Homilía del padre Carlos Padilla - 14 de noviembre de 2021
Domingo 14 de noviembre de 2021 | Carlos PadillaXXXIII Domingo Tiempo ordinario
Deuteronomio 12, 1-3; Hebreos 10, 11-14. 18; Marcos 13, 24-32
«Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad. Nadie conoce el día ni la hora. Ni los ángeles del cielo ni el Hijo; solamente el Padre»
14 noviembre 2021 P. Carlos Padilla Esteban
«El reino de Dios crece de su mano, no de la mía. Me hace más humilde pensar que no soy yo. Siempre es Él sirviéndose de mi sí, de mi generosidad, de mi entrega silenciosa»
Jesús no me llama por mis talentos. No mira a su alrededor buscando a los más capacitados. Sé que me llama y elige después de mirar dentro de mi corazón. Y si ve que estoy abierto y dispuesto a seguir sus pasos, me nombra. No sé cómo pero algo debió ver en mí, algo bueno que yo mismo desconozco. Yo me comparo, miro a otros, veo talentos más valiosos, más capacidades. ¿Qué hago aquí yo siguiendo sus pasos? ¿Para qué me ha llamado a mí? Busco en mi interior buscando talentos ocultos que justifiquen la elección. Quiero demostrarle al mundo que tiene sentido su llamada. Que valgo, que tengo un talento especial, un don que nadie tiene. ¡Cuánta pobreza en mi mirada! ¿Acaso Dios tiene que justificar por qué me llama? ¿Tiene que darle explicaciones a alguien por haberme llamado? No, para Él soy valioso tal como soy, en mi pobreza, en mis pecados, en mis debilidades. Eso es lo sorprendente que siempre de nuevo toca mi corazón. Soy apóstol por vocación, enviado por su amor y quiere Jesús que lo siga y me lance a la vida sin temor. Quiere que sea fiel a mí mismo, a la verdad de mis pasos. Y yo rebusco continuamente dentro de mí queriendo valer. Que vean que valgo, que tiene sentido mi llamada, mi existencia. Y descubro dones dentro de mí que Dios ha sembrado. No me comparo con nadie. Valgo por lo que soy, no por mis logros y conquistas, no por mis cargos y títulos, no por mi carrera profesional, no por el éxito de mis empresas, no porque siempre me vaya bien, y logre una vida inmaculada y sin mancha. A veces veo talentos que no sabía que tenía y pienso, torpemente, por eso me llamó. Pero ¡qué necio soy! No me entero de nada. No me llamó por ese talento que parece tocar los corazones, no me eligió porque viera que conmigo iba a hacer fecundo su reino. No es mi reino, es el suyo, no me necesita tanto como creo. Sólo soy asalariado y me dejo la vida en su mies, haya fruto o no lo haya. Puede incluso que algún día no pueda entregar ese carisma que Dios sembró en mi alma. Ese don mío parece perderse y aún así no me llamó por ese talento que da vida a otros. Recuerdo la vocación de Simón el zelote. ¿Por qué eligió a un hombre violento de esa secta que quería imponer el poder de Dios por la fuerza? Lo he escuchado muchas veces, uno de los doce, de los más cercanos. Venía de una secta judía que tenía la violencia armada como método de lucha. Me cuesta entenderlo. En la serie Chosen muestran cómo Simón cree que Jesús lo llamó por su capacidad para la lucha, por la preparación que tenía para enfrentar a los romanos con la fuerza y la estrategia. ¡Qué lejos estaba de la verdad! Jesús se lo confirma, no lo llamó por eso, no necesita su violencia, ni sus métodos. Lo llamó simplemente porque quiso y porque algo vio en su corazón. Bondad, verdad, honestidad, generosidad. No