de su Espíritu. Pero yo me resisto a vivir roto. Me rebelo contra ese Dios que me quiere perfecto, eso es lo que creo. En ocasiones he escuchado: «Como es su Dios, así es el hombre». Y hay mucha verdad en esta afirmación. La imagen de Dios que llevo grabada en mi pecho me configura. Me hago a imagen y semejanza de ese Dios en el que creo. Por eso es tan importante buscar el rostro verdadero de Dios. Sé que un Dios exigente y juez me hace sentir incómodo en su presencia. No puedo estar ante quien es perfecto y distante. Una especie de Dios inalcanzable que se llena de ira al ver mi pobreza. No creo en ese Dios tan ajeno a mi debilidad. Pero hoy escucho de las infidelidades de aquellos que seguían a Dios. Lo conocían y lo amaban, pero se alejaron de Él. ¿Cuándo tiene lugar la infidelidad? Cuando dejo de mirar a Jesús. Cuando dejo de escuchar su voz y querer comprender sus señales. Relata el texto cómo Dios envió señales para salvar al pueblo. Pero no resultó. Hubo mensajeros que fueron rechazados. Así sucede conmigo. Quiero ser fiel a Dios, a su promesa, a mi promesa. Pero me olvido de encontrarlo en lo cotidiano, en la vida diaria, en lo que me sucede. No escucho su voz. De acuerdo con la imagen de Dios que tengo actúo con los demás. Los amo de la misma forma como pretendo amar a Dios. Un Dios que no perdona mis fallos va haciendo que mi corazón sea igual con mi prójimo. Un Dios que no confía en mí me enseña a ser desconfiado. Un Dios celoso que mira con recelo mi vida hace que yo mire así la vida de aquellos a los que más amo. Un Dios que no perdona la infidelidad me lleva a guardar rencor eterno por todas las heridas sufridas. No acepto que me hieran, no lo perdono. La infidelidad de los demás no puede ser perdonada nunca. Entonces mi corazón se vuelve duro, como el de ese Dios en el que he acabado creyendo. ¿Cómo es el Dios en el que creo? Me gusta pensar en las palabras que hoy escucho. No quiero olvidarme del amor de Dios en mi vida: «Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti. Que se me paralice la mano derecha, si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías». Quiero ser fiel al amor de Dios en mi vida. No me olvido de la fidelidad de Dios que es la que realmente cuenta. Su amor es el que cuenta, el que vale. Y además Él perdona siempre todos mis pecados, mis infidelidades, es el Dios en el que creo. Así lo describe S. Pablo: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Pues somos obra suya. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él nos asignó para que las practicásemos». Así es mi Dios. Un Dios lleno de misericordia que se compadece de mí y me levanta, me salva. Un Dios que me perdona, porque sabe que soy débil y necesito su perdón. Un Dios que me mira conmovido y entiende que mi infidelidad de ahora no es mi última palabra. Puedo volver a empezar, puedo volver a creer en Él, puedo cambiar la imagen que tengo de mi Dios. No estoy condenado a ser infiel eternamente. Su amor es más grande que mi infidelidad. Su perdón más grande que mi pecado. No son mis obras las que me salvan, ni mis gestos grandes de amor hacia mi prójimo. No son mis manos las que se aferran al cielo. Es su misericordia, su mirada compasiva. Ese Dios es el que me llena de esperanza en este tiempo de Cuaresma. Ha salido al desierto siguiendo mis pasos para salvarme y hacerme ver su mano salvadora sobre mi vida. Así es mi Dios.

