Homilía del padre Carlos Padilla - 16 de enero de 2022

Domingo 16 de enero de 2022 | Carlos Padilla

II Domingo Tiempo ordinario

Isaías 62,1-5; 1 Corintios 12,4-11; Juan 2,1-11

«Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: - No tienen vino. Jesús le dice: - Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora»

16 enero 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«A María parece importarle todo en mi vida. No sólo se preocupa de los temas importantes. También de esos temas tontos que a mí me quitan la paz. Todo le preocupa»

Si no tuviera tantas expectativas sería más feliz. Mi felicidad interior, la paz que me habita, están unidas con las expectativas que tengo sobre la vida, sobre los demás, sobre las cosas que pasan. Miro a las personas y espero ciertos comportamientos de ellas, espero que digan ciertas palabras o anhelo que adopten ciertas actitudes. Pero no funciona así. Las cosas no son como yo espero. Y me defraudan. No se comportan como a mí me gustaría. O las cosas no suceden, las que yo quería. ¿Cuáles son esas expectativas que me frustran cuando no se cumplen? Son promesas no formuladas o incumplidas. Promesas que creo que Dios me ha hecho, cuando no es así. Los tiempos de Dios son distintos a los míos. Igual que su forma de cumplir la promesa de plenitud y amor eterno que me hace. Jesús no me ha explicado con lujo de detalles cómo transcurrirá todo a lo largo de mi vida. No lo ha hecho. No hay ninguna profecía que se vaya a cumplir al pie de la letra. No hay una lectura de mi mano que desvele un futuro esperanzador. El problema en mi vida son las expectativas incumplidas. A veces las formulo en mi interior. Otras veces simplemente sobrevuelan mi ánimo. La expectativa está fundada en un cierto derecho que yo creo poseer. El otro día leía: «Los sueños tardan en convertirse en realidad y, aun así, no siempre ocurren en los lugares donde esperamos. Mi padre solía decirme que existían los problemas que podías solucionar y los que no, y que estos últimos tenías que aceptarlos, cerrar la puerta y seguir adelante»[1]. Espero muchas cosas de la vida y eso no es malo. El problema es cuando estoy prendido de una forma o de un tiempo, de un lugar o de una persona. En ocasiones les exijo a los demás lo que nunca podrán darme. O he puesto en ellos una presión para que sean como yo deseo. Y no funciona. No son como yo creo que son. Y entonces no pueden reaccionar como yo espero que lo hagan. Puede ser que por miedo a ser rechazado yo viva cumpliendo expectativas de los demás. Esperaban que me comportara de una manera y como no tolero la crítica ni la desaprobación de nadie, me esfuerzo como un desesperado por hacer realidad sus expectativas. Me hago un flaco favor a mí mismo, pero también al que me lo exige. Porque seguirá exigiéndome muchas cosas a mí y a otros. Porque ve que cuando presiona y exige la gente reacciona. Pero lo hacen por miedo, como yo, miedo a quedarme solo y ser rechazado, miedo a no ser valorado. ¿Cómo corto entonces esa cadena? Siendo fiel a lo que yo puedo dar. No adoptando comportamientos que no son míos para que otros sean felices, para que se sientan bien y plenos. No funciona a la larga. Me acabo rompiendo porque en algún lugar, en algún momento, ante alguna persona, no podré responder a su expectativa, no lograré hacer lo que me pide y experimentaré la frustración. Un daño irreparable en mi alma. Tanto tiempo incapaz de dejar de contentar a todos con mi vida. Sonreír siempre, ser bueno siempre, decir que sí siempre, ser amable siempre, hacer lo que me piden, responder a lo que me preguntan, lograr lo que me demandan. Yo hago lo mismo con otros. Les exijo aquello que no tienen por qué darme. Y me rebelo contra Dios cuando no hace realidad todos mis sueños convertidos en expectativas muy concretas, con fecha y hora. Y trato de forzar la realidad para que se adapte a mis sueños. Mis expectativas me pueden volver obsesivo e incluso querer manipular el mundo a mi alrededor para que gire en torno a mí. Cuantas menos expectativas tenga sobre la realidad seré más feliz, tendré más paz. La vida podrá no funcionar, pero no espero que lo haga de la manera que podría haber soñado. No renuncio a la esperanza, es algo diferente. La esperanza es un don, una virtud. Tener esperanza permite que nunca me desmorone, no decaiga, no deje de luchar. La esperanza me mantiene con vida y les da un sentido a mis luchas. Me esfuerzo porque creo que al final del túnel oscuro aparecerá una luz. Al final del camino llegaré a una meta, al final de mi vida se hará realidad lo que Dios me prometió, siempre a su manera. Quizás tengo que ser menos rígido y más flexible, menos atado a mis creencias y más abierto a lo que la vida quiera revelarme. Dios me habla en presente y me dice que no me dejará nunca, pase lo que pase. Es la única expectativa que siempre se cumple. A la manera de Dios, con su fuerza, con su vida. Y yo me alegro y me dejo llevar. Más feliz, con menos peso, más lleno de esa esperanza que alegra mi alma. Dios no me va a dejar nunca solo, pase lo que pase. Sonrío.