lo sé. Algo que sólo Dios veía, tal vez ni siquiera él podía reconocerlo. Pero lo quiso a su lado, ahora con métodos pacíficos. Tuvo que cambiar para hacerse discípulo. Tuvo que desaprender lo aprendido cuando creía estaba haciendo la voluntad de Dios en su vida. Ya no pretendo conocer a Dios. Él tiene sus caminos, sabe cómo elegir a los que ama. No busca los talentos más vistosos. Incluso llama a seguir sus pasos en el sacerdocio a personas que en otros ámbitos del mundo hubieran brillado y hecho mucho bien. Entonces, ¿por qué desperdiciar esos talentos? No lo sé, sólo Dios lo sabe. Él tiene sus formas, sus caminos, su verdad. Yo sólo me pongo en sus manos como apóstol. Le doy mis talentos, los que brillan, también los más ocultos. Y pongo a su servicio también mi impotencia, mi debilidad, mi pobreza, mi pecado. Sólo Dios sabe cómo va a utilizar mi sí. Yo sólo tengo que ser más humilde y manso de lo que soy. Aceptar que no será a mi manera, sino a la suya. Aceptar que no será como yo quiero, sino como Él desea. Viviré humillaciones que me harán más humilde. Es lo más rápido. Aprenderé a vivir de su mano y no apoyado en mis capacidades humanas. Él sabe lo que me conviene y el reino de Dios crece de su mano, no de la mía. Me hace más humilde pensar que no soy yo. Siempre es Él sirviéndose de mi sí, de mi generosidad, de mi entrega silenciosa. Sin pretender cargos, ni puestos, ni trabajos de acuerdo con mi capacidad. Como si pensara que soy más valioso. Allí donde Dios me ponga seré útil. No importa lo que haga. No pasa nada si no necesita ninguno de mis talentos o dones. Es según su camino, no según el mío. Aceptar que es así el camino me hace más manso. Al fin y al cabo lo único que me pidió Jesús fue eso: «Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón». Escuchar la llamada basta para emprender el camino. Saber para qué me necesita Dios realmente es una tarea de toda la vida. Siendo manso y humilde aceptaré cualquier trabajo, cualquier forma de servir. No buscaré tanto el reconocimiento ni la gratitud del mundo.
Cuesta aceptar la soledad no deseada y abrazar las dificultades que la vida pone ante mis pasos. Mi corazón no quiere lo que duele, no busca lo que da miedo, no sueña lo que no me alegra. Y me enojo con ese Dios que no hace realidad ni mis planes, ni mis anhelos. Y se lo he pedido tantas veces. Una vida concreta, unos sueños precisos, un lugar fuera de mí que llegara a ser mío. He querido atar los mares para navegar mi rumbo sin temer las tormentas. He intentado detener las estrellas en medio de mi firmamento para alumbrar mis pasos. He pretendido hacer la vida a la medida de mis abrazos cuando los abro mirando el universo. Y siento el dolor cuando vivo lo que no he elegido o sufro lo que nunca he querido. Cuando me hiere el desamor o el desprecio y el abandono se adentra en mis entrañas, rompiendo mi carne. Tengo sobre la piel la marca de un amor infinito. No sé cómo ese Dios contra el que me rebelo me dejó su beso en algún momento. Cuando nací solo y sufrí al cruzar el vértigo que separa el útero materno de la tierra desangelada que hoy habito. Y en ese saltar a la vida sin previo aviso una mano silenciosa y sagrada sostuvo mi miedo más íntimo y me mostró un horizonte más amplio ante mis ojos. Entre lágrimas me abrí paso hacia la vida y esperé un abrazo infinito, en