Homilía del padre Carlos Padilla - 18 de octubre de 2020

Domingo 18 de octubre de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XXIX Tiempo ordinario

Isaías 45, 1. 4-6; 1 Tesalonicenses 1, 1-5b; Mateo 22, 15-21

«¿De quién son esta cara y esta inscripción?». Le respondieron: «Del César». Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»

18 octubre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Un Dios oculto que me ama. A Él le importa tanto lo que hay en mí. Sólo quiere que mis deseos sean los suyos y mis intenciones sean sus intenciones»

La Alianza de amor con María es mi camino de santidad. Mirarla a Ella en el Santuario y confiar. Dejar allí mi corazón y recibir a cambio el suyo. Ese intercambio tan desigual que a mí siempre me beneficia. Parece injusto, pero me alegra. Puedo postrarme allí como hijo y descansar en sus brazos de Madre. Siempre me está esperando aunque yo lo dude. Porque aplico mis categorías tan mundanas, tan humanas y temo el rechazo. Pienso que si llego sucio Ella no va a querer cuidarme ni limpiar mis manchas. Esa forma de mirar la vida tan limitada, tan pobre. María no es así. Se alegra simplemente al verme quieto en la puerta, con pudor, con miedo. Me mira, me ama y se acerca hasta mí. Me abraza con ternura y me levanta del suelo. Y en ese momento experimento su misericordia. Me ama más que yo a mí mismo. Mucho más. Me sostiene cuando llego roto. Me salva cuando estoy perdido. Me recuerda quién soy cuando yo me olvido. Acaricia mis heridas cuando yo no sé curarme a mí mismo. Así es mi Madre que no olvida que soy un niño herido. Y me mira con ese amor hondo que me recompone casi sin darme cuenta. Me cobija en su alma como cuando estaba cobijado en el seno de mi propia madre. Me siento en casa de nuevo, seguro. Es el punto de partida de mi salvación. Siempre lo ha sido y lo vuelve a ser cada vez que regreso buscando su encuentro. Es el gran misterio de Schoenstatt. Esa presencia que todo lo transforma en mi vida. Quiero crecer en este camino de entrega, profundizar en mi Alianza de Amor con María. A menudo me cuesta tanto comprender y aceptar los planes de Dios. No sé lo que me pide y cuando algo duro sucede en mi vida, no lo acepto. Miro el futuro y lo vivo con miedo y angustia pensando en todo lo que puedo perder, en todo lo que puede salir mal. Me cuesta tanto vivir con paz y alegría, cobijado en medio de la oscuridad de la cruz. Tal vez la imagen de Dios que tengho grabada en mi corazón es la que me asusta. Me da miedo acercarme demasiado a Él, no vaya a ser que me pida justo lo que no quiero entregarle, esos planes a los que no quiero renunciar. En épocas convulsas como la que vivo, se hace más acuciante un cambio de perspectiva, una maduración en mi fe y en mi forma de entender la vida. La crisis actual me confronta con mis límites. Miro a María que me espera como siempre a la puerta de mi vida. Tengo muy claro que o paso mi vida anclado en Dios y confiado, o me dejo llevar inerme, lleno de amargura, por la corriente de la vida. Decía el P. Kentenich en 1939: «Si hemos puesto nuestra vida a entera disposición de nuestra Madre, Ella, de modo similar, también se da totalmente a nosotros: su brazo poderoso, el Niño en sus brazos, la lengua de fuego sobre su cabeza, en su oído el Ave, en sus labios el Magníficat y la espada de siete filos en el corazón»[1]. María viene a mí para rescatarme. No me deja vivir con miedo, incapaz de tomar decisiones. Ella me enseña a luchar por adquirir esa conformidad con la voluntad de Dios que tanto bien me haría. Me gustaría decir lo que decía un misionero en tiempos de dificultad: «¡Eso es justamente lo que yo quería!». No lo es, pero cuando amo y soy amado, cuando estoy en paz con mi vida, la realidad deja de ser algo violento, algo duro. Me adapto a lo que hay ante mis ojos y saco de todo lo que sucede el mayor provecho. No me entristezco ya tanto con las derrotas y las pérdidas. Y sé sacar del fracaso la mejor enseñanza. En todo lo que me sucede, permitido o querido por Dios, saco provecho para la vida. De un mal saco un bien. De una ausencia una ganancia. De una vida en la precariedad un camino para crecer en santidad. El amor de Dios es tan grande, el amor de María, que lo que me pasa tiene que ver siempre con mi felicidad aunque en el momento me parezca todo lo contrario. María me ama y por eso descanso en Ella, cobijado en su interior. Soy su hijo, su aliado. Le doy anticipadamente mi «sí» a Dios a la hora de enfrentar la vida y todo lo que en ella pueda sucederme. Digo que sí, que amo su camino, que soy feliz en lo que me toca enfrentar.  Le entrego de antemano mi disposición a lo que pueda ocurrir. Pongo en sus manos mis miedos. Me fío más de María, mi Madre, que de mí mismo.

