Homilía del padre Carlos Padilla - 19 de junio de 2022

Sábado 18 de junio de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XII TO y Corpus Christi

Génesis 14,18-20; Zacarías 12, 10-11;13, 1; Corintios 11,23-26; Gálatas 3, 26-29; Lucas 9, 18-24; Lucas 9,11b-17

«El Espíritu Santo os lo enseñará todo y os recordará todo. Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde»

19 junio 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero tocar a Jesús en su carne para abismarme en el cielo. Es el camino más seguro, la puerta escondida. No dudo de su amor y eso me da fuerza para amar. Quiero amar como Jesús»

Dicen que sobre gustos no hay nada escrito, nada que me impida pensar o ver las cosas de una determinada manera. No estoy obligado a que me guste lo mismo que a todos. Puedo tener mi propio gusto, mi opinión. Puedo elegir lo que se adapta mejor a mi forma de vivir. Pero a veces trato de agradar, de elegir lo que otros eligen, de hacer lo que otros hacen y pensar como otros piensan. Miro a quien admiro y deseo ser igual. O me amoldo a su manera de ser y vivir. Y sufro, porque no encajo. No soy libre y trato de adivinar sus gustos. Lo que él elige, lo que él quiere. Imagino lo que va a pensar antes de que lo piense. Me vuelvo sumiso, adaptativo, dejo de tener personalidad. No hay nada escrito sobre los gustos pero me pesa el desprecio y el desdén de los que me juzgan y me miran en menos. ¿Qué tengo que hacer? Ser fiel a mis gustos. Tener personalidad y fuerza para enfrentar los juicios y opiniones negativas cuando no me comporte como los demás esperan y no haga lo que los demás desean. Cuando no me guste lo que a otros les gusta. En cualquier caso quiero abrirme a lo que los otros aman. No vivir cerrado en mi opinión rígida. No quedarme en mis gustos y descartar descalificándolo el gusto de los demás. Más humildad me hace bien. Y más apertura. Comenta el Papa Francisco: «Cuando la búsqueda del placer es obsesiva, nos encierra en una sola cosa y nos incapacita para encontrar otro tipo de satisfacciones. La alegría, en cambio, amplía la capacidad de gozar y nos permite encontrar gusto en realidades variadas, aun en las etapas de la vida donde el placer se apaga»[1]. Cuando sólo busco el placer en las cosas, en las relaciones, dejo de valorar el gusto de otras realidades. Cuando amplio mi corazón y lo hago más ancho me vuelvo capaz de más cosas, de más decisiones, de más y mejores elecciones. Me gusta la mirada que se ensancha en el camino de la vida. Esa capacidad de alegrarme y gozar con lo que otros gozan. Encontrar otro tipo de satisfacciones en lo que hago, en el amor. No buscarme sólo a mí mismo y quedarme sólo en lo que a mí me gusta como único criterio. Quiero aprender a disfrutar las cosas que me suceden. Si me quedo en las expectativas incumplidas nunca apreciaré el valor y la bondad de las cosas que me suceden. «Dice S. Ignacio que no es el mucho saber el que sacia y satisface el alma, sino el sentir y gustar de las cosas en nuestro interior»[2]. Tengo que aprender a gozar y gustar las cosas dentro del alma. Apreciar la belleza en cosas que antes pasaba por alto. Alegrarme por detalles que antes menospreciaba. La vida está llena de mucha belleza. Y en ella puedo tomar muchas decisiones. Algunas me harán sufrir. Pero en todo lo que vivo hay una posibilidad escondida de disfrutar, de gozar, de vivir plenamente lo que me toca en cada momento. Cerrarme a lo nuevo porque no lo conozco me cierra la puerta a nuevos sabores, olores y vivencias. Descartar desde mi prejuicio lo que no conozco me aleja de la posibilidad de disfrutar el presente en toda su plenitud. La vida se juega en esa mirada que hace que las cosas tengan el valor que yo les doy. Dejo de mirar en menos lo nuevo. Y me abrazo a lo que se me presenta como una oportunidad maravillosa para crecer, para avanzar, para ser mejor. No es mejor el que tiene sus gustos muy definidos y se cierra a todo lo demás. Sino el que se adapta, se hace caminante con los caminantes, sedentario con los que descansan. No por agradarles y así no ser juzgado. Sino por compartir la vida con ellos, como un don incomparable. Disfrutar del presente sin estar pensando en lo que ya no tengo o no puedo vivir. Estar continuamente comparando las cosas nuevas con las que yo conozco me acaba alejando de la realidad y hace que siempre viva como un extranjero. Es lo que tiene echar raíces en este mundo sin ser totalmente del mismo. Dios puede enriquecer mi corazón y me permite conocer cosas nuevas, ver colores diferentes, amar rostros distintos, conocer lenguajes antes desconocidos que me enriquecen. Eso es lo que quiero vivir con un corazón grande, nuevo, flexible, abierto y generoso.

