Homilía del padre Carlos Padilla - 18 de diciembre de 2022

Domingo 18 de diciembre de 2022 | Carlos Padilla

IV Domingo de Adviento

Isaías 7:10-14; Romanos 1:1-7; Mateo 1:18-24

«José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados»

18 diciembre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«José ama con todo su corazón a María, a Jesús. Es un amor libre que no retiene, no busca poseer ni controlar, sino liberar a las personas amadas. Es un amor que enaltece»

Miro a María en Guadalupe como hijo, como niño que necesita ser cobijado en sus brazos. Me basta Ella para ser feliz. Me basta con su mirada llena de misericordia. Me basta con que me diga que todo va a salir bien y poder confiar. Creo en Ella y me fío. Tantas veces me angustio por cosas que luego nunca llegan a ocurrir. Sólo María, al igual que Jesús están libres del desorden en su alma. Sólo ellos pueden enfrentar la vida sin miedo a cometer algún pecado. En ellos no hay división. No hacen lo que no quieren. Y no dejan de hacer lo que quieren. Su voluntad, su razón y su corazón viven en armonía. Oyen la tentación del demonio y al mismo tiempo no la siguen. No hacen caso a los consejos sutiles que les incitan a hacer realidad sus deseos. No están rotos como yo lo estoy en mi alma. En ellos hay armonía, en mí hay disarmonía. Entonces, ¿cómo puedo ser santo siendo tan imperfecto? Se me mete en la mente, en el alma, ese concepto de santidad unido a una vida sin pecado. Pero yo peco. Cometo errores. Me dejo tentar, y cedo a la tentación. Como si la vida fuera eterna aquí en la tierra. Quiero desgastar mi cuerpo, mi alma, haciendo lo que quiero. Que no me digan que tengo que hacer lo que me conviene. ¿Ser yo inmaculado? Imposible. Mi alma está llena de máculas, de manchas. De caídas y errores. Pero el ideal de María sigue brillando ante mis ojos. Su luz ilumina mi oscuridad. Su pureza brilla sobre mi impureza. Su grandeza sobre mi pequeñez. No, María no quiere que yo sea inmaculado. Sabe que soy torpe y el demonio es más inteligente que yo. Sabe que me propongo mil cosas para ser mejor y las dejo a un lado ante la primera tentación que viene a mi mente, a mi alma. No puedo resistir las tentaciones. Y caigo, siempre de nuevo, justificando mis caídas, edulcorando mis torpezas. Para que no parezca nada tan grave, ni tan triste. Sí, el ideal sigue ante mis ojos. María es inmaculada. Su luz ilumina mi camino. Yo puedo hacer que mi entorno sea de cielo, o sea un pantano. Depende de mí. Depende