La realidad es la que es no la que yo desearía que fuera. A menudo me confundo y creo que las cosas son distintas. Las veo mal o no las veo. El otro día escuchaba: «Busca lo que hay, no lo que quieres que haya». Tendría que mirar más hondo en las cosas, en lo que me sucede, para descubrir lo que de verdad hay, lo que tengo, lo que ha ocurrido. Las palabras se pueden malinterpretar. Y los hechos pueden parecer confusos en la distancia. Una mirada o un gesto pueden tener muchas lecturas. «Vemos caras y no corazones», siempre me repetía una persona sabia. Tenía razón. No sé mirar debajo del agua, aunque me empeño. Veo ojos, no corazones. Y mis prejuicios invalidan mis percepciones. No creo o no quiero creer en la bondad de ciertas acciones o en su maldad. Todo depende de mi prejuicio. Interpretar las cosas es lo que hago. Juzgo y saco conclusiones. Me equivoco tan fácilmente pretendiendo tenerlo todo claro. Mi juicio me falla. No siempre acierto en mis percepciones. Creo saber mejor la persona a la que miro lo que mueve su corazón. Tal vez ni siquiera él sabe lo que realmente quiere. Pongo en su corazón sentimientos que no tiene. A veces bondadosos. A veces mezquinos. Y me equivoco. Sólo Dios sabe lo que hay en mi alma. Ni siquiera yo conozco las últimas motivaciones que me mueven. Quisiera tener un amor puro. Y no existe. Acojo en mi casa a una persona y no sé la motivación que me mueve a hacerlo. Tal vez no es caridad. Ni siquiera misericordia. Puede que no haya amor verdadero. Y sólo mi incapacidad para decirle que no. Saber lo que me mueve es un misterio. ¿Cómo voy entonces saber lo que mueve otros corazones? Es un vano intento. No sé si hago las cosas por que debo hacerlas así, porque tengo grabado un imperativo en mis entrañas que me dice que tengo que ser caritativo como el mismo Dios lo es. Pero no me vale lo objetivo para encender mi fuego interior. El deber ser es una losa que aprisiona mis fuerzas. No es un viento que me eleva por las alturas. Quisiera hurgar más hondo en mis heridas. Penetrar los últimos resquicios de mi alma buscando razones. Y no siempre encuentro razones para actuar de una u otra manera. Ser generoso no es algo absoluto, como un principio que desmonta todos los demás principios. Es uno de ellos, pero no el único. ¿Dónde queda mi amor propio? ¿Dónde el propio cuidado de mi vida, de mi alma? ¿Estoy siendo egoísta siempre que descanso y respeto mis aficiones? ¿Soy el más generoso siempre que renuncio a mis planes propios por amor a otros? No lo sé. No hay un absoluto que se impone en todas las decisiones. Siempre hay matices. Hay tonos grises que no puedo encasillar en un color determinado poniéndole nombre. Tengo que elegir el camino que sigo, la actitud