El respeto es un don sagrado. Una actitud sublime en medio de la vida. El amor se cuida con respeto. Y cuando se pierde el respeto se debilita el amor. Las heridas surgen cuando me pierden el respeto. Quisiera respetar al que no piensa como yo. No querer cambiarlo, no querer que piense como yo. Necesito aprender a respetar los silencios de la persona a la que amo. Respetar sus tiempos, sus formas, sus maneras. Respetar su intimidad, lo más sagrado de su alma. No tengo derecho a saber lo que no quiere contarme. Respeto su forma de hablar, de amar, de abrazar. Sus actitudes que a veces pueden confundirme. Respeto con la mirada y con los gestos. Respeto con mis palabras, pocas y delicadas. Sin ternura, sin tacto, sin delicadeza no lograré nunca adentrarme en el corazón de nadie. Y me sorprenderé echándole la culpa al mundo de mi soledad. Si no aprendo a respetar nadie me respetará. Si no escucho con respeto nadie me escuchará a mí. Si no respeto que no hagan lo que aconsejo, lo que pido, lo que exijo, me volveré intransigente y duro. El respeto es un arte que quiero aprender. Schweitzer escribe al respecto: «En este punto sólo vale el dar que suscita dar en el otro: comunica a quienes están de camino junto a ti tanto cuanto puedas de tu ser espiritual, y recibe como algo precioso lo que ellos te devuelvan. El respeto por el ser espiritual del otro fue para mí algo evidente desde mi juventud»[3]. Me arrodillo conmovido ante el misterio de la persona que tengo delante de mí. No puedo presionarla. No puedo abusar de mi posición, de mi autoridad. No puedo juzgar lo que me dice. No puedo querer cambiarla para que sea de otra manera, a la fuerza. No puedo exigirle que se abra y me cuente lo que sucede en su corazón. no puedo influir para que sea como yo espero. Yo podré darlo todo de mí. Todo lo que hay en mi corazón. Todo lo que yo quiero compartir. Pero el otro podrá permanecer cerrado si no quiere abrirse y contarme lo que pasa en su vida. El respeto es un don sagrado que necesito incorporar para saber relacionarme con las personas. Además necesito recurrir a la ternura en todo lo que hago. Tratar con delicadeza, intentar saber lo que el otro siente, lo que le ocurre. Intuirlo y tratar siempre con ternura, con delicadeza, con mucha misericordia. Que alguien sea capaz de contarme lo que le sucede es un don inmerecido. Que alguien confíe en mí sin merecerlo es pura gratuidad. Entender la vida como gratuidad me vuelve mejor persona. Dejo de exigirles a los demás lo que no quieren o no pueden darme. Puedo arrodillarme ante la belleza de su alma sin querer que sea mejor de lo que es. Así es como me mira Dios a mí y no me acabo de acostumbrar. Su abrazo es gratuidad. No se lo puedo exigir. No me lo da sólo cuando respondo a sus expectativas. ¿Qué espera Él de mí? Creo que sólo quiere que sea feliz, que sea pleno, que no tome decisiones equivocadas y si las tomo que sepa rehacer el camino, que me mantenga fiel en el lugar donde he logrado ser feliz. Que sepa reinventarme cuando las cosas no me salen bien. Que no pierda la esperanza cuando fracaso una y otra vez en todo lo que intento. Que me deje ayudar porque solo no lograré nunca salir adelante. Que sueñe con cosas más grandes de las que ahora vivo. Que no desprecie a nadie, que no ignore a los que me buscan, que no exija más de lo que quieran darme. Que sepa