manos de madre. Ella sostuvo temblando los primeros momentos de la vida que no era un derecho, siempre fue un don inmerecido. Y así me sigue costando la vida cuando experimento el abandono, la renuncia o la pérdida. Esa soledad no deseada mirando al mar. Aún así me resisto a aceptar que mi vocación sea la soledad, es todo lo contrario. Como comentaba Sor Verónica, fundadora de Iesu Comunio: «Uno no es sin la suma de sus hermanos. Somos un solo cuerpo en Cristo Jesús. Mirad cómo se aman. La comunión es misión. Querernos es una bomba para este mundo frío y solitario». El que ama nunca está solo. El que se abre a su hermano y forja un vínculo, alza la mano, arriesga un paso en busca de una intimidad que provoca tensión, o miedo a un rechazo que el alma no desea. Una amistad desde Dios que me hace luz y fuego en medio del frío de las noches. Y me lanza al vacío que viven tantos que amándose se sienten solos, entregando sus vidas tocan la frialdad de no sentirse escuchados, ni amados. Y desean ser queridos por alguien que no quiera cambiarlos y los acepte en su originalidad. Sueñan con tocar el amor en su corta vida, un amor eterno. Un amor distinto al mío, sin mis pretensiones, sin mis prejuicios. Leía el otro día: «Llevaba treinta y cinco años sintiéndome solo en este planeta, y un buen día tú apareces de la nada y de repente lo entiendo. - ¿Qué es lo que entiendes? Hizo un gesto de negación y se encogió levemente de hombros. - El amor»[1]. El encuentro humano provoca un cambio en mi alma que me abre a mi hermano. Saberme amado de repente, súbitamente, cuando menos lo esperaba lo cambia todo a mi alrededor. Y entonces mi historia cobra un sentido. Y se abre una puerta que yo mismo antes cerraba por miedo, por angustia, atando los cabos sueltos de mi pasado. Es esa la puerta sagrada que vela mi alma para que no se exponga nunca al rechazo, ni al olvido de nadie. Y entonces, al verme amado en mi verdad, tal como soy, la soledad estalla en mil pedazos. No está nunca solo el que ama, el que se vincula rompiendo sus temores, el que sale de sí mismo venciendo su prudencia y pudor. El que se expone en su verdad sin temer el abandono. El que ama y se ha sabido amado antes por Dios, por alguien, por un amor humano limitado y pobre que refleja vagamente el amor eterno de Dios en su vida. Puede amar aquel que tiene su amor más seguro en ese Dios que camina a su lado. Nada lo perturba porque de esa forma ya no siente que la vida se pueda perder en medio de tantos pasos dados por los caminos. Y así ya no estoy solo aunque esté solo o acompañado de extraños o conocidos. Ya nunca camino solo aunque el silencio me aturda los oídos. Ya nunca estaré solo ni en la hora de mi muerte porque la mano de Dios sostendrá mis tímidos pasos. Incluso cuando camine cansado al borde del abismo. El amor es más fuerte y la vida anclada en corazones asciende de forma más liviana hacia el cielo. Quiero besar la soledad que habito. Porque en ella me hago hombre, hijo, hermano, padre. En ella soy más de Dios y más de los hombres. Beso esa soledad que todo hombre vive, sea cual sea su camino y comparta sus pasos con quien los comparta. Pero cuando vivo la soledad entrelazada en gestos de amor todo cambia. No son mis planes los que me definen, sino mi sí alegre y fiel al camino que Dios me señala. En Él encuentro la paz y sonrío.