¿Cómo se consigue que habite en mí la serenidad? ¿Cómo consigo calmarme cuando vivo alterado? ¿Cómo apaciguo mi sueño para poder descansar en Dios, en su mano poderosa? La serenidad es un bien que anhela el alma al comenzar un año muy poblado de incertidumbres. Quizás como cada año, más ahora que la pandemia todo lo complica. S. Juan XXIII escribe en su decálogo de la serenidad: «Sólo por hoy no criticaré a nadie y no pretenderé mejorar o disciplinar a nadie, sino a mi mismo. Sólo por hoy haré una buena acción y no lo diré a nadie. Sólo por hoy haré por lo menos una cosa que no deseo hacer; y si me sintiera ofendido en mis sentimientos procuraré que nadie se entere. Sólo por hoy me haré un programa detallado. Quizá no lo cumpliré cabalmente, pero lo redactaré». Me gustan estos propósitos para lograr la serenidad. Quizás yo debiera hacerme mi propia lista. ¿Qué cosas son las que más me alteran? ¿Qué me quita la paz y la calma interior? Criticar me altera. Cuando me fijo en lo que los demás hacen mal sufro. Al ver los defectos de otros que me irritan pierdo la calma. Y entonces me siento mal. Porque el ver el mal en los demás despierta mis propios demonios. Ver lo que los demás tienen que mejorar hace que no piense en lo que yo puedo hacer mejor. Me gustaría ser capaz de cambiar tantas cosas que no están en orden dentro de mí. En lugar de pretender decirle a los demás lo que no hacen bien. Sólo por hoy no lo haré. En ocasiones, cuando hago el bien, quiero que todos lo sepan. Quizás es vanidad, busca de reconocimiento o simplemente el deseo de que me agradezcan. Y sufro, pensando en todo lo que la gente no ve. Como si el mundo debiera estar admirado de mi capacidad para hacer el bien. Me quita la paz hacer lo que no quiero hacer. Si lo hiciera voluntariamente tendría paz dentro del alma. Si lo hago protestando, me altero y pierdo la serenidad. Cuando alguien me ofende o yo me siento ofendido pierdo la serenidad, es cierto. Mi corazón sensible siente dolor. He sido criticado, juzgado injustamente, atacado sin haber hecho nada. No es justo, pero no puedo hacer nada por cambiarlo. Me callaré, no publicaré mi enojo, no me alteraré para que nadie sepa que lo estoy pasando mal. ¿Podré hacerlo? Me haré un programa de vida para este año, aunque tal vez no logre llevarlo a cabo. No importa, sólo por hoy lo haré con alegría. Y pondré ante mis ojos todo lo que puedo llegar a hacer. Esa mirada positiva pensando en el futuro me alegra el alma. ¿Qué cosas me quitan la serenidad? Los ruidos que no puedo apagar. Las personas que me insisten y me requieren cuando no puedo evitarlo. Las largas filas para lograr lo que deseo conseguir. El fracaso de mis planes concretos de cada día. Que alguien falte a su compromiso y no haga lo que había prometido. Que se eche a perder algún objeto que necesito para mi trabajo. Que una persona no llegue a su cita. Que justo cuando quiero hacer algo al aire libre llueva. Que no me salga bien lo que había pensado hacer. Que no consiga estar atento cuando me estaban diciendo algo. Que alguien hable mal de mí a mis espaldas. Que me juzguen por algo que no he hecho. Que me lesione o enferme cuando lo que quería era hacer muchos planes bonitos. Que me roben algo que era muy importante en mi vida. Que haga frío y yo no tenga ropa para hacerle frente. Que una persona se aproveche de mi buena voluntad. Que me exijan más de lo que puedo dar. Que me presionen para que logre lo que había prometido hacer. ¿Cómo recupero la serenidad cuando la he perdido? Tengo que detenerme y pensar. Caminar un largo rato sin querer resolver nada. Escuchar una buena música. Reír con un amigo. Acompañar a alguien. dejar de centrarme en lo que me inquieta a mí, en lo que me quita la paz. Salir de mis preocupaciones o volver a adentrarme en mi alma buscando a Dios y su paz. Reírme un poco de mí mismo, sin tomarme demasiado en serio. Suplicarle a Dios que me regale la tranquilidad que me falta. Alabarlo dándole gracias por todo lo que me da. Saber que la vida se juega en esos instantes en los que me decido a dejarme llevar por el Dios de mi vida. Por ese Dios que me ama y conduce mis caminos. Aprender a decir que no cuando veo que no estoy siendo libre. Elegir lo que me ensancha el alma en lugar de apretar los dientes y seguir luchando. Aceptar que no puedo y pedir ayuda cuando las fuerzas me faltan. Entender que el no es parte de la voluntad de Dios y no una forma de salir al paso de sus deseos huyendo. Dios quiere que tenga serenidad y tendré que buscar los caminos para conseguirla. La serenidad me ayudará a encontrarme con Dios en paz. Me hará mejor persona y sacará lo mejor de mí. Sólo tengo que dejarme conducir por Dios y confiar en Él, viviendo en presente siempre. Aceptando que hoy es el mejor día de mi vida y el lugar donde habito el mejor lugar donde podría estar. Y las personas con las que camino son las mejores personas que podría tener junto a mí.