de mi forma de mirar las cosas, a las personas. De mis juicios sobre los demás vertidos con demasiada impunidad, como si no importara. Yo con mis quejas tiño de tristeza el ambiente que me rodea. Yo con mis pretensiones hago que los demás se sientan incómodos. Yo con mi dureza hiero la piel de los que se acercan buscando ser acogidos, respetados. Yo con mi mirada condeno porque los demás no hacen lo que yo espero de ellos, lo que deseo. Me veo usando a las personas mientras me son útiles y despreciándolas cuando no me traen beneficio alguno. Yo con mi mirada, con mis gestos, con mis silencios, con mis omisiones. Y las tentaciones brotan con fuerza ante mis ojos. El poder, el poseer, el placer. Se extienden ante mí esos deseos insatisfechos llevándome hacia dónde me había resistido a ir. Me dejo llevar por el mundo, por mis amigos, por los demás. Por lo que algunos dicen, piensan, o hacen. Yo con mi fragilidad soy tan fácil que logro que los demás se sientan incómodos en mi presencia. No soy testimonio de nada. No soy fuerte, ni firme, ni alegre, ni puro, ni generoso, ni incondicional en mi amor, en mi servicio. Espero siempre el agradecimiento y el aplauso. ¿Qué puedo hacer para que el ideal de Inmaculada irradie sobre mí e ilumine mis pasos? Acepto que tengo máculas, manchas en mi alma por el pecado. Asumo que yo solo no puedo y necesito que María me sostenga, me abrace y levante cada mañana. Necesito que me mire como nadie me mira, con misericordia, sin pedirme nada, aceptándome en mi pobreza. Que me ame sin contar mis méritos. Que me respete sin querer que sea diferente. Que me diga tan solo que soy bello cuando a lo mejor llevo mucho tiempo sin gustar a nadie. Que sienta que su voz resuena en mi interior como una melodía suave que me eleva, que me sana por dentro. Esa presencia todo lo llena. Llena mis vacíos. Calma mis miedos. Levanta mis pobrezas. Fortalece mi alma para que resista mejor cuando haya otra ocasión de pecado. Y si vuelvo a caer de nuevo estará ante mí dispuesta a levantarme. Sin reproches ni gritos. Como una madre que levanta a su hijo después de una caída. Me conmueve mirar a María y ver esos ojos limpios que me miran traspasando mis barreras, venciendo mis obstáculos, alegrando mis tristezas. Así me mira María y mi vida cambia. No dejo de ser débil y pecador, pero reconocer con humildad mi pobreza, me acerca al corazón de María. Me siento niño, hijo dócil. Me basta ese abrazo inmaculado para volver a intentarlo, para seguir luchando. 