¡Qué frágil es la vida, en cualquier momento se escapa! ¡Cuánta incertidumbre pensando en el mañana! Nada es seguro. Sólo tengo claro que un día llegará el momento de partir. Y tendré que estar preparado cuando llegue. ¿Lo estaré? A menudo pienso que estoy demasiado aferrado a esta vida con sus sueños. Con uñas y dientes me resisto a dejar escapar lo que hoy me alegra. Y se me hace lejano y pequeño el cielo que sueño. Ese cielo del que tanto hablo, ese cielo que será plenitud de todas mis carencias. Ese cielo que puede esperar por el momento, no tengo prisa. Por eso me conmueve la vida de los santos de hoy. Esos santos sencillos y humildes que viven sin hacer ruido y mueren con una sonrisa. Esos santos que han sembrado esta tierra de esperanza viviendo a la altura de mis ojos. Pasan delante de mi casa y a menudo no me doy cuenta. Porque vivo ensimismado y pensando en mí, en mis temas, en mis anhelos, en mis problemas y preocupaciones. En mi dolor y en mi propia muerte, tal vez lejana. Vivo tan ensimismado y vuelto sobre mí mismo que se me escapa el paso de Dios en medio de los hombres, en piel humana y voz audible. Esos santos de hoy son los que cuentan, los que valen en un mundo lleno de desengaños. Porque no es oro todo lo que reluce y no siempre la santidad brilla con fuerza. Pero hay días en los que me despierto de mi letargo y aprecio el paso fugaz de Dios junto a mí. Lo veo detenerse ante mis ojos. Y de repente pienso que merece la pena vivir si es para morir de una determinada manera. Lo demás no importa. Ni mis éxitos, ni mis logros, ni la repercusión de mis palabras o mis obras. Nada de eso importa, es pasajero. Tiene más fuerza ese olor a santidad que emana de esas personas humildes que han sabido interpretar de forma prodigiosa la sinfonía de su vida y de su muerte. Y es que hace algún tiempo estaba yo rezando por una mujer joven que luchaba con fe y paz contra un cáncer que avanzaba en su cuerpo. Elisa, una mujer sencilla y alegre, vivió su enfermedad con sencillez, con humildad. Confesaba que llegó un momento en el que dejó de pensar tanto en ella misma para pensar en los demás. Y creció hacia dentro, como hacen los santos, que se hacen más hondos por obra de Dios. Unas horas antes de morir quiso despedirse de una amiga. Estas son algunas de sus palabras que me impresionaron profundamente, dichas con voz débil: «Quería darte una noticia. Que me vieron ayer los médicos y que me voy a la casa del Padre dentro de poquito. No sabemos cuándo. Porque eso no se sabe si es un día u otro. Así lo ha querido Jesús. Gracias a Dios tengo paz. Que reces para que continúe así. De momento estoy bendecida por esa paz. Me alegro mucho, la verdad. A por ello. Que hemos ganado la batalla, porque, sinceramente, tanto una cosa como otra es ganar la batalla. Es lo que el Señor ha querido de mí, lo mejor para mí, y lo que más feliz me puede hacer. Gracias por todo. Te quería avisar. Un abrazo». Estas palabras me rompieron por dentro al saber que en esa misma noche falleció con paz y se fue a la casa del Padre, como ya sabía. Me conmueven sus palabras, dichas con sencillez, con tanta verdad, con tanta fuerza. Decía que hemos ganado la batalla, justo cuando estaba muriendo. La batalla de la vida, la batalla de la felicidad, la batalla de Dios que se me escapa y no la entiendo. Para el mundo hoy la batalla está perdida en cuanto muero. Sólo quedan el silencio, las cenizas, el recuerdo. Parece que pierdo la batalla porque el mundo está lleno de vida y lo que muere abandona este mundo. Y ella ya ha partido. Pero no es esa su mirada, ni la de Dios sin duda. Ella siente que también morir es una victoria, como fue una victoria la muerte de Cristo. En ese momento de verdad en su vida reconoce feliz que besar el plan de Dios que no comprendo es al fin y al cabo la mayor victoria. ¡Quién puede comprender la mirada de Dios en ojos santos! La enfermedad me duele siempre muy dentro y no la comprendo y no la acepto, y quiero que muera para seguir viviendo. Que se vaya, para seguir amando. Entiendo que es normal que exista el deterioro de mi cuerpo, porque es sólo materia, no es eterno. Pero me sigue asustando la muerte con ese halo de misterio y esa frialdad que me deja. Por eso hoy, al escuchar sus palabras, me conmuevo. Y me recuerda lo que decía Oscar Wilde: «Todos estamos en el fango, pero algunos miramos las estrellas». Ella vivió su enfermedad y su muerte mirando las estrellas. Mirando al cielo y confiando. Yo no sé si a veces vivo mirando el fango. Hay personas a las que la enfermedad amarga y vuelve más ruines, más egoístas, más autorreferentes. No quiero ser yo así, cuando me llegue. Hay otras personas a las que la enfermedad las purifica, las llena de luz y las hace transparentes para dejar ver a Dios mirándome con sus ojos. Así ha sucedido con Elisa. Se volvió luz para muchos. Y para mí un destello de Dios en un mundo que se deja llevar a menudo por el desánimo. Su mirada sobre la casa del Padre me emociona. Estoy ganando la batalla cada vez que beso a Dios en mi cruz y le sonrío. Ojalá aprenda yo a añorar tanto el cielo.