perdonar siempre porque el rencor me esclaviza y amarga. Que me abra a la gracia de su Espíritu porque sólo dejándome amar por Él acabaré siendo mejor persona. Que confíe en el futuro aunque esté lleno de incertidumbres. Que navegue por anchos mares en su barca, a su lado, sin exigir que haya siempre pescas milagrosas. Que trate a los demás con bondad, con ternura, con respeto. El amor que no se da se puede convertir en odio o desprecio muy fácilmente. Que nunca abuse del poder que otros me dan. Que sepa callar mi opinión incluso cuando parece que todo va a salir mal. Que no me imponga pensando que lo mío es lo mejor. Que sepa aceptar los errores sin enojarme, todos nos equivocamos. Que acepte la vida en su verdad, con sus límites, con su pobreza y su riqueza. Que no deje de alegrarme de todas las cosas bonitas que me suceden. Que no menosprecie a nadie porque todos son mejores que yo en algo, eso seguro. Que no me canse de buscar al que está perdido, al que se aleja. Volverá un día a casa y quiero estar a la puerta aguardando, buscándolo en los caminos. Que sepa aceptar las derrotas como parte de mi vida, igual que las ausencias y las pérdidas. Que no me crea mejor que nadie y admire siempre a los demás. Que me calle si no tengo algo bueno que decir de los otros. Que respete la originalidad de cada uno sin buscar algo distinto. Eso es lo que Dios me pide. Me mira feliz porque me quiere, y me lanza a la vida para que cambie este mundo con mi mirada, con mi ejemplo, con mis palabras. Y quiere que yo mire a los demás como Él me mira a mí cada mañana. Y los trate con la misma misericordia con la que Él me abraza cada vez que caigo.

El abandono en Dios es una gracia que pido porque cuesta mucho confiar. Quiero tener el control de mi barca y me niego a dejar que Dios tome el timón en sus manos y me conduzca donde Él quiera. ¿Dónde me llevará Dios si me abandono y lo dejo todo en sus manos? No lo sé. No conozco sus planes, no puedo adivinar el futuro, no me interesa. Sólo me queda clara una cosa: no quiero sufrir. El sufrimiento es lo más ajeno mi alma. Deseo el bienestar, la paz, la comodidad. No me gusta sufrir, no me atrae el dolor, no quiero padecer nada que me quite la tranquilidad interior. Amo la vida y huyo de la muerte. Deseo la salud y la prosperidad, todo menos la enfermedad y el fracaso. Me gusta la paz, no la guerra. Vencer y ser competitivo. Lucho por el reconocimiento porque me gusta demostrarme a mí mismo que la vida merece la pena y que tengo muchos talentos que pueden ayudar a muchos. Sé que las cosas vividas en presente son de una manera. Pero el mañana no está en mi mano. Por eso me asusta tanto el futuro y vivo inquieto, tenso, angustiado pensando que las cosas pueden salir mal. Prométeme que no te vas a morir nunca, le decía una persona a su cónyuge enfermo. Y él sólo podía prometerle que iba a luchar, que iba a hacer todo lo posible. Le grito a Dios que me escuche, que cumpla mis deseos, que haga realidad mis sueños. Y su silencio me paraliza, me llena de rabia. Cuando no lo hace posible me decepciona. Me gusta creer en un Dios todopoderoso que cambia el mundo y hace posible un mundo mejor. Para vivir con paz necesito confiar y abandonarme. Es como dejarme caer de espaldas sabiendo que hay alguien abajo dispuesto a sujetarme. Esa fe me falta. Me cuesta confiar en las personas y