Una mañana Juan Diego huía. Quizás pensaba que era más importante lo urgente, lo que el tiempo exigía. Entendía que construir una casa a María era menos necesario y podía esperar. En ese momento surgió María de la nada, donde menos la esperaba, donde menos deseaba encontrarla. En medio de su escondite, en su camino que él pensaba escondido, apareció Ella. Yo, al igual que Juan Diego, en mi vida dispongo de mi tiempo. Decido lo que es importante y lo que es superfluo y puedo esperar. Tengo claro lo que urge hacer y lo que tendrá que esperar hasta mañana. Yo también hago como hizo aquel día ese indio enamorado de Dios. Puso sus prioridades, estableció el orden de sus amores, tomó una opción válida, decidió lo que era correcto. Igual que José esa noche en la que decidió repudiar a María en secreto, porque no entendía lo que había ocurrido, porque no quería asumir una responsabilidad que no era suya. Y una pregunta brotó en José como brotó en Juan Diego: ¿Acaso no hay alguien más capacitado que yo? La misma pregunta surge en mi alma tantas veces. Porque yo conozco mis pecados, tengo claras mis debilidades, sé lo que puedo hacer y lo que me resulta imposible. Soy consciente de lo que soy capaz de perdonar y de aquello que me supera. Sí, yo también tomo otro camino para escaparme, para huir, busco una salida, un lugar mejor antes que tener que asumir el peso de algo que no me corresponde. ¿Quién soy yo para asumir nada? Miro a María subida en lo alto de una columna, firme al pie de un monte. La miro a Ella que me mira y pronuncia esas palabras que son como un legado, una misión, un regalo: «No se turbe tu corazón. ¿No estoy aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mí regazo? No te apene ni te inquiete otra cosa». Estas palabras me las repito una y otra vez para que no se me olviden, para no caer en el desánimo. Porque a veces me olvido y la tristeza empaña el alma. Y dudo, como José aquella noche, antes de la voz del ángel en medio de sus sueños. Como Juan Diego tratando de buscar otro camino, otras sombras que lo cubrieran, otras luces que lo iluminaran. Huir es la tentación del alma cuando no puede enfrentar los problemas, cuando no sabe mirar la vida como lo hace Dios, desde arriba, desde lo más hondo, desde una cierta distancia. Cuando creo que soy yo quien, con mis pobres manos, tengo que salvar el mundo, sostener la vida entre mis dedos, devolver la esperanza a los perdidos. Yo pretendo no defraudar a nadie, no quiero ser un fraude y sueño con responder a todas las expectativas de los demás. No quiero ser motivo de escándalo para nadie. En el fondo, como cualquiera, quiero que me quieran, me admiren y me sigan. Pero llego a la encrucijada del camino donde se decide mi destino y tengo que elegir. Voy mirando al suelo por miedo a mirar las estrellas y encontrarme con María. Dejo de confiar en la ayuda del cielo porque creo que Dios me ha dejado solo ya muchas veces. Corro huyendo, escondiéndome de Aquella que puede pedirme lo imposible. No deseo cambiar mis planes y tomar caminos que desconozco. No quiero alterar mi suerte. No miro a lo alto, estoy asustado. No busco nada. Pero María llega con esa presencia que todo lo llena e irrumpe en mi carrera. Su voz resuena en mi interior con fuerza despertando todos mis anhelos. María me sostiene entre sus brazos, me dice que no tema, que no me entristezca, que no me turbe, que no dude de su presencia sujetándome siempre. Y eso es justo todo lo que yo hago. Con demasiada frecuencia huyo cuando no soy capaz de enfrentar los problemas, de asumir las responsabilidades, de tomar entre mis manos la vida y decidir lo que conviene hacer, lo que corresponde. Me da miedo dudar, turbarme y estar triste. Pero levantar la mirada al cielo me cuesta más todavía. Oigo su voz hoy desde lo alto, levanto los ojos y me detengo ante mi Virgen de Guadalupe. Le pregunto con cierto temor: «¿Qué quieres que haga? ¿Qué quieres que tome entre mis manos? ¿Qué deseas que deje a un lado? ¿Qué ansías que te entregue para ser realmente libre?». Me gustaría poder hacer todo lo que me pida, pero no me siento tan capaz. Me da miedo quedarme sin fuerzas a mitad de mi carrera. Me olvido de lo importante. Ella va a estar sujetándome en su regazo, sosteniéndome con sus palabras, alentándome con su mirada. No quiero vivir turbado, ni triste, ni inquieto ante el futuro incierto. Confío delante de esta imagen santa que me recuerda que sólo el que tiene alma de niño como Juan Diego es capaz de hacer lo imposible sin saberlo. Sólo el que se entrega todos los días para correr una carrera demasiado larga.