Los tiempos siempre son confusos. No importa de qué momento hable, siempre es incierto. Hoy escucho por boca del profeta: «Será aquél un tiempo de angustia, como no lo hubo desde el principio del mundo». Y Jesús me muestra lo difícil de este mismo tiempo que hoy vivo: «Cuando lleguen aquellos días, después de la gran tribulación, la luz del sol se apagará, no brillará la luna, caerán del cielo las estrellas y el universo entero se conmoverá». Me habla de señales de dolor que surgen. A menudo he querido saber cuándo vendrá Dios a rescatarme de las dificultades y acabar así con todo lo malo. Es como si cuando veo señales de dolor estuviera cerca el fin del mundo. Siempre surgen personas que buscan la fecha exacta en la que todo acabará. La pandemia, los volcanes, el hambre, la migración, la guerra, los conflictos sociales. Todo son señales de un mundo en llamas que parece estar muriendo. Quiero saber el día exacto de mi muerte para prepararme, para saber cuándo y cómo tengo que emprender el vuelo. El fin del mundo me interesa. El fin que a todos les llegará un día. Siento esa curiosidad por conocer mi futuro. Por saber exactamente por dónde entrará la muerte. El corazón tiembla ante tanta oscuridad. Y es que los presagios son negativos y me hablan del final. ¿Podré vencer la muerte? ¿Nacerá un nuevo día? El miedo a la muerte duele dentro del alma y me paraliza. Jesús me dice: «En verdad que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla». Una generación sólo y ya han pasado tantos siglos. Generación tras generación. ¿Hasta cuándo? Hoy Jesús me lo repite: «Nadie conoce el día ni la hora. Ni los ángeles del cielo ni el Hijo; solamente el Padre». Yo no lo sé. Es imposible tener certezas sobre el futuro. Si las tuviera viviría demasiado relajado o sin esperanza. No podría cambiar nada de mi mañana porque es como si todo estuviera predeterminado. No pienso en negativo, no me hace bien. Pensar en el final de mi vida, en tragedias posibles, en cruces sin nombre que se yerguen como amenaza me quita la paz. Prefiero ser positivo y optimista. Prefiero mirar la vida con ojos nuevos, alegres y soñadores. No me dedico a analizar todos los signos de los tiempos buscando en ellos señales que me indiquen cuándo llegará el final. Me acostumbro a vivir en presente. No pienso si me va a quedar energía suficiente para mañana. Lo entrego todo hoy sin miedo a que mañana me encuentre cansado. Me fío de las palabras de Jesús, cada día tiene su afán. Pienso en la Virgen de la Almudena. Una advocación de María que se celebra en la ciudad de Madrid. Cuando Madrid fue ocupada por los musulmanes una mujer creyente llamada Maritana decidió esconder una imagen de la Virgen en el interior de una muralla. La introdujo allí con dos velas encendidas. Pensó sólo en ese momento salvador, no se proyectó en el futuro. No se cuestionó cuánto tiempo estaría María escondida. No hizo cálculos humanos. No tuvo miedo a no volver a ver aquella imagen. Hizo sólo lo que en ese momento sentía que Dios le pedía. Proteger a María, guardar su imagen, esconderla hasta que pudiera volver a dar luz a los hombres. Hizo todo lo que tenía que hacer en ese momento. Siglos más tarde la oración del pueblo logró que cayera la muralla y apareció la imagen oculta. Las dos velas permanecían encendidas. Los tiempos de Dios no son mis tiempos. Él sabe mejor lo que me conviene y sólo me pide que no haga cálculos. Que no guarde para cuando no haya. Que