En el desierto Moisés elevó una serpiente para dar la vida. Y ahora el Hijo del hombre tendrá que ser elevado en lo alto de una cruz para salvar al hombre: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna». La serpiente causa la muerte en el desierto a los que son picados por ella. Y mueren, salvo que miren a la serpiente elevada en lo alto. Es curioso. Basta con mirar la causa de mi propia muerte. Basta con mirar a Jesús muerto para que reviva desde mi propia muerte. Basta con contemplar el final de todo para que vuelva a surgir la vida desde el vacío de mi propio pecado y abandono. No lo logro entender, pero sucede. Jesús vino a traer la luz y yo no veo: «La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas». Quizás, puede ser, que prefiera mi pecado, mi oscuridad, mis obras malas. Ya no lo sé. Quisiera vivir en la luz y que su cruz iluminara mi camino, pero me asusta que me descubran: «Todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras». ¿Cuál es mi mayor pecado? Me da miedo la oscuridad en la que vivo. Y el miedo a que la luz me muestre en mi fragilidad ante los hombres. Me asustan la soledad y el abandono. Que el mundo deteste lo que no ama y juzgue sin misericordia mi comportamiento y mi debilidad. Entonces la oscuridad es más benévola que la luz, lo reconozco. Quiero vivir en la verdad, eso me lleva a la luz: «El que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». Quiero vivir en la verdad, en el amor. ¿Quién puede saber lo que mueve mi corazón? Sólo Dios sabe cómo soy en mi interior. Los hombres ven sólo mi rostro, mi oscuridad o mi luz, pero no me ven por dentro, no logran navegar en mi alma, no descubren quién soy en lo más profundo. Yo me quedo desnudo delante de Dios. A menudo siento que vivo queriendo mostrar una imagen. Reflejar un ideal que sueño con alcanzar. Me disfrazo de sabio, de santo, de hombre grande, de persona audaz. Pretendo tenerlo todo claro y oculto con pasión mi pecado, mi debilidad, mi herida. Es la habilidad a la que recurro muy a menudo. Sé que soy así, débil. Sé que no puedo vivir lejos de la luz, lejos de la cruz que se eleva para darme vida. Como el sol que nace en el horizonte al amanecer. Me gustaría tenerlo todo más claro, que todo estuviera más seguro. Pero no sé cómo me siento tan débil. No logro entender el sentido de lo que pasa. Nicodemo tampoco entendía las palabras de Jesús, pero lo buscaba en la oscuridad de la noche porque quería conocer la verdad, quería ver la luz. En ocasiones prefiero las mentiras dulces al paladar antes que las verdades amargas. Me consuelo con mentiras agradables que no logran calmar mi sed, dejando de lado esas verdades que pueden desgarrarme el corazón. Alzar la mirada hacia el crucificado me lleva a mirar mi vida en su miseria, en su dolor. No quiero ocultar de mi vista lo que me desagrada. No quiero eludir las dificultades, las rocas que parecen bloquear mis pasos. No lo quiero. Comenta David McCullough J.: «No subas a la montaña para que el mundo te vea, sino que tu puedas ver el mundo».  No me acerco a la luz para que los hombres me vean, sino para poder yo ver mejor lo que me rodea y saber lo que tengo que elegir. Sólo Dios es mi verdad, el que le da sentido a lo que vivo. Al final lo que me salva no es lo que los demás ven en mí, sino lo que yo veo con la luz de Dios. Comenta el P. Kentenich: «Ésa es la verdadera santidad: estar abierto a Dios y a lo divino. Hoy se tiene un concepto totalmente diferente de grandeza y de riqueza. Se extiende la mano hacia la genialidad de la ciencia, la genialidad del arte, la genialidad de la técnica y de la industria. Seguro, también el santo puede ser un genio de ese tipo. Pero esa genialidad no lo hace santo. ¿Qué lo hace santo? ¿Qué lo hace rico? La apertura a Dios, (la capacidad) de ver a Dios a través de todas las cosas y de permanecer constantemente en contacto y en unión con Dios»[4]. Estar en contacto continuo con la luz es lo que me salva. Dejar que su luz penetre en la cueva de mi noche y deshaga con su fuerza todos mis miedos. No quiero vivir amargado en medio de mi noche. Quiero su luz. Sólo así brillará mi santidad. será una luz desde mi propio madero. Así lo fue Jesús crucificado y elevado en lo alto. No daba luz la muerte, sino su vida oculta en la muerte. No salvaba estando muerto, sino habiendo abierto con su entrega la puerta de la vida.

 



[1] Santa Teresita del Niño Jesús, Historia de un alma

[2] Christian Feldmann, Rebelde de Dios

[3] J. Kentenich, Jornada 1928

[4] J. Kentenich, Lunes por la tarde, Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

Comentarios
Total comentarios: 1
14/03/2021 - 04:54:35  
Co siempre inspirado
Gracias

John Hitchman
Dubai
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