que hago mía. No sé si la más santa o pura. Ya no lo sé. No quiero encontrar en lo que veo lo que quiero que haya. La realidad se impone con una fuerza pesada que todo lo puede. Las apariencias engañan. En lo más profundo se esconden verdades nunca dichas. Sor Verónica, fundadora de Iesu Communio comenta: «Ocultamos de la vista lo que sea límite y muerte. Este virus que ha acabado con nuestras defensas podía ser la punta de un iceberg. Creemos que nos hemos liberado destruyendo la punta. Sólo es visible una octava parte de su tamaño. Hay muchos problemas en lo más hondo de nuestra vida». Quedarme en la superficie de lo que veo puede ser peligroso. Ahondar en los problemas y ver lo que de verdad importa es aún más duro. Vivir en la superficie no es sano ni santo, pero alivia el peso del camino. Profundizar buscando verdades que no quiero ver es un salto audaz en medio de la vida. A menudo una bomba de humo me hace desviar la mirada. Dejo de pensar en lo importante porque lo urgente requiere mi presencia. Dejo de buscar dentro porque parece que fuera se encuentran las soluciones tan deseadas. Y luego el vacío me recuerda que me he equivocado en la búsqueda. Las intenciones que mueven mi alma están en lo profundo, no las veo. Me equivoco tantas veces justificando mis formas. Digo que me mueve el amor y tal vez es el deseo de ser reconocido. Soy tan pobre en mi mirada y tan pobres son mis intenciones. Tan lejos de ser puras. Mi egoísmo mueve mis actos más generosos. Mi mezquindad se oculta detrás de gestos nobles. ¿Cómo voy a saber lo que se oculta debajo de las aguas? Si ni siquiera sé lo que hay en mi propia alma. ¿Quién soy yo para juzgar otras almas? Sólo Dios las mira, las juzga y las abraza. Decía el P. Kentenich: «Cuando el rostro de Dios se oculta tras montañas de nubes y ya no responde a sus deseos y necesidades como lo desearía la naturaleza. Si, a pesar de todo, el alma logra permanecer fiel y buscar llena de anhelo en todas partes al amado en medio de la oscuridad y la aridez, habrá ganado una vez más el juego del amor»[2]. No logro ver los deseos del hombre. ¿Cómo saber cuáles son los deseos de Dios? Vanidad de vanidades. Me acostumbro a no saber muy bien qué hacer, cómo caminar, qué ruta seguir. No sé juzgar las motivaciones propias ni las de los hombres. Pero sé que en medio de mis dudas, miedos y oscuridades me mantengo firme. El amor de Dios sujeta mi lucha, sostiene mis brazos, levanta mi ánimo. Me gusta ese Dios oculto que sólo desea que lo descubra en mi corazón y en otros corazones. Un Dios oculto que me ama. A Él le importa tanto lo que hay en mí. Sólo quiere que mis deseos sean los suyos y mis intenciones sean sus intenciones. Así de sencillo, parece fácil.

Hoy me quedé pensando en algunas de esas frases de Mafalda que incomodan el ánimo. Quino, recientemente fallecido, tenía la virtud de poner en nota de humor verdades muy profundas que desconciertan mi vida acomodada: «Resulta que si uno no se apura a cambiar el mundo. Es el mundo al final el que le cambia a uno». Y es así. Si no me pongo a cambiar el mundo, si no intento cambiar yo para que algo comience a cambiar a mi alrededor, puede que a la larga me quede solo y me agote. Y el mundo no cambie. Y yo ya no tenga fuerzas para dar pasos difíciles, subir montes escarpados o recorrer mares que parecen no tener orillas. Y el mundo siga igual y yo acabe adaptado al mundo. Tal vez mi actitud interior es imprescindible. En otra viñeta de Quino leo: «Comienza el día con una sonrisa y verás lo divertido que es ir por ahí desentonando con todo el mundo». Una sonrisa mientras a mi alrededor hay caras largas. Y personas tristes o enfadadas con el mundo. Amargadas por no conseguir lo que querían, en guerra con su vecino, con su jefe, con su amigo. Impacientes porque lo que les pasa no se ajusta exactamente a sus deseos. Cambiar el mundo y sonreír parecen ser parte de un mismo camino. El que recorro de la mano de María por la vida. Pienso que no soy sacerdote porque un día quisiera cambiar el mundo. Quizás el mundo me parecía muy difícil de cambiar. Quizás seguí sus huellas sólo porque intuí que su presencia en mi vida me llevaría a esbozar una sonrisa cada mañana. Y vería que ese era mi lugar. Y así ha sido. Aún así me levanto cada mañana con un cierto miedo de que el mundo a la larga me acabe cambiando a mí. A golpe de rutina y desengaños. No lo quiero y me decido de nuevo a sonreír. No quiero verme de repente sin ánimo para vivir con esperanza, para compartir esperanzas. No quiero dejarme llevar por esa rabia que veo en muchos corazones y que un día puedo hacer mía. No quiero que se me contagie la envidia que aferra a tantos a sus deseos y puestos, comparándome con los que tienen vidas mejores. No quiero volverme mezquino pensando sólo en mi vida, en mis planes y deseos, en lo que a mí me preocupa o interesa. El Papa Francisco describe así el peligro que corre el mundo en su última encíclica «Todos hermanos»: «Cada sociedad necesita asegurar que los valores se transmitan, porque si esto no sucede se difunde el egoísmo, la violencia, la corrupción en sus diversas formas, la indiferencia y, en definitiva, una vida cerrada a toda trascendencia y clausurada en intereses individuales». Sueño con un mundo solidario en el que mire a mi hermano con misericordia y sepa que