no viva con miedo por si más tarde todo se complica. Que no me angustie intentando arreglar la vida de los míos para los próximos cincuenta años. No soy dueño de mi futuro. Sólo me queda vivir el presente como el don más valioso que tengo. Cuido mi vida ahora. La entrego ahora. Me sacrifico ahora. Amo ahora. Vivo ahora como quiero vivir, no esperando una mejor oportunidad cuando lleguen tiempos mejores. Pensar así no me ayuda. No vivo esperando el final de los tiempos. Sólo sé que lo que no haga ahora se quedará sin hacer. Maritana lo sabía y por eso escondió su imagen. No sabía por cuánto tiempo. Sólo pensó en ese presente inquietante. Así quiero hacer hoy con mi vida. No la entierro sino que la pongo ahora al servicio de los hombres. No pienso en el día en el que tenga más tiempo, mejor aprovecho el tiempo del que dispongo. Nadie me asegura un día más de vida. Mi camino está en las manos de Dios y sólo Él sabe hasta cuándo viviré. Pensar en futuros negativos me quita la ilusión por vivir. No pienso en el día en el que ya no esté. Soy eterno, he nacido para estar con Dios, para vivir para siempre. Decía el P. Kentenich: «Estamos el uno junto al otro para encendernos mutuamente. Nos pertenecemos el uno al otro ahora y en la eternidad; también en la eternidad estaremos el uno en el otro»[2]. Lo que ahora hago, lo que siembro es para la vida eterna. No es para un mañana caduco. Es para siempre. Por eso no quiero dejar de aprovechar lo que Dios me da. Los miedos al futuro que me aguarda lo único que consiguen es que se paralicen mis pasos. No quiero vivir con miedo, ni con angustia. Actúo como si fuera a vivir cien años. Y vivo como si mi vida se fuera a terminar mañana. No dejo para mañana lo que puedo hacer hoy. Dejo de lado mi tendencia a la procrastinación. No quiero perder los días que tengo.
Jesús salvará a todos. Hoy escucho: «Entonces se salvará tu pueblo; todos aquellos que están escritos en el libro. Muchos de los que duermen en el polvo, despertarán. Los guías sabios brillarán como el esplendor del firmamento, y los que enseñan a muchos la justicia, resplandecerán como estrellas por toda la eternidad». El Hijo del hombre vendrá para salvarme: «Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad. Y él enviará a sus ángeles a congregar a sus elegidos desde los cuatro puntos cardinales y desde lo más profundo de la tierra a lo más alto del cielo». Cuando todo parece perdido surge el salvador de la nada, en el último instante. Como esas películas en las que sé que al final todo saldrá bien y el protagonista no morirá. Pienso en el Salvador que viene en medio de esa oscuridad que trae la noche. Como el sol que amanece cada mañana desterrando las tinieblas. La luz se impone sobre la noche. Me gusta la luz. Me gusta la vida por encima de la muerte y esa risa que vence el llanto. Elijo el abrazo que cubre la desnudez de la soledad. Me gusta el fuego que calienta y purifica, no ese fuego que todo lo destruye, como la lava de un volcán. Me gusta el sol que protege mis pasos, no el sol que me ciega impidiéndome ver. La luz es más tentadora. La oscuridad es mi refugio cuando no me siento bien, en paz conmigo mismo y no quiero que me vean y descubran mi pobreza. El amor rompe el odio. Las palabras quiebran ese silencio incómodo que me separa y aleja del desconocido. Me gusta la luz que nunca se apaga. No esa noche indescifrable que se erige con fuerza delante de mis pasos. Pero a menudo