Mucha gente busca el silencio para estar bien y en paz en su interior. Quizás porque el mundo hoy es frenético y no logro encontrar en él la paz que deseo. Vivo volcado en tantas preocupaciones y urgencias. Corriendo de un lado a otro para saciar la sed de los que tienen sed, mi propia sed insaciable. Y busco esa paz de forma frenética también. Parando mis pasos. Buscando en el universo un lugar tranquilo en el que calmar todos los miedos. Mucha gente busca la paz fuera de Dios y desean estar en paz ellos, tranquilos, por eso se cuidan. Y es verdad que hay que cuidarse, tratarse bien, comer bien, hacer deporte. Es importante cuidar el alma y el cuerpo. No lo niego. Si yo estoy bien los que están conmigo también estarán bien. Lo que yo vivo es lo que doy. Si tengo paz dentro de mí daré paz. Pero si vivo en guerra conmigo mismo, insatisfecho y nervioso, acabaré haciendo la guerra a los que me rodean. Entonces decido hacer todo lo posible para estar bien conmigo mismo y en paz. Pero no pienso sólo en mí, pienso en todos los que me rodean. Mi búsqueda no quiere ser egoísta. No pretendo sólo vivir en un estado de tranquilidad interior apartando lejos de mí a todos los que me son molestos. Jesús viene a mi vida en Navidad para darme su paz. Pero la verdad es que Jesús no se hizo carne de mi carne para estar bien dentro de los límites de mi carne. El camino de su vida me desconcierta y me duele. Experimentó el éxito y el fracaso. Escuchó los halagos y aplausos y al mismo tiempo sintió el desprecio más absoluto. Acarició el amor inmenso de los que lo amaban y sufrió el odio más cruel de los que buscaban su muerte. Vivió todos los extremos en los años que compartió mi carne, mi espacio, mi tiempo. En su vida busco la noche y la montaña para hablar con Dios en soledad, abrazando la paz de ese encuentro. No buscaba la soledad simplemente para estar bien, para estar en paz, sino para hablar con su Padre y saber qué pasos tenía que seguir. Y su vida fue servicio, entrega, amor por los demás hasta el extremo de dejarse matar por los hombres. Por eso pienso que la búsqueda enfermiza de mi paz puede conducirme a la infelicidad. ¿Qué significa realizar la vida que yo deseo? ¿Qué significa vivir en paz, estar tranquilo, descansar en mi interior? ¿Qué significa lograr los objetivos que persigo y vivir una vida plena? Siento que a menudo hay una búsqueda obsesiva de mí mismo, de mi bienestar por encima del interés de los demás. Me guardo, me protejo, me refugio para no ser herido, y no sufrir. Para que nadie me moleste, me haga daño, interfiera en mis deseos. Jesús interrumpió su paz, su descanso cada vez que los demás lo necesitaban. Se puso en camino al encuentro del hombre que clamaba por su presencia. Amó al que no lo merecía. Escuchó al que gritaba con rabia contra Él. Respetó al que no lo respetaba a Él. Su misericordia no es la de un hombre que vivía en paz refugiado en su propio mundo egoísta. No buscaba la paz sino era para darla a manos llenas. Quiero buscar la paz para darla. Quiero refugiarme en mi interior para conocerme, para saber cómo tengo que entregarme a los demás. El adviento y la navidad me llevan a ese lugar de paz. A esa gruta en la que va a nacer un niño, que es Dios hecho carne. Y en esa contemplación del misterio, de la belleza que es un misterio, me encuentro con mi verdad, descubro quién soy yo de verdad. Entonces todo cobra un sentido. Hacer silencio, adentrarme dentro de mi alma, navegar en las aguas profundas de mi mar tiene sentido si es para encontrar la misión a la que Dios me llama. No me creó para que viviera en paz refugiado en mi mundo egoísta. No puso en mi alma el deseo de descansar conmigo. Eso es importante si miro fuera de mí. Si todo lo que guardo, medito y reúno en mi corazón es para entregarlo. Así quiere ser mi vida. Vivo para darme a los demás. Amo a Dios para poder amar en Él a mi hermano, a todos los que me rodean. Me guardo para poder entregarme con más libertad, con más alegría. Busco espacios sagrados en los que descansar para poder ser para otros un lugar de reposo. No quiero estar yo bien sin importarme cómo se encuentran los demás. La búsqueda de la soledad es para conocerme mejor, para entenderme mejor en mis luchas y poder aconsejar a los que no saben cómo vivir las suyas. Porque lo malo no son los problemas que vivo, que me afectan. Lo malo a menudo es la actitud infantil e inmadura que adopto para enfrentarlos. La búsqueda del silencio es para mí una búsqueda constante del Dios de mi vida. En el silencio me habla, su voz es más audible, más clara. En el silencio me miro y me veo tal como soy, en mi verdad. Si aprendo a callarme y a escuchar los gritos del silencio me encontraré con Dios. Y así sabré muy bien lo que Él desea de mí. Los pasos que doy los doy de su mano, en el silencio que guarda el mundo para que Dios pueda hablarme. Y una vez que tengo la respuesta y sé hacia dónde ir, me pongo en camino. No me quedo quieto, tranquilo e indiferente al mal que existe a mi alrededor. Me afecta el dolor de los hombres.

Me gusta la obediencia de José. Él escucha a Dios en sus sueños. Se aparece el Señor en su camino cuando él pretendía alejarse de sus pasos. Antes del sueño tomó una decisión en medio de su angustia. Comenta el Papa Francisco: «José estaba muy angustiado por el embarazo incomprensible de María; no quería denunciarla públicamente, pero decidió romper su compromiso en secreto»[1]. Toma una decisión válida en su corazón, justa, para proteger la vida de María, porque la amaba. «Su marido José, como era justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto. Así lo tenía planeado». Tal vez tampoco conocía la voz de Dios, como me pasa a mí. No sabía qué quería Dios hasta que le habla en sueños: «En el primer sueño el ángel lo ayudó a resolver su grave dilema: - No temas aceptar a María, tu mujer, porque lo engendrado en ella proviene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Su respuesta fue inmediata: - Cuando José despertó del sueño, hizo lo que el ángel del Señor le había mandado. Con la obediencia superó su drama y salvó a María»[2]. José obedece. Escucha a Dios y sigue sus pasos. Es fácil en ocasiones escuchar a Dios, pero no siempre resulta tan fácil hacer lo que me pide. José pensaba que hacía lo que Dios quería repudiando en secreto a María. Era lo más justo, lo más humano, lo más sensible, lo más heroico. Se salió de lo normal para actuar de forma extraordinaria. Porque José tenía un corazón noble, bueno y grande. Tenía un alma de niño y el deseo más hondo de amar hasta el infinito. Por eso lo eligió Dios, por su alma pura. Y le habló en sueños, en el silencio de la noche, quitándole los miedos y las dudas. Porque José tenía miedo. Comenta el papa Francisco: «Muchas veces ocurren hechos en nuestra vida cuyo significado no entendemos. Nuestra primera reacción es a menudo de decepción y rebelión. José deja de lado sus razonamientos para dar paso a lo que acontece y, por más misterioso que le parezca, lo acoge, asume la responsabilidad y se reconcilia con su propia historia. Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones. La vida espiritual de José no nos muestra una vía que explica, sino una vía que acoge. Sólo a partir de esta acogida, de esta reconciliación, podemos también intuir una historia más grande, un significado más profundo. Y no importa si ahora todo parece haber tomado un rumbo equivocado y si algunas cuestiones son irreversibles. Dios puede hacer que las flores broten entre las rocas. Aun cuando nuestra conciencia nos reprocha algo»[3]. La primera decisión de José habla de su vida interior, de su grandeza de alma. Acoge la vida como es y se reconcilia con su historia. No quiere hacer daño a María. Se siente engañado pero no reacciona con odio, con violencia, con deseo de venganza. No entiende nada pero no se rebela contra esa realidad. La acoge, la besa, renuncia en secreto, acepta lo que es difícil de comprender. ¡Qué importante es acoger con fe y confianza las cosas como son, la realidad como es! No quiero negar los hechos que me suceden. No quiero apartar de mis ojos los fracasos, las pérdidas, aunque me descoloquen, duelan y me dañen por dentro. La obediencia en José comienza con la aceptación de los hechos. María está embarazada y él no es el padre. Esa realidad es dolorosa y humillante. Ante ella no reacciona como yo lo haría. No se indigna y llena de rabia. No reacciona con violencia, no recurre al desprecio. En la vida las cosas son como son, no como a mí me gustaría que fueran. Los tiempos, lo que sucede, lo que se ha ido, lo que ha regresado, las afrentas, las heridas, los olvidos, los recuerdos. No puedo cambiar lo que ya está escrito en mi diario, en la piel de mi alma. No puedo deshacer el camino andado y pretender que son otra ruta, otros pasos, otra persona. Aceptar las cosas no significa resignarse. No me resigno a que las cosas sigan siendo como son. Tomo decisiones, hago algo, intento mejorar, crecer, cambiar. Doy un paso al frente, me abro al que me necesita. Decido perdonar, volver a empezar, escribir nuevas páginas en blanco sin pensar tanto en errores y fallos pasados. La realidad escrita ahí queda, olvidada o recordada por los hombres, no importa. Lo que vale es mi actitud. Como la de José quiere repudiar a María en secreto porque ya no es posible vivir con Ella. Y cuando lo decide, el corazón está aparentemente en paz. Pero entonces sueña, y en los sueños le habla Dios. Le dice lo que resulta imposible de creer. ¿Cómo es posible todo lo que escucha? Ante lo imposible sólo cabe tener fe, confiar y creer. Sabe que el camino marcado es posible. Acoge la realidad como es para cambiarla con un nuevo paso, con una nueva decisión. Toma a María en brazos y acepta que el amor de Dios es más grande y el suyo puede crecer. José ama a María y acepta lo imposible. Se pone en camino. Me parece una locura esta segunda decisión. Pero José sólo obedece. Es dócil. Acepta el cambio de rumbo en su vida. Y se pone en camino hacia Belén con María y luego a Egipto. Demasiados cambios por culpa de una decisión. Le dice que sí a Dios y todo se complica… o se arregla.

José vive con miedo la realidad pero es valiente y audaz. Yo también tengo miedo pero me paralizo. En el fondo del alma no quiero temblar ante el futuro, no quiero detenerme sino avanzar. Sé que cuando no tiemblo viene la paz a mi alma. Miro a José: «José nos enseña que tener fe en Dios incluye además creer que Él puede actuar incluso a través de nuestros miedos, de nuestras fragilidades, de nuestra debilidad. Y nos enseña que, en medio de las tormentas de la vida, no debemos tener miedo de ceder a Dios el timón de nuestra barca. A veces, nosotros quisiéramos tener todo bajo control, pero Él tiene siempre una mirada más amplia»[4]. Me gusta la valentía creativa de José. Añade el Papa: «A veces las dificultades son precisamente las que sacan a relucir recursos en cada uno de nosotros que ni siquiera pensábamos tener»[5]. Me gustaría ser más valiente en las dificultades. En ocasiones me paralizo. Siento un miedo imponente. La dificultad es como una muralla que se eleva ante mis ojos. Es como un mar embravecido que amenaza con ahogarme. Es un desierto demasiado caliente bajo cuyo sol no soporto seguir caminando. Pienso en todos los miedos que hoy me turban. Miedos como los de José esa noche cuando pensaba que nada estaba saliendo como él pensaba. Tenía que tomar a María como esposa y asumir una paternidad de un hijo que era hijo de Dios. Una misión imposible ante sus ojos. ¿No hubiera sido más fácil repudiar a María en secreto? Sin duda. Pero no habría sido su vida más feliz, eso seguro que no. La felicidad no consiste en seguir caminos fáciles, cómodos, sin obstáculos. Normalmente en medio de las dificultades soy capaz de sacar lo mejor que hay en mí. Me asustan los problemas, me turban el mal tiempo y las complicaciones de la vida. Me asusta que todo salga mal en mi camino. Me agobia no estar a la altura, fallar, fracasar. Me da miedo sentir que me faltan las fuerzas, que no logro estar a la altura de lo esperado. Los problemas y las dificultades pueden ser muchos en la vida. No quiero sufrir por cosas que aún no han ocurrido. Quiero aprender a vivir en el presente. Cada día tiene su afán, su dificultad, su drama. Pero si vivo con dolor en el estómago pensando en lo que no controlo, en lo que podría llegar a suceder, no voy a ser feliz en el instante presente. José le dijo que sí a Dios sin calcular sus fuerzas, sin pensar en las probabilidades de éxito, sin querer tenerlo todo claro pensando en el futuro. Sólo vio lo que Dios le pedía y lo aceptó. Abrazó a María a quien amaba y supo que con Ella a su lado sería capaz de recorrer caminos imposibles. Pero él asumió el riesgo de las decisiones, de cada paso que daba. El ángel le hablaba en sueños y José obedecía. Primero toma a María en Nazaret. Después va con ella a Belén. Más tarde entiende que no puede volver a Nazaret para no poner en riesgo la vida del niño y huye a Egipto. Años más tarde el ángel le pedirá que regrese a su hogar en Nazaret. José siempre obedece. Asume que la vida tiene dificultades. Él cuenta con sus fuerzas, con sus talentos y, sobre todo, cuenta con su fe. José es un hombre justo, un hombre de fe que se pone en camino cada vez que Dios lo invita a caminar. Hoy escucho en el salmo: «¿Quién subirá al monte de Yahveh?, ¿quién podrá estar en su recinto santo? El de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura. El logrará la bendición de Yahveh, la justicia del Dios de su salvación». José tiene una mirada pura, un corazón grande y está enamorado de Dios. Es un hombre justo. Me gusta esa actitud de José. No pregunta, no busca señales para actuar. Hoy el profeta exclama: «No la pediré, no tentaré a Yahveh. Dijo Isaías: - Oíd, pues, casa de David: ¿Os parece poco cansar a los hombres, que cansáis también a mi Dios?». José no tienta a Dios, no le pide señales, pruebas de que es Él quien conduce su vida. Simplemente confía, cree en el amor de su Dios. Sabe que su vida está en sus manos, como la de María, como la del niño que va a nacer. ¿Qué les puede pasar? Nada malo, seguro. José tiene miedo pero el miedo no lo paraliza. Sabe que hay peligros que superan sus fuerzas pero no por ello se desespera. Persevera con María. Y luego lo hará con ese niño que pasa su vida en silencio en Nazaret, durante muchos años. Me gusta esa actitud de José. Me gustaría ser capaz de confiar y creer en medio de las dificultades y en medio del silencio. Sin impacientarme. Sin querer que pase la noche y amanezca el día. Sin pretender que se calme la tormenta y venga el sol a caldear mis huesos mojados. Es así cómo actúa la fe. Esa actitud de José me enseña a vivir mi vida como es. Sin amargarme, sin temer todo lo malo que pueda sucederme. No importa. Dios es fiel, Dios me ama y no me puede suceder nada malo. Tengo esa certeza en mi corazón.