No hay nada oculto que no llegue a saberse. Nada secreto que no sea conocido por Dios. Nada que yo no sepa que sea demasiado relevante para mí. Me puede a veces la curiosidad, la intriga. ¿Qué habrá detrás de ese rostro, de lo que cuentan de esa persona, de sus escritos o fotos? ¿Qué habrá detrás de su sonrisa, de sus palabras amables, de sus abrazos cálidos? ¿Qué habrá detrás de un pecado, de una caída o una infidelidad? ¿Cómo es posible verlo todo, comprenderlo todo e interpretarlo todo de forma correcta, siendo fiel a la verdad? Yo no puedo, el hombre no puede. Por eso me arrodillo continuamente ante el misterio oculto de cada mirada, de cada rostro, de cada palabra, de cada emoción. No soy yo nadie para interpretar los hechos o las palabras. Porque siempre lo haré desde mi experiencia, desde los límites de mi inteligencia, desde la herida de mi corazón. Y emitiré juicios apresurados, opiniones poco precisas. Sólo sé que ante los ojos de Dios todo es diáfano y claro. En su presencia no hay secretos, no hay misterios. Cuando llegue a su presencia y me postre ante su mirada no tendré que decir nada. ¿De qué valdrán entonces mis excusas, mis justificaciones o simplemente mis quejas? Nada, callaré sabiendo que su mirada no es de condena sino de amor. Esa mirada me salva. Sabe cómo soy, hasta lo más íntimo de mi ser y me ama. Ese amor de Dios me conmueve. A mí me gustaría ser como Dios. Saber las cosas y juzgarlas con bondad, con amor, con benevolencia. Es cierto que busco saberlo todo, descubrirlo todo. No quiero secretos ni misterios mientras yo guardo los míos. Y luego soy capaza de dar una opinión sobre todo. Ante nada permanezco indiferente ni callado. Ante el comportamiento de los demás tengo mi forma de verlo. Ante su forma de enfrentar la vida no puedo permanecer callado. No sólo lo pienso, también lo digo. Quiero saber más, averiguar más misterios, descubrir más verdades. Y así se me va la vida jugando con la vida. Más tarde exijo que respeten mi intimidad, que no se metan en mis secretos, en lo hondo de mi corazón donde sólo Dios es capaz de dar misericordia. Miro la luz y dejo atrás las tinieblas. Miro el día que amanece y me conmueve la noche que comienza en el atardecer. No quiero esconderlo todo. No pretendo guardar las cosas que me pasan. No quiero dejar echado un velo sobre todo lo que vivo. Pero me da miedo permanecer expuesto a la mirada de los hombres. Nunca he temido la de Dios. Pero no sé por qué me da miedo el juicio y la crítica de los