tengo que creer sin ver, creer sin ver la luz, creer en medio de la noche y la oscuridad. Decía el P. Kentenich: «¿Qué significa creer? Significa la apertura de la cabeza y del corazón para Dios, a pesar de que Dios se encuentra a menudo en la oscuridad, detrás de la nube. Como Dios no está frente a mí vestido con hermosas ropas y diciéndome: ¡Hola!, sino que siempre y en todas partes se encuentra en la oscuridad, tener un sentido perceptivo para Dios significa descubrir a Dios en todas partes a pesar de que está detrás de la nube, a pesar de que está en la oscuridad»[3]. En ocasiones la vida me muestra sus sombras, sus noches, su oscuridad y sus nubes. No logro descifrar en qué lugar se encuentra Dios escondido. Hace falta fe para aferrarme a la vida que no poseo, a la alegría que no acaricio, al futuro que aún no es presente. Fe para suplicar que la luz ilumine el camino a seguir y me ayude a descifrar el sentido de tantas encrucijadas. Quisiera tener una fe viva capaz de interpretar los signos de los tiempos como les decía Jesús a los suyos: «Entiendan esto con el ejemplo de la higuera. Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las hojas, ustedes saben que el verano está cerca. Así también, cuando vean ustedes que suceden estas cosas, sepan que el fin ya está cerca, ya está a la puerta». Dios está a la puerta oculto detrás de las desgracias y oscuridades. Oculto para decirme que viene a salvarme, a sacarme de mis tristezas. Para que sea Él con su alegría el que reine en mi corazón. Esa mirada positiva y llena de esperanza es la que me salva. Intento descifrar los signos de los tiempos. ¿Dónde me habla Dios hoy? Los cambios no deseados, las pérdidas no queridas. No hay respuestas claras y no se me muestran con nitidez los pasos que quiero dar. Pero sigo caminando confiado. En algún momento se apartará una nube, aparecerá una luz, surgirá una estrella, una palabra romperá el silencio, una melodía iluminará mi alma. Un abrazo acabará con mis pasos fríos. Y sentiré que todo tiene una respuesta en el corazón de Dios. No quiero tener miedo a ese Dios oculto en medio de mis pasos. No me desespero si el presente no desvela los misterios. No vivo sobrecogido sintiendo que la derrota es lo último que tengo. Es sólo un paso más. Una parte del camino lleno de espinos y parajes claros. Sonrío al saber que sólo quiero vivir cerca de Dios para pensar bien lo que me está diciendo. ¿Cómo me está hablando Dios en mi vida? Me habla en el silencio de mi corazón. En las conversaciones que tengo a lo largo del día. En un mensaje recibido. En una noticia que leo con sorpresa. En una canción que me llena el alma de alegría. En una persona que sufre a mi lado y precisa mi ayuda y cercanía. En una celebración a la que soy invitado. En una tarea en la que tengo que participar con el corazón en calma. Los días pasan. Nada dura eternamente, sólo el cielo. Doy palos de ciego buscando el camino. Le pido a Dios en mi alma que me ilumine, que me muestre lo que quiere de mí, que sepa por dónde seguir y cómo crecer. Parece fácil, pero no siempre entiendo las preguntas que brotan en mi alma. Siento miedo a fallar. Me escondo a veces. Pero no puedo dejar de buscar, de indagar, de interpretar. Los caminos de Dios no son mis caminos. Él tiene propósitos que yo desconozco. No pretendo tener claridad sobre todo. Sería necio pretender ser como Dios. Sólo busco algo de luz para poder sembrar yo claridades a mi alrededor.