S. José es un padre en la sombra. Es aquel que tiene la inmensa labor en sus manos de cuidar a Jesús y marcarle un camino de vida. Comenta el Papa Francisco: «Ser padre significa introducir al niño en la experiencia de la vida, en la realidad. No para retenerlo, no para encarcelarlo, no para poseerlo, sino para hacerlo capaz de elegir, de ser libre, de salir. La castidad está en ser libres del afán de poseer en todos los ámbitos de la vida. Sólo cuando un amor es casto es un verdadero amor. El amor que quiere poseer, al final, siempre se vuelve peligroso, aprisiona, sofoca, hace infeliz. Dios mismo amó al hombre con amor casto, dejándolo libre incluso para equivocarse y ponerse en contra suya. La lógica del amor es siempre una lógica de libertad, y José fue capaz de amar de una manera extraordinariamente libre. Nunca se puso en el centro. Supo cómo descentrarse, para poner a María y a Jesús en el centro de su vida»[6]. Así es la paternidad de José. Una paternidad casta. Ama con todo su corazón a María, a Jesús. Es el suyo un amor libre. Que no retiene, que no busca poseer ni controlar, sino liberar a las personas amadas. Es un amor que enaltece al hijo y lo hace capaz para la vida. Hoy la paternidad está en crisis. Faltan padres firmes, valientes, fuertes. Padres que sepan educar en valores y no simplemente buscar soluciones fáciles a las demandas de sus hijos. Padres creativos que abran horizontes y no padres que se acomodan dejando que el hijo haga su camino sin ayuda. Padres que dejen volar al hijo para que aprenda desde las caídas a madurar. Sin miedo a los errores que pueda cometer. Sin miedo a sus caídas y fracasos. Padres fuertes que educan hijos fuertes. Quizás no sepan todos los idiomas pero han aprendido, siendo amados, el lenguaje del verdadero amor. José obedeció y se convirtió en Padre: «Se levantó, tomó de noche al niño y a su madre». En la noche emprendió el camino de su vida, su aventura más grande y maravillosa. Se convirtió en educador sin saber bien cómo hacerlo. Nadie nace sabiendo cómo ser un buen padre. La paternidad biológica es muy fácil, la espiritual es un verdadero misterio. José tenía en sus manos a un hijo que no era biológicamente suyo. Pero sí pudo ser su hijo espiritual. Era un niño que era hijo de Dios. Y tenía ante sus ojos una misión que desconocía. Él, como padre, sólo tenía que educar a su hijo en la vida que él conocía, en el amor que él vivía. No le pidió Dios lo imposible. Sabía quién era José, un hombre, un carpintero. Conocía su pureza de corazón y por eso lo eligió, lo llamó, lo envió. José era el hombre justo, el hombre casto. Era el hombre niño enamorado de María. Era hijo antes de ser padre. Era niño antes de ser hombre. José sabía que sólo podía enseñar lo que él sabía, nada más. No tenía que educar a Jesús para que fuera Dios. Sólo tenía que formar el corazón de un niño hecho de la carne de María. Un niño que era Dios y era hombre. Un niño judío, parte de un pueblo con una fe y unas tradiciones. Era Jesús un Dios escondido que había optado por renunciar a todo para someterse a los límites de la carne, del tiempo, del dolor y de la muerte. Y de eso José sí sabía. No conocía lo que el Mesías iba a hacer. Pero sí sabía lo que haría un hombre de su tiempo, el hijo de un carpintero como era él. Sí sabía del amor, porque amaba y era amado. Sí podría educar a ese hijo con ternura, con paciencia, con mucho amor. Tenía claro que muchas cosas eran desconocidas para él y no podría nunca enseñárselas a Jesús. Seguro que todo eso lo iría descubriendo él solo. José sólo tenía que enseñar a rezar a su hijo las oraciones que él mismo había aprendido siendo niño. Pero era Dios y la unidad que tenía con su Padre Dios era un misterio para el propio José. Era sólo un hombre. Le enseñaría el valor del silencio que él mismo lo aprendió de su padre. Le enseñaría a recitar los salmos clamando a Dios, pidiendo ayuda y consuelo. José era un buen hombre. Trabajador y sencillo. Y le enseñaría a Jesús el valor del trabajo esforzado y cuidadoso. El valor del trabajo bien hecho, del servicio desinteresado, no todo tiene un precio. Le diría que las cosas no salen sin esfuerzo. Que el amor implica renuncia más que satisfacción de los deseos. Le mostraría el valor infinito de los pequeños detalles. La alegría de amar mostrando con ternura todo el cariño. El sentido de la renuncia viviendo fuera de su patria varios años en Egipto. Viviendo como extranjeros en tierra extraña. Entendería el valor de hacer hogar en medio del exilio. José tuvo que enseñar a Jesús el único trabajo que conocía, el de la madera, el de las cosas prácticas. No le enseñó a hablar sobre la Palabra de Dios, no era lo que él conocía. Le enseñó el valor de las obras que salen de las manos, pulidas con el sudor de la frente, con el esfuerzo y la alegría de servir la vida de los demás, la vida de los vecinos, de la comunidad. José le enseñó el valor de la familia. El cuidado de los que uno ama, de los que llevan la propia sangre y comparten las mismas tradiciones. Le enseñó a tratar a todos con respeto, con humildad, con paciencia. El amor verdadero que se hace entrega diaria. El amor sencillo que se hace fuerte en gestos sencillos.



[1] Papa Francisco, Carta apostólica, patris corde

[2] Papa Francisco, Carta apostólica, patris corde

[3] Papa Francisco, Carta apostólica, patris corde

[4] Papa Francisco, Carta apostólica, patris corde

[5] Papa Francisco, Carta apostólica, patris corde

[6] Papa Francisco, Carta apostólica, patris corde

Comentarios
Total comentarios: 1
19/12/2022 - 16:27:09  
Gracias padre Carlos
Muy inspirador y verdadero
John

John
USA
Nombre:   Procedencia:
Comentario:
Código de seguridad:   captcha
Caracteres restantes: 1000