en Dios. El P. Kentenich me invita a inscribir mi corazón en el de Jesús para que crezca mi confianza. Para que mis sentimientos sean más parecidos a los de Jesús. Por eso me habla de la «inscriptio cordis in Cor», inscripción de mi corazón en el Corazón de Cristo. Si lo consigo podré descansar en su seno sin miedo. Él me dará la gracia de la confianza: «La inscriptio no es un mero medio psicológico para eliminar obstáculos. No es buscar sufrimiento a toda costa. No; un acto de esta índole solo puede realizarlo quien tenga una auténtica imagen de Dios, quien sepa que Dios es Padre, que Dios es bueno»[4]. Cuando mi imagen de Dios es sana puedo abandonarme sin miedo en sus manos. Si creo en su bondad, en su misericordia todo es más fácil. Si imagino a un Dios justo y misericordioso, bueno y enamorado de mí, tendré paz siempre. ¿Qué cosas malas podrán pasarme? Ninguna. Pienso en las peores desgracias. Les pongo nombre a mis miedos. Los coloco en la herida del sagrado corazón de Jesús. En ese lugar desde el que brota la vida. Y entonces siento que ya no tengo miedo al futuro porque ya he entregado en sus manos lo peor que me puede pasar. Él puede hacer posible que me abandone, pero me cuesta mucho. Yo no sé soltar las riendas. Me tensiono, me vuelvo exigente. Me gustaría hacer a diario el ejercicio de abandonarme en las manos de mi Padre. Pienso en las cosas que me inquietan, me irritan, me duelen. No quiero perder el control por contrariedades pequeñas de mi vida. ¿Qué me da miedo que suceda? ¿Qué cosas temo perder? ¿Dónde tengo puestas mis seguridades? ¿En quién confío de verdad? Hay personas que no saben delegar. No dejan que otros hagan aquello que ellos saben hacer muy bien. No se fían, lo controlan todo, miran a ver cómo ha salido el resultado final. ¿Soy yo así? Me da miedo caer en esa desconfianza. Me cuesta confiar en las personas que Dios pone a mi lado. No creo que puedan sacar adelante lo que les encomiendo. Me da miedo que salga mal todo lo que yo sé hacer bien. Esa actitud hacia las personas se proyecta en Dios. Yo sé lo que me conviene, Dios no lo sabe. Yo sé lo que me hace feliz, Dios se confunde. Para confiar tengo que conocer el corazón de Dios. Y cuando lo logro veo su bondad. Igual que esa afirmación que escuché un día en una película: «Debes conocer a los hombres que te siguen, y ellos deben conocerte. No les pidas a tus hombres que mueran por un desconocido». ¿Cómo voy a confiar en aquel a quien no conozco? ¿Cómo voy a seguir hasta el final a aquel que es un desconocido? Nadie da la vida por un desconocido. ¿Conozco el corazón de Jesús? Sólo si lo conozco confiaré en Él y estaré dispuesto a morir amándolo. Sólo si conozco a los que van conmigo creeré en ellos y estaré dispuesto a morir a su lado. Por eso le pido a Dios la gracia de conocer su corazón. En ese corazón justo, bueno y misericordioso podré quedarme y aprender a mirar la vida con sus ojos. Como decía Jiddu Krishnamurti: «No vemos las cosas como son, sino como somos». Si miro las cosas en su belleza, si me fijo en lo bueno, si creo que las cosas van a salir bien, será porque todo esto que veo estará ya presente, dibujado, dentro de mi corazón. Veo la vida con el corazón no con los ojos. Por eso necesito que mi corazón se parezca más al de Jesús. Para mirar sin juzgar, sin condenar, sin miedo. Así, como un niño, confiado.