vamos todos en una misma barca. Un mundo en el que el bien de todos es el bien común que yo busco y es de mi interés, porque me importa mi hermano. Como canta Rozalén en su canción «aves enjauladas»: «Cuando se quemen las jaulas, recuerda siempre la lección y este será un mundo mejor. Ya nadie se atreverá a burlar lo importante. No me enfadaré tanto con el que dispara odio, es momento de que importe igual lo ajeno y lo propio». Es importante mirar la vida así. No voy solo, voy con hermanos, y me importan sus vidas. Quizás sólo será una semilla de vida nueva la que entierre con mis manos en esta tierra endurecida que me rodea. Y mis palabras queden guardadas en algún lugar recóndito del aire, o de algún corazón. No pretendo ser yo el que cambie las cosas que ahora veo. Tal vez nunca lo he pretendido, ni deseado. Pero sí he querido caminar con paso firme y dar lo que llevo dentro de mí, muy grabado en el alma, con una sonrisa. Sólo sé que puedo entregar la vida por algo importante que merezca la pena. Veo que los miedos son difusos y se pierden cuando me acompaña la sonrisa para salir de casa e iniciar un ascenso prolongado. No me desanimo ya ante el primer contratiempo. Y he aprendido a ver el dolor ajeno y el propio como algo importante. No me es indiferente lo que me rodea. No paso de largo ante el que sufre al borde del camino. Comenta el Papa Francisco en su encíclica: «Ante tanto dolor, ante tanta herida, la única salida es ser como el buen samaritano. Con sus gestos, el buen samaritano reflejó que «la existencia de cada uno de nosotros está ligada a la de los demás: la vida no es tiempo que pasa, sino tiempo de encuentro». El primer paso fuera de mí mismo siempre es el más difícil. Cuesta salir, ir al encuentro. Es como dejar la paz atrás y arriesgar la vida. La vida se juega en momentos aparentemente muy poco importantes. De golpe todo depende del sí que doy con mi alma, con mis manos, con mi voz. Y entonces emprendo de nuevo el mismo camino de siempre, el de Jesús, el de los santos. Y me alegra saber que no estoy solo, que hay más que también sueñan y viven con detenerse al borde del camino a acompañar vidas, dolores y muertes. Y merece la pena enterrar en mi tierra la vida que vivo. Sin querer guardarla, sin ser egoísta. Creo en el poder infinito que puede tener mi vida. Más allá de las incoherencias y desórdenes que palpo dentro de mí mismo. No me erijo en modelo para nadie. Sólo quiero sostener la mano que he tocado. Salvando su camino, levantando su ánimo. Sólo así es posible cambiar mi vida, o el mundo. Dejando el amor colgado en almas sedientas. 

Dios me llama por mi nombre incluso cuando no lo conozco. Me gustan las palabras que hoy escucho: «Te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías. Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios. Te pongo la insignia, aunque no me conoces. Yo soy el Señor, y no hay otro». Un Dios que me ama en mi verdad, conociendo todo lo que hay en mí, aún sin que yo lo conozca. ¿Quién me conoce de verdad? ¿Basta que yo abra mi alma continuamente y cuente lo que sucede en mi interior para que esa persona que escucha me conozca? Puede que no. Hay en mi corazón un misterio escondido. Unas sombras ocultas en las que ni yo mismo sé poner luz. Intento descifrar esa oscuridad que no penetro. Desvelar el sentido de todo lo vivido. Quisiera ser capaz de navegar esos mares que no ha surcado nadie, ni siquiera yo dentro de mi alma. Desvelar nombres que alguien dejó allí escritos. Interpretar los sueños dormidos en mi corazón. ¿Quién conoce el despertar de mi alma y la luz de mis anhelos? ¿Quién ha descubierto el brillo en los ojos de mis pasiones y el temor dibujado en mis gestos de dolor? No creo que haya alguien capaz de saberlo todo de mí. Algunos por su amor pueden penetrar la línea tenue que cubro con pudor. Una persona escribía con inmensa ternura de la persona amada: «Soy de ella, con todas las veces que me rescata, con lo que habla cuando solo me mira, con lo que nos decimos con anhelos compartidos, y sobre todo, con lo que el Señor tejió antes de que existiera la memoria y la razón, ella para mí y yo para ella». Ese amor humano que siento, que recibo, entra de rodillas, descalzo, lleno de santo temor en el templo sagrado de mi alma. Y luego se retira guardando el más absoluto sigilo, sin forzar, sin apenas tocar con caricias las heridas que contempla. Decía el P. Kentenich citando a Schwitzer: «Vi cuánta pena, sufrimiento y alienación trae consigo el que seres humanos pretendan leer en el alma de los otros como en un libro de su propiedad y que quieran saber del otro y entender al otro allí donde deberían creerle. Todos debemos cuidarnos de reprochar a nuestros seres queridos falta de confianza si no quieren dejarnos curiosear a cada momento los rincones de su corazón. Tampoco puedo obligar a nadie a revelar de su vida interior más de lo que le surge naturalmente»[3]. Ese respeto sagrado brota de un amor sano, no dominador, un amor libre que no crea dependencias, ni abusa de la vulnerabilidad de la persona amada. Ese amor es un torpe reflejo del amor de Dios. Él me conoce como el hijo más preciado de su corazón. Lo sabe todo de mí y espera cada noche a que yo se lo cuente. Respeta tanto mis deseos que no me fuerza, no me empuja, no me violenta. Aguarda paciente a la puerta de mi alma aunque sé que no hay un dios fuera de Él. Pero no presiona, no me invade, no me fuerza, no abusa de su poder. Espera a que vuelva cuando me alejo. Y me reconoce en la noche cuando busco perdido una luz. Calma los vientos de mi barca. Detiene las olas de mi tormenta. Y me cubre con un velo de ángeles para que no me angustie en mis huidas. Ese Dios en el que creo es la bondad y la misericordia que me rescatan de donde estoy perdido. Es un amor que me levanta. Es una llamada silenciosa que apenas distingo. Quisiera ser yo así con aquellos a los que amo. Respetar sus tiempos y sus silencios. Cubrir con un velo de sano pudor todas sus heridas y caídas. Perdonar sus ausencias y carencias. Empujar en noches de cansancio. Animar después de la derrota. Corregir sólo lo necesario. Abrazar cuanto me sea posible. Y llorar ante el rostro de quien amo, de quien me ama. Por ese miedo inabarcable que me posee ante la posibilidad de perder lo que tengo. Aguardar a que me cuenten lo que lleva dentro como su gran tesoro. Sin molestarme sus silencios y sus miedos. Sin violentar esa puerta sagrada que separa su alma de la piel. En la que puede que yo tenga llave. Pero ni aún así la usaré, así hace Dios conmigo. Tiene como entrar y no entra. Podría derribar las puertas y paredes que me protegen pero no lo hace. Y yo soy tan torpe con los que amo, con los que han confiado en mí para depositar sus miedos, inquietudes y tormentas. Han querido que yo sea su roca o el puerto en el que dejar la barca al acabar la jornada. Y yo no quiero herir la vida que se me ofrece. No quiero forzar los secretos que no conozco. No me importa ignorar lo que están viviendo. Estaré sólo ahí esperando su llegada. Aguardando sus tiempos. Sosteniendo sus miedos. Sin más pretensiones ni exigencias. Sin querer más de lo que recibo. Sin amar menos cuando sea menos amado. Aguardaré allí en mitad del puerto de la vida. Implorando a ese Dios que me ha enseñado a cuidar la vida que se me confía como el tesoro más sagrado que nadie ha puesto antes entre mis manos.

A menudo veo que no quiero escuchar cuando pregunto. O simplemente pregunto por cortesía, por quedar bien, sin que me importen las respuestas posibles. ¿Qué tal estás? ¿Cómo te va? Y sigo mi camino con miedo a que mi pregunta traiga respuestas largas y tediosas. No quiero perder el tiempo, no quiero quedarme a escuchar. Como una persona me decía con cierto sarcasmo: «¿Te digo que bien o te lo cuento?». Hay preguntas que hago sin el deseo de escuchar las respuestas. Me asusta el poder de una pregunta. Y quizás no deseo escuchar lo que me van a contestar. No quiero sufrir si la respuesta no es la esperada. O lo que me dicen es justo lo que más temo oír. Una pregunta puede abrir un abismo escondido dentro del alma. Y desatar una cascada, un huracán, un fuego que pueda arrasarlo todo, como lava de volcán. Puede brotar un oleaje de mar que me lleve lejos de la orilla. Me asustan las preguntas lanzadas al viento que desatan tempestades ocultas, miedos olvidados, historias calladas. En mi propia alma o en el alma de los que están cerca. Obvio las preguntas. ¿Cómo te encuentras de verdad? No quiero saberlo, no quiero tener que cambiar, no quiero que otros cambien. Y entonces sigo haciendo preguntas sin detenerme a escuchar. ¿No quiero saber de verdad cómo se encuentra aquel a quien amo? Sí y no al mismo tiempo. Pero mi silencio puede llevar a que un día estalle y me lo eche en cara: «Nunca me has preguntado cómo me encuentro. No quieres saber cómo estoy. No sabes qué me preocupa, qué me inquieta, qué me duele». Me asustan esas preguntas cuya respuesta temo. Me asusta tener que hacerme cargo de lo que habita en el alma de las personas a las que quiero, con las que convivo. Preguntar tiene sus riesgos. No preguntar es peor y mi silencio me acaba acusando. No quiero que me molesten, que me cambien los planes, que me inquieten. Y entonces callo y no pregunto. Otras veces mis preguntas pueden tener un fin acusatorio o perseguir segundas intenciones. Como la que hoy le hacen a Jesús: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?». Son preguntas que persiguen feas intenciones. Quieren que Jesús conteste y se arriesgue, y diga lo que está mal, lo que no corresponde. En mi vida yo caigo en esas preguntas con otros. Les pregunto para ponerlos a prueba, para cuestionar su fidelidad, para poder acusarlos, para ver si aman tanto a quien dicen amar. No soy transparente, soy culpable con mis preguntas. Tengo intenciones impuras en mi alma. Busco que el que responde caiga en las redes de mi trampa. Quiero que diga lo incorrecto o simplemente diga la verdad y se acabe acusando a sí mismo. Pierdo la inocencia. En realidad no quiero saber la verdad. «Los fariseos llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta». Querían su muerte, su perdición. Puede pasarme a mí cuando deseo el mal de otros y busco que se acusen, que den un mal paso, que se equivoquen en su opinión, en sus palabras, en sus gestos. Deseo que mis preguntas desaten su perdición. No quiero conocer la verdad. En mi pregunta ya estoy acusando. Ellos no querían saber si estaba mal o bien pagar el impuesto al César. No era su intención. Antes de hacer la pregunta adulan a Jesús con palabras suaves, acarameladas. Halagando buscan ocultar su malicia. Dicen verdades llenas de dulzura y así disimulan sus feas intenciones. Y Jesús ve en sus corazones: «Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: - Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto». No cae en su juego. No se deja engañar por sus palabras. Jesús lee entre líneas. Sabe ver debajo del agua las intenciones de los hombres. No va a caer en lo que ellos desean. Y responde astutamente. Me llama la atención su mirada ante la trampa que le tienden. Les llama hipócritas y pone en sus manos la respuesta que pretenden. Pero no es tan claro, es más astuto y lo dice de tal manera que no podrán acusarlo ante el César, ni dejarlo en entredicho frente al pueblo que odia al César. Jesús no cae en su trampa. Tampoco se altera al ver las intenciones con las que le buscan. Está acostumbrado a la oscuridad de ciertos corazones y responde con paz. No se altera, no se indigna. Me gusta la paz interior de Jesús cuando lo que desean a su alrededor es su muerte, su condena. Me da miedo ser un manipulador y perseguir segundas intenciones con mis actos. No ser claro, no ser trasparente. Me asusta aparentar una cosa distinta de la que pretendo. No quiero ocultar la verdad que me mueve. Quiero ser más ingenuo, más niño. Ir con la verdad por delante. Manifestar mis deseos sin ocultarlos en falsas apariencias. Si quiero algo lo digo. Si no lo quiero lo expreso. No quiero pecar de falsa modestia o pudor. No quiero que los demás vean en mí lo que no soy, lo que no pienso ni deseo. No quiero actuar con dobles intenciones. Ceder mi puesto a alguien porque yo busco otro puesto. No quiero preguntar sin la intención de querer saber la verdad. No quiero preguntar sin el deseo de aprender. Tengo miedo de ser un manipulador. Buscando que se cumplan mis deseos sin desvelar la intención que persiguen mis actos. Quiero que la verdad vaya siempre por delante en mi vida.

¡Cuántas veces he escuchado esta afirmación de Jesús! «Le presentaron un denario. Él les preguntó: - ¿De quién son esta cara y esta inscripción? Le respondieron: - Del César. Entonces les replicó: - Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». La he usado a menudo en otro contexto y referido a la vida de los hombres: Al César lo que es del César. A Dios lo que es de Dios. Como si pareciera importante distinguir ambas realidades. En unas cosas está Dios, en otras no. ¿Es eso real? Parece como si lo del César no tuviera que ver con Dios. Esta división me parece difícil porque está todo muy unido. No es tan nítida la línea que separa a Dios de los hombres. Lo humano de lo divino. Está todo interrelacionado. Y si lo separo me rompo por dentro. Me mata romper ambas realidades. Pienso en lo que es de Dios y separo la misa, la oración, los mandatos de Dios de mi vida laboral, de mi vida familiar. Es como si tuviera dos vidas. Una en la que Dios es el centro, el importante. Ese Dios al que recibo en la eucaristía. El Dios del que hablo. El Dios que me ama cuando guardo silencio. Y luego esa vida mía en la que no entra Dios. Mi mundo del trabajo donde no dejo que hable e intervenga. El mundo de mis relaciones humanas en las que soy yo el que decide. El mundo de mis decisiones donde Él no tiene nada que decir. Y pienso, a Dios lo que es de Dios. Hay cosas que no le pertenecen y no las pongo en sus manos, son mías. Allí no tiene cabida su mirada, su amor, su vida. He reducido en ocasiones a Dios a la sacristía. Allí cabe. Allí confieso mis pecados cuando tienen que ver con Él. Pero otros pecados no son de su incumbencia. No importa si gasto el dinero de esta u otra forma. No importa si soy injusto con mis empleados o en el trato con aquellos con los que me relaciono. No importa porque eso es del César. Esa división ha ayudado tan poco a lo largo de la historia. Separo a Dios de mi vida cuando no me interesa que interfiera en los pasos que doy. Lo busco en la sacristía cuando siento que sin Él no puedo caminar. Pero no lo pongo en el centro de todo. No cuento con Él en cada decisión. Es el peligro de reducir a Dios a una ética de comportamiento. Un Dios que me pide que me porte bien, que actúe moralmente. Un Dios elegante que sólo quiere que cumpla con sus preceptos. Es tan limitada esa forma de ver las cosas. Saco a Dios de lo realmente importante. Comenta el beato Carlos Acutis: «Nuestro objetivo debe ser infinito, no finito. El infinito es nuestra patria. El cielo nos ha estado esperando desde siempre». Dios está en todo lo que hago. Está en mi vida dentro de cualquiera de mis sueños. Está en mi trabajo, en mi familia, en mi mundo personal, en mi ocio. Mi mirada tiende al infinito. Con Él camino hacia el cielo y Él está presente en todo lo que hago. En mi ocio está Él. y en mis diversiones. Y en mis decisiones. todo le incumbe, nada le es ajeno. Quiero que Dios sea el centro de todo. Quiero dejar de buscarme incluso cuando digo que le busco a Él. Leía el otro día: «En la eucaristía sucede la entrega de Jesucristo. Quien sólo desea escuchar un buen sermón no vivencia lo esencial. En la liturgia Dios se encuentra en el centro. Quien se coloca a sí mismo en el centro se sentirá ajeno a ella. La referencia al yo en la meditación. Muchas personas responden que en la meditación buscan encontrar la paz. Otras buscan ideas claras. Otras poderes curativos»[4]. En esa oración, en esa eucaristía lo busco a Él. sólo cuando dejo de ser yo el centro de todo lo que hago Él puede estar en el centro de mi vida. Sólo cuando paso yo a un segundo plano. Yo y mis intereses. Yo y mi mundo. Yo y mis apetencias. Dios de mi vida. Ese es el Dios al que busco, al que amo. Con la moneda los fariseos querían poner a prueba a Jesús. Pero ellos quedaron expuestos en sus intenciones. Jesús me muestra hoy que en mi vida está todo unido. Dios y el mundo van de la mano. El Dios al que rezo quiere ocupar todos los ámbitos de mi vida. Quiere que se integre en mí todo lo que yo he acabado dividiendo por culpa de mi pecado. Me he puesto yo en el centro y ha apartado a Dios. He decidido ser Dios. Poderoso como Él, dueño de mi camino. Lo he dejado a un lado. Quiero que reine en todo. Quiero que esté en el centro de mi vida.

 



[1] J. Kentenich, Segunda acta de fundación 1939

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[4] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 52

Comentarios
Total comentarios: 1
18/10/2020 - 09:17:19  
Gracias P.Carlos, felicitaciones por la genial descripción de lo que hace María, cómo lo hace y esa genial conclusión: es el gran misterio de Schoenstatt ...recordé en plenitud a mi mamá, creo que muchos otros deben haber sentido lo mismo.

Fernando Besser
Federación Familias
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