hombres. Es vanidad, lo sé. Me ato al juicio de aquellos que caminan como yo entre sombras. Y todo quizás por algo que leía el otro día: «Hoy en día muchas personas están enfermas: lo están psíquicamente y, por eso, también corporalmente. ¿Y saben por qué? Primero, porque tienen en su interior muchas impresiones no digeridas que ejercen presión sobre el cuerpo. Y, segundo, porque no pueden con su sentimiento de culpa»[2]. Sombras dentro de mi alma que ahogan la luz incipiente que Dios ha dejado caer dentro de mí, como una cerilla lanzada sobre el mar nocturno. Imposible que permanezca encendida. Demasiadas emociones no trabajadas. Acontecimientos no digeridos. Heridas no sanadas. Y la culpa, ese sentimiento tan ajeno y cercano. Brota con o sin razón dentro del alma. Me siento culpable de tantas cosas que jamás he realizado. La culpa me atenaza y la tapo, la oculto, justificando mis actitudes y comportamientos. Me cuesta tanto perdonar la propia culpa. Y esos sentimientos extraños se adentran en el alma hiriéndome. En la oscuridad me recreo creyéndome lejos de las miradas de los hombres. Pero sé que la luz de Dios penetra todas mis barreras y Él conoce todo de mí. El otro día el protagonista atormentado de una película preguntaba a su compañero: «¿Nos perdonará Dios todo lo que hicimos?». La respuesta clara de su amigo me conmovió: «No lo hará». Esa certeza entristecía el alma. Nadie podría mirarle con misericordia jamás. Hasta que los ojos de una niña inocente lo miraron de otra manera. Y pensó entonces que tenía derecho a seguir viviendo, se supo amado en su verdad. No hay nada más liberador que la mirada de aquel que no me condena. Que lo sabe todo y puede seguir amándome sin miedo. Esa forma de mirar mi oscuridad me llena de luz. Ojalá yo pudiera mirar así, acercarme así al misterio oculto de mi hermano. Sin querer saberlo todo. Sin tener que saberlo todo. Sin juzgar nada. Hay un lugar en el alma en el que sólo Dios cabe y solo su amor entra. Esa mirada de Dios lo penetra todo, lo sabe todo. Eso me alegra tanto en el alma. No me escondo de los hombres. No temo ni el peor de sus juicios. Sé que el amor de Dios es mucho más fuerte que todas mis incoherencias y fragilidades. Y su mano me levanta conmovido y feliz al poder verme en mi debilidad. Acepto mi culpa. Reconozco mis heridas. Estoy roto y sólo el amor de Dios puede recomponerme y sembrar de luz mis tinieblas. Su amor puede hacerlo porque Él es la luz que ilumina mi camino. En Él encuentro la paz. 

Hay días que amanecen vestidos de gris. Entre el frío y las nubes que ocultan el sol. Para que el alma no sienta el calor de Dios. O simplemente el frío se instale dentro de los huesos. Y tiemble por dentro sintiendo que no soy dueño de mí mismo. Que una soledad fría se me pegue a la piel. Y sonrío al escuchar hoy la palabra de Dios: «Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi predilecta», y a tu tierra «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá un esposo. Como un joven se desposa con una doncella, así te desposan tus constructores. Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo». Es posible volver a creer. Romper los cielos grises. Levantar la mano y detener los vientos. Acabar con el desánimo. Espantar el miedo y la ira que amenaza con erradicar la paz del alma. Soy elegido, soy preferido, soy amado. Esa noticia de Dios vuelve a hacerse carne en mi alma. Es posible ser amado de una forma nueva. Así me siento hoy al escuchar a Dios dentro de mí. Sonrío. Dios acaba con mis pesares, termina con mis vientos. Y consigue que confíe en mí, en Él, en su poder, en sus milagros. Tierra desposada con Dios es lo que soy. Una doncella amada por su amado. Un alma encandilada, segura de un amor infinito. Y por eso me animo a cantar un canto lleno de esperanza: «Contad las maravillas del Señor a todas las naciones. Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra; cantad al Señor, bendecid su nombre. Proclamad día tras día su victoria. Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones». Quiero proclamar que Dios es grande, que me quiere y hace maravillas en mí. Me alegra mirar a Dios y ver todo lo que ha logrado en mi vida. Quiero saber agradecer por todo lo que me ha permitido lograr en mi camino. En ocasiones me fijo sólo en lo que me falta. Veo el vaso medio vacío. No valoro las victorias del pasado. Miro en menos el alcance de mi vida al compararme con otros. Minimizo mi generosidad al ver la entrega de muchos. Infravaloro mi belleza al contemplar otras obras de arte. Y no doy gracias porque siempre la vida podría ser mejor. Veo el color gris de los cielos y no veo el sol agazapado en las nubes. Miro la oscuridad de la noche y paso por alto el brillo de las estrellas. Veo el dolor en el mundo y no logro agradecer por las almas que apaciguan el dolor del que llora. No veo el bien que hago ante el mal que realizo. ¿Cómo se vence el mal a golpes de actos buenos? Es como querer contener el mar para que no choque con las rocas del acantilado. Es como ponerle un freno al viento para que no sople en mi cara. Es tan poco lo que puedo hacer en este lapso de tiempo que disfruto en mis pasos. Tan poco lo que consigo escribir entre miles de palabras calladas. Es tanto el silencio que cubren las palabras no inventadas, nunca oídas, no soñadas. Es tan vasta la mies y tan pocos los que luchan por amar, por hacer el bien, por soñar. Es tan cruel el final de esta vida breve que me duele el alma. Y siento dentro de mí toda la intensidad de la impotencia. Pero me levanto en este día gris y rompo con mis manos la oscuridad que me turba. La lanzo lejos de mí para que no nuble mi ánimo. Soy capaz de alabar a Dios por su grandeza. Soy esposo de ese Dios que me ama, soy su hijo, soy su amado. Elegido sin méritos. Escogido entre muchos. Perseguido cuando huyo. Sostenido antes de caer. Así me gusta ver a ese Dios que me mira con ojos llenos de misericordia. Me hace sentir que me prefiere por encima de todos. Hay diversidad de caminos en medio de la vida, diversidad de dones, eso me salva: «Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A éste le ha concedido hacer milagros; a aquél, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como él quiere». Llevo dentro de mí el don que Dios me regala. La fuerza del Espíritu dentro de mi vida. Tengo una misión, una tarea. No me comparo para que mis días no se enturbien. No vivo comparando talentos porque todos valen lo mismo. Tiene un sentido vivir entregando la vida y sabiendo que lo que haga repercute en el cielo. Me gusta mirar la paz de los niños. Y contemplar los gritos de los que piden justicia. Me gusta sentir que el mundo está en llamas. Y sólo Dios podrá calmarlo con miradas llenas de ternura y esperanza. Y envía a sus obreros en medio de la vida. A cada uno le da un talento, un don, una misión concreta. Y sabe que no podrán llegar lejos. Sólo podrán alivianar los dolores, calmar las ansias, detener temporalmente las lluvias y lograr que el mal arrecie con menos fuerza. Lo pueden hacer los que dicen que sí con alegría a la misión confiada, sea grande o pequeña, poco importa. A mí sólo me queda levantarme convencido de que lo que hago es obra de Dios, no mérito mío. Que lo que consigo es don suyo y no ganancia. Que lo que escribo es sólo su voz en torpes palabras. Y me dejo hacer en sus manos, como el barro, sostener como el viento, amansar como el fuego. Es su poder en mí el que hace milagros. Se calman todos mis miedos.

Caná me evoca una boda imperfecta, como la vida misma que es imperfecta. Me habla de unos preparativos que fracasan. De unas ilusiones llenas de confusión. Todo parece estar preparado, todo bien dispuesto. Pero súbitamente se dan cuenta de algo, falta el vino, no es suficiente, calcularon mal. Era importante para que todo saliera bien. En ocasiones quiero que todo salga bien. Pretendo controlarlo todo. Me gustan las cosas perfectas. Me organizo, preparo, preveo posibles contratiempos. Y de repente todo se tuerce y nada sale como yo lo tenía planeado. Asumo que las cosas nunca serán perfectas, o tal vez nunca lo asumo. Sigo pensando que yo sí puedo hacerlo todo bien. Vana ilusión. En la tierra todo tiene una fragilidad, una grieta, una herida, un resquicio por el que se cuelan el fracaso y la pérdida. Hay fallos, desperfectos, incoherencias. Y las cosas no son como yo deseo. No todo sale bien. La imperfección me duele. Es más por orgullo que por la realidad de la derrota. Quiero que todo funcione bien y me resulte como esperaba. Hay una boda en Caná de Galilea. Allí Jesús, su madre y sus discípulos están presentes: «En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Faltó el vino». Una boda, días de fiesta y de alegría. Nada puede salir mal. Pero algo no funciona, falta el vino. Quizás algunos ven lo que está ocurriendo, o tal vez es sólo María quien se da cuenta: «La madre de Jesús le dice: - No tienen vino. Jesús le dice: - Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora». María ve la necesidad antes de que cunda el pánico. María es así, ve todo lo que yo necesito. Hay personas que tienen ese don en mi vida. Se dan cuenta de lo que me hace falta antes de que yo mismo sepa formularlo, o expresarlo. Es un don. Las madres tienen ese don. Ven lo que necesita su hijo y se ponen en marcha, actúan, hacen algo. Es lo que hace María hoy y siempre en mi vida. Nadie más sabe lo que sucede, sólo María lo ve y hace algo. Quizás algún discípulo se dio cuenta. Seguro que Jesús se percató. Ya no hay vino porque calcularon mal, pensaron que iba a alcanzar. Todo estaba previsto, calculado, medido. Pero no resultó como esperaban. Viene la angustia. ¿Qué pasa si no hay vino? En la serie Chosen muestran una posibilidad. Los padres de la novia podían indignarse al ver que los que han preparado la boda no han calculado bien. Siempre hay un culpable cuando algo no funciona. Siempre ha habido una falta de responsabilidad, una omisión. Un acto equivocado, egoísta, o culpable. Alguien tendrá que pagar por el error. ¿Era necesario un milagro para salvar a los responsables? ¿Hacía falta convertir el agua en vino y que ese fuera el primer milagro de Jesús? No era necesario. siempre hay cosas más importantes que el éxito de una fiesta ¿Es posible vivir con fracasos? Sí, todo es posible. El corazón humano se adapta a todo, también a la derrota. Al éxito y al fracaso. No me tienen que salvar siempre en el último momento. Puedo fracasar, puedo caer. Mis planes pueden salir mal. La perfección no es algo propio de mi carne humana. No necesito el éxito ni la perfección para ser feliz. No pasa nada si fallo, si me equivoco y no logro lo que soñaba. No todo tiene que salir como estaba previsto. Es cierto que siempre deseo un milagro en el último momento. Alguien que resuelva y arregle los imprevistos. Hoy María pide ese milagro. Le pide a su Hijo que haga algo. Pero Él le dice que no ha llegado su hora. María insiste: «Su madre dice a los sirvientes: - Haced lo que él os diga». Y entonces Jesús hace algo, hace el milagro. La insistencia de María siempre me conmueve. No se desanima ante la respuesta evasiva de Jesús. ¿Habrá llegado su hora? Seguramente María no lo sabía pero insiste. Lo que urge es ayudar a la familia amiga. Salvar su boda. Hacerles ese pequeño favor. Algo insignificante. El poder de Jesús supera la pequeñez de ese contratiempo. Que tengan vino suficiente. A María parece importarle todo en mi vida. No sólo se preocupa de los temas importantes. También de esos temas tontos que a mí me quitan la paz. Todo le preocupa. Nada de lo humano le es ajeno a Jesús, tampoco a María. En ocasiones me da vergüenza pedirle a Jesús que me salve en ciertos problemas, en cosas poco importantes. Pienso que no es algo fundamental. Que puedo vivir sin ello. Y no pido, no suplico, no insisto. Hoy miro a María pidiendo un milagro aparentemente irrelevante. Y Jesús hará caso a su Madre. Me gusta la actitud de María. Todo es importante para Dios. Todo lo que me pasa. Pienso en lo que hoy me quita la paz. Pienso en mis preocupaciones. Algunas son muy tontas, lo reconozco. En ocasiones me duele mi vanidad o mi orgullo, pero no es tan grave lo que me pasa. Yo lo doy más importancia porque me duele. Porque en mi fragilidad he hecho un mundo de algo insignificante. No importa, a Dios todo le inquieta. Todo le parece relevante. No le oculto nada, se lo cuento. Me falta vino. ¿Dónde me falta vino? ¿Dónde no me encuentro con paz y alegría? ¿Por qué de repente estoy triste y pensativo? Miro a Jesús y le suplico que haga un milagro en mi vida.

El milagro de Caná no es extraordinario. No me muestra la curación de una enfermedad incurable. No es la resurrección de un muerto. Es algo más sencillo, algo cotidiano: «Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: - Llenad las tinajas de agua. Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: - Sacad ahora y llevadlo al mayordomo. Ellos se lo llevaron. El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice: - Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora». Un milagro innecesario habiendo tantas necesidades, tantos enfermos en Israel. Pero en él se muestra la clave de la acción de Dios. Para que haya un milagro hacen falta mi fe y mi entrega. Lo primero que Jesús pide es que llenen de agua las tinajas. El agua es lo único que me pide Dios. No quiere que yo haga milagros en este mundo. No pretende que haga obras extraordinarias con mi poder. Tan solo quiere que ponga mi agua a su servicio. Como cuando multiplicó el pan y los peces lo hizo a partir de lo que tenían en su poder los discípulos: dos panes y cinco peces. Jesús siempre me pide que ponga yo algo, aquello que poseo. Eso que puedo dar es siempre insignificante. No soluciona el problema. No da de comer a todos, no resuelve la necesidad existente. En este caso el agua no salva a nadie. El agua es lo que todo el mundo tiene. Siempre hay agua que dar. Siempre hay dones que tengo y puedo compartir con el que no tiene. Son los talentos que Dios me ha dado y puedo ponerlos a disposición de los demás. Mi agua, mis pocos méritos, mis obras pobres e imperfectas, mis palabras son las cosas que Dios necesita de mí. Pero tengo que querer darlas. Si no las entrego sé que Jesús no podrá hacer el milagro. Es insignificante lo que aporto pero ese milagro aumenta la fe: «Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él». Los que ven el milagro se quedan maravillados. Tal vez porque el vino al final de la fiesta es mucho mejor que el primer vino. Cuando ya no es necesario sacar el vino bueno llega el mejor. Cuando no es capaz el invitado de distinguir los vinos recibe el de mejor calidad. Dios puede hacer milagros conmigo y puede dar el mejor vino con mis pobres medios. Vivo obsesionado con producir yo el mejor vino. Con hacer cosas de calidad, con dejar mi nombre escrito en la historia de la humanidad. Pretendo hacer yo los milagros. Que vean en mis obras que estoy actuando en su nombre. Pero pretendo que me vean a mí, que valoren mis logros, que sean conscientes de las maravillas que puedo hacer en los demás. Tan pequeña es mi vida, tan pobre. Me gustaría que todo fuera diferente. Que el mundo apreciara mis talentos. Me olvido de que es la obra de Dios la que importa. Son sus manos las que transforman el agua en vino. No son mis manos ni mis palabras. No soy yo el que logra el vino mejor. En mis manos no hay milagros, tan solo tengo agua. Los milagros son de Dios. Veo a mi alrededor muchos deseos de milagros extraordinarios. Curaciones milagrosas que aumenten la fe. ¿Necesito milagros para creer? No necesariamente milagros físicos, curaciones maravillosas. Sí necesito ver que Dios actúa. Decía el P. Kentenich: «Esperamos de nuestro Santuario no ante todo y directamente sanaciones físicas, sino que desde él se atraiga a las almas, se obre la transformación espiritual del hombre, se imprima a la vida los rasgos de Cristo»[3]. Los milagros más sorprendentes son los que suceden en el corazón del hombre. La forma de vivir el dolor. La manera de llevar la enfermedad. La actitud ante la muerte. Que alguien pueda cambiar su forma de mirar la vida. Son milagros cotidianos. No hacen mucho ruido. Pero aumentan mi fe. Cuando veo a Dios actuando en los corazones mi fe, como la de los discípulos, se hace más fuerte. Veo corazones que entregan su agua para que Dios la convierta en vino. Y esa forma de mirar y vivir me conmueve. Aumenta mi fe en el Dios que hace milagros sencillos para recordarme cada día que no estoy solo. Yo le expreso hoy a Dios mi necesidad de vino. Me falta algo en el corazón. Dios actúa dándome su paz.

 

 



[1]Lucinda Riley, Ana Isabel Sánchez Díez, Matilde Fernández de Villavicencio, La historia de la hermana Luna

[2] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[3] Kentenich Reader Tomo 1: Encuentro con el Padre Fundador, de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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