Jesús se hace carne. Toma mi cuerpo, mi vida, mis dolores y límites. Dios se vuelve impotente como yo asumiendo mi humanidad. Lo hace por amor. Se pone a la altura de mis ojos, a la altura de mi cruz. Y yo me siento desconcertado. He querido poner a Dios muy lejos, muy distante. Para justificarme. Nadie puede alcanzar las alturas. Nadie es todopoderoso. Nadie puede no pecar. Nadie puede salvarse. Pero Dios ha visto mi indigencia y ha querido vivir mi misma vida, mis mismos sueños, mis mismos fracasos. En mi humanidad Jesús ha llevado la vida al más extremo de los fracasos. Olvidado, odiado, perseguido. Han deseado su mal cuando Él sólo deseó el bien de todos. El límite humano no fue un obstáculo para Él. Podía hacerlo todo bien porque me amaba en mi pobreza. Yo necesito que alguien me ame como soy, en el peor momento de mi vida, cuando no merezco el amor, cuando tal vez merezco el rechazo y ser abandonado. En esos momentos es cuando más necesito que me apoyen, me sonrían, me abracen y, sobre todo, me ayuden a levantarme del barro y a creer en mí mismo. Así puedo salir de donde me encuentro. Puedo cambiar y ser mejor si alguien cree en mí. Ese es Jesús que me mira a los ojos y me dice que mi vida es preciosa. Lo hace desde su carne limitada como la mía en todo menos en el pecado. Yo miro a Jesús en su carne, en su humanidad y no acabo de creer. Porque ese Dios impotente y limitado me rompe, me desconcierta, me irrita, me frustra. Busco a un Dios todopoderoso, no a un Dios hecho hombre como yo. Pero hoy quiere Jesús que me revista de su humanidad para poder ser salvado: «Los que os habéis incorporado a Cristo por el bautismo os habéis revestido de Cristo. Ya no hay distinción entre judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres, porque todos sois uno en Cristo Jesús. Y, si sois de Cristo, sois descendencia de Abrahán y herederos de la promesa». Me he vuelto uno con Cristo. Soy de su misma carne y sangre. Me hace bien esta fiesta que me recuerda que he sido revestido de Cristo, de su poder y su impotencia. De su humanidad y divinidad. Ya no hay distinciones porque en su carne todos somos iguales. Me da paz ese Jesús humano que mira con mis ojos, habla con mi voz, abraza con mis manos. Hoy me lo recuerda: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: - Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía. Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva». Se ha quedado por amor. Y yo cada día me dejo hacer por Dios para que su Cuerpo y su Sangre se hagan presentes sobre el altar. No dudo. Tengo fe en el poder del Espíritu Santo que hace siempre el mismo milagro. Para que no dude, no desconfíe y crea que Jesús sigue viviendo en mi carne para recordarme que soy ciudadano del cielo. Pero al mismo tiempo no puedo huir de la tierra. Pertenezco al mundo que tiene que ser redimido. Nada de lo humano le es ajeno a Dios. No me salvo solo, no llego al cielo solo con mi espíritu, con mi alma. Llegaré con mi cuerpo glorioso como el de Jesús. Su presencia física sobre el altar acerca el cielo, acerca la misericordia, hace presente al amor que es capaz de sufrir y vivir el sacrificio por mí, para que no huya, para que no me aleje. Jesús se derrama sobre mí para que tenga fuerzas. Por eso el viático me ayuda a caminar. Esa presencia real de Jesús me da fuerzas para no desfallecer. No puedo dudar de su amor cuando renunció a todo, incluso a su propia