La santidad es un don que se me regala. Un manto de amor que cubre mis mezquindades. Una ofrenda que Él hace para que simplemente yo sea ofrecido. No tengo miedo, espero, aguardo, medito. Hoy escucho: «Cristo, en cambio, ofreció un solo sacrificio por los pecados y se sentó para siempre a la derecha de Dios. Así, con una sola ofrenda, hizo perfectos para siempre a los que ha santificado. Porque una vez que los pecados han sido perdonados, ya no hacen falta más ofrendas por ellos». Yo me empeño en salvar el mundo. Doy pasos, muevo las manos y pronuncio palabras. Me invento melodías que calmen el alma. Pinto sobre un lienzo un amanecer eterno. Y espero a que Dios sonría conmovido. Su ofrenda ya basta. Su entrega en la cruz me sigue conmoviendo. Ese instante de dolor ante el que rezo. Pero me gusta más Jesús cuando cura al enfermo, levanta al caído, abraza con misericordia, libera al endemoniado, sana al que está roto, teje las heridas abiertas, juntando los extremos del alma partida. Me gusta más ese Jesús que camina de un lado a otro de la orilla del lago o sube a la montaña más alta para decir sus palabras. O guarda silencio cuando quieren tentarlo o simplemente escribe sobre la arena palabras que yo no entiendo. Me gusta más ese Jesús que no espera a que yo cambie para darme su abrazo. No aguarda a que lo haga todo bien para entrar en mi camino. No me suplica que cambie para caminar sobre las aguas. No espera que crea como para mover de lugar una montaña. Y yo le pido que aumente mi fe como un moribundo al borde de la muerte. Es tan sencilla mi forma de ver la vida que a Él le agrada. Sabe que sólo quiero amar y ser amado. En esto me desgasto recorriendo esta tierra. Habitando lugares y soñando misiones. Y creo que sin mí nada será hecho. Y gracias a mi entrega su reino será hondo. No lo tengo tan claro porque he visto mi debilidad y he sentido mis pecados. ¿Mi ofrenda vale tan poco o es la suya la que vale? Ofrezco lo que tengo, y lo que he perdido. Ofrezco todo como un niño que sólo sueña con el cariño de los que le rodean. Ofrezco lo que me cuesta, lo que me duele. Decía el P. Kentenich: «Y si durante el día se me exige algún sacrificio, aunque fuese el más duro, estoy dispuesto a ofrecerlo. Y si me retraigo, ¿no significa eso saltar de la cruz?»[4]. Jesús ofreció lo que más le dolía sin bajarse en ningún momento de la cruz. Así quiero vivir yo y quiero ofrecer lo que me duele. La renuncia que no he buscado y acepto con humildad. La ocasión que Dios me da para entregar la vida con sencillez. Mi sacrificio diario. Cuesta darle mi sí a ese Dios que se abaja sobre mí para recibir mi ofrenda. ¿Necesita mi ofrenda? Sólo quiere que le dé mi sí alegre y confiado. Quiere que llegue a su presencia sin miedo y sin angustia. Quiere que me ponga en sus manos para que pueda utilizarme a su manera, según sus formas. Yo huyo del dolor, del sufrimiento, de lo que no me gusta. Detesto lo que me hace daño y me aparto de lo que es tóxico y me hiere por dentro. Sé que la vida es corta y todo lo que tengo es un don. No puedo sino ofrecer mis días, mis años. Ofrezco lo que no me gusta y sólo me cabe aceptar. Sonrío cuando me duele y la vida se agarra con uñas y dientes a mi piel. Ofrezco lo que me agrada y temo perder. El tiempo del que disfruto. El momento sagrado en el que amo. Ofrezco lo que me alegra, lo que me hace vivir con un sentido. Sé que ofrecer es entregar con un sentido. Para que Dios se sirva de mi vida para dar vida a otros. No importa dónde ni cómo. Mi santidad no es un don logrado sino una gracia que se regala a todos los que la precisan. Eso me alegra y me gusta. Ensancha el alma. Sufrir con un sentido vale la pena. Es como la semilla que para dar fruto tiene que morir antes. Sólo muriendo vivo. Sólo entregándola como ofrenda mi vida tiene un sentido. Amo esa ofrenda que duele y al doler se ensancha el alma, se agranda el corazón y el camino se vuelve más claro. Me gusta ofrecer lo que soy, lo que tengo, lo ganado, lo perdido. Ofrezco todo para que Dios disponga a su gusto. Acojo en mi corazón los miedos que me impiden darme. Dios lo sabe todo, eso me consuela y me hace sonreír. Esa es la santidad que sueño, el don que le pido. Su Espíritu cubre mi carne y la eleva.