vida, para que yo viva para siempre. Se sometió al poder de la muerte para acabar venciéndola y así hacerme ver que el dolor de la muerte no tiene la última palabra en mi vida. Después de la muerte brota la vida. Después del fracaso viene la victoria final, la definitiva. Recobro la confianza al tocar a Jesús, al recibirlo en ese alimento que me salva. En ese momento dejo de tener miedo. No estoy hecho para la muerte. Todo tiene un final, pero el final último y verdadero es la eternidad. Hay injusticias y pecados, fracasos y dolores pero la última palabra la tiene la misericordia de Dios. Hay muchas batallas, muchas guerras y en todas ellas vence el amor de Dios y reina su paz. Jesús vino a hacerse uno de nosotros para que nosotros deseemos con más fuerza tocar el cielo, volar a las alturas. La humanidad de Jesús es un misterio. Su pobreza engrandece mi vida y me hace anhelar una vida más plena. Me arrodillo ante ese misterio que repiten mis manos sin que yo le dé su valor. Quiero seguir sorprendiéndome de ese amor infinito que abraza lo finito. De ese amor humano que tiene raíz divina. De esa presencia en el tiempo que supera todo tiempo y todo espacio. Quiero tocar a Jesús en su carne para abismarme en el cielo. Es el camino más seguro, la puerta más escondida. No dudo de su amor y eso me da fuerzas para seguir amando. Si supiera amar yo como Jesús ama. Si lograra renunciar a mí mismo venciendo el orgullo para entregarme por aquellos a los que amo. Si supiera dejar que su amor venza en mí y se imponga sobre todos mis odios. Así es ese Jesús escondido que viene a decirme que no tenga miedo. Que con su fuerza me va a animar siempre y va a sostener mis pasos.

Hoy Jesús necesita que le conteste con sinceridad. Quiere saber lo que hay en mi alma, le importa. Pregunta primero por los demás: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Pero luego va a lo importante, lo que de verdad le apremia: «Y vosotros, ¿Quién decís que soy yo?». ¿Quién es Dios para mí? ¿Qué lugar ocupa dentro de mi alma? Cuando las cosas no cuadran en mi interior, le echo con facilidad la culpa al Demonio. Alguien tendrá la culpa y me eximirá a mí de toda preocupación. No estoy mal, es el demonio el que me hace estar mal. Y los demás están mal conmigo porque el demonio los tienta. Me cuesta asumir mi responsabilidad en todo lo que me pasa. Como si hubiera una mano negra que echa perder la perfección de mis actos. Por eso quiere saber Jesús quién es Él para mí y qué significa en mi vida. Qué papel juega en todas mis decisiones y dónde está en mi alma. Quiere saber lo que siento y pienso al mirar su rostro. Quiere la vedad, no mentiras endulzadas, maquilladas. Quiere que sea sincero, que mire mi alma con cierta distancia. Nadie tiene la culpa. Yo tampoco. Simplemente las cosas no son perfectas, el mundo es imperfecto y yo también, aunque me duela. Quisiera ser capaz de hacerlo todo bien. Veo tanto dolor en mi alma y al mismo tiempo tanta vida. Y siento que algo estoy haciendo bien. Aunque haya algo que esté mal hecho. Miro con humildad mi corazón. Está roto, lo han roto, lo he roto yo mismo con mis pretensiones y expectativas. He dejado que se rompa sin impedirlo. Nadie lo protegió. Quedó indefenso ante las agresiones y ahora me duele. Y al dolerme estallo con rabia sin que esté justificado. Lanzo ataques voraces contra mis enemigos. Contra los que parecen odiarme. Y le echo la culpa al demonio cuando las cosas salen mal. Siembro guerras pero yo me justifico y digo que otros las iniciaron, no yo. Yo soy inocente. Estoy herido, es por eso, que todos quieren mi mal. Mi mirada se va enturbiando, pierdo visión, no distingo lo justo de lo injusto. Veo la agresividad de los demás y su poca objetividad, pero en mí no veo nada malo. Tal vez no tengo un lugar para Dios en mi alma. Creo que sí, pero son ideas, sueños románticos, imágenes distorsionadas las que se pegan a mi piel. Estoy enfermo y no me doy cuenta. El mundo es injusto conmigo. Yo sólo defiendo la justicia y a los débiles. Los demás están mal y abusan de su poder. Yo estoy bien y soy víctima. Y Jesús me lo pregunta: ¿Quién soy yo para ti? Y yo me callo porque no acabo de encontrar el lugar importante que ocupa. Me he llenado de stress, he caído en depresión queriendo hacerlo todo perfecto para que esté contento conmigo. Pero luego he sufrido su olvido o es lo que me parece cuando se han quebrado mis fuerzas. Y opto entonces por cortar con todo, con acabar con mis responsabilidades. He sufrido tanto que entonces los demás tendrán que salir adelante sin mi ayuda, sin mis manos sosteniéndolos. Me cansé de sostener, de sufrir. No soy el héroe de nadie. No voy a salvar a nadie. ¿Podré salvarme a mí mismo? tampoco. Pero sigo queriendo hacerlo. Porque me han dicho que tengo una misión inmensa que llevar a cabo. Salvar el mundo o cambiarlo. Como si yo fuera Dios. Como si todo dependiera de mi esfuerzo bien regulado con sabiduría. Y miro a ese Jesús que me pregunta con urgencia: ¿Qué significo yo en tu vida? Y le respondo que todo, para que se quede tranquilo. Para que no insista. Para que no busque pruebas. Porque sé que mis gestos y el tono de mi voz hablan mucho más de mí que el significado de mis palabras. Hablo con los ojos, con los gestos de mi cuerpo. Digo que lo amo mucho mientras estoy huyendo lejos de Él. Le digo que es lo más importantes cuando pongo todo lo demás en el lugar primero. Dedico la mayor parte de mi tiempo a otras cosas, no a Él. Creo que es mi pastor, mi padre, mi hermano, mi pescador, mi jardinero, mi navegante, mi sueño. Pero luego hago de todo lo que poseo el motivo de mi alegría y de mis deseos. Y me olvido de ese Jesús que deja de estar primero. Hablo y miento. Pienso y no siento. Separo mis ideas del corazón. Quisiera responder bien a esa pregunta. ¿Qué lugar ocupa Dios en mi vida? ¿Cómo tomo las decisiones en mi camino, incluso las más pequeñas? No sé lidiar muy bien con las tensiones que me turban en medio de la vida. Su mirada me sorprende siempre de nuevo. Quiero darlo todo y doy muy poco, casi nada. Los demás son los responsables de mi pereza, de mis omisiones, de mi pobreza. Los otros son los que están mal. Yo lo hago todo bien. Es fecunda mi vida. y me olvido de ese Jesús que vino a mi corazón para llenarlo de esperanza. Si le dejara un lugar central en mi alma Él se encargaría de centrarme, de darme paz, de poner las cosas en su sitio. No es tan sencillo. En este tiempo quiero poner a Jesús en mi alma en el mejor lugar. Los mejores tiempos serán los que pase con Él. Todo estará unido a su persona. Sus palabras despertarán ecos muy profundos y dejaré que su voz penetre mi ser cada mañana. Lo miro conmovido al atardecer mientras me pregunta con pudor si lo amor con toda mi alma. Necesita mi respuesta. Quiere que me quede a su lado, que no lo abandone nunca.

Jesús hoy quiere saber si estoy dispuesto a seguir sus pasos. No quiero tenerle miedo a la muerte ni al fracaso. Quiero seguirle a donde vaya. Me da paz pensar que no puedo equivocarme si voy a su lado. No me faltará nada porque es mi Buen Pastor, mi remanso de paz, mi fuente tranquila. Sus palabras hoy impresionan: «El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa la salvará». Negarme a mí mismo es lo más contrario a mis deseos. Quiero afirmarme, ponerme en primer lugar, cuidarme, amarme, decirme que sí. La verdad es que si afirmo a Jesús en mi alma me estoy afirmando a mí mismo. Lo que me pide Dios no es que haga lo que no puedo hacer. Lo más contrario a su deseo es hacer que yo no me trate bien, no me cuide, no me valore. Eso es lo que me dice Jesús cada día, que me quiera. Él me recuerda cuánto valgo. Sabe que soy maravilloso y me busca para que crea en mí, en el poder oculto bajo la apariencia de mi debilidad. Sé que puedo ser mejor, no lo dudo. Y al mismo tiempo puedo llegar a ser mucho peor si me dejo llevar por la corriente. Cuando me pide que me niegue a mí miso sólo me está pidiendo que corte con mis pretensiones exageradas, con mis expectativas que solo me llenan de frustración. Quiere que aprenda a renunciar por amor a mi hermano, a Dios. Desea que acepte los sacrificios como el abono que hace crecer el amor. Hay demasiada gente ya pendiente sólo de ellos mismos, que viven centrados en su egoísmo. Yo no quiero ser uno más. Quiero ser más libre para aceptar la soledad, el dolor, la muerte, la pérdida, la necesidad. Ser capaz de entender que en la vida la madurez llega de la mano de las renuncias. Renuncio al sueño propio por amor al sueño de los que amo. Renuncio a quedarme yo con todo para que otros lo posean conmigo. Renuncio a conseguir los mejores lugares ocupando el último lugar. Renuncio a mí mismo para que los demás crezcan y tengan su lugar. Me gusta ver la vida así y aceptar que sin renuncia no hay vida. Sin muerte no hay resurrección. Y luego Jesús me pide que cargue con la cruz. Como escuchaba el otro día: «Basta ya de sufrir porque las cosas no son como pensábamos. La realidad es la que es y no puedo cambiarla. Sólo la acepto como parte del camino. Todo lo demás es vivir en la negación, en la frustración constante». La realidad es como es. No puedo alterar los números, los paisajes, los tiempos, ni a las personas. No puedo hacerlas diferentes. Puedo cambiar mi forma de cargar con lo que me cuesta. Puedo cambiar el llanto por una sonrisa. Y el enojo por la paz del alma. Dios sabe que soy pequeño y sólo quiere que vaya a su lado, me lo dice claramente. Me pide que vaya con Él sin tenerle miedo a la vida con sus imprevistos y contratiempos. Me invita a soñar con lo imposible, aunque no logre verlo. Me anima a dar la vida aunque yo quiera retenerla para mí, en su seguridad. Por eso me pide que la pierda, que la entregue de verdad, porque sólo así podré mantenerla en mi corazón. Quiere que confíe en que al final el que ama es el que se salva y es el que salva a los hombres. Si me guardo, si me escondo, si me protejo para que no me hagan daño, no estaré amando. Porque el amor siempre es un riesgo, es una aventura que puede acabar mal. Porque cuando amo me expongo y quedo al descubierto. Por eso he construido muros, porque los puentes me asustan. He marcado las distancias porque me intimidan las proximidades. Los puentes tienen dos lados y temo que se pierda el lado que no controlo. ¿Y si el de enfrente se cansa y corta su pilar, las cuerdas que sujetan el puente? Todo se vendrá abajo y eso es lo que me da miedo. He invertido tanto esfuerzo que no quiero perder nada. Sé que el amor duele siempre. Pero cuando amo de verdad pierdo la vida. Pierdo mi soledad, mi tiempo y todo por amor. Dejo de controlar el tiempo. Dejo de retener lo que amo. Dejo de ser dueño de mi camino. Porque el amor me lleva a darlo todo, a renunciar sin miedo. Por eso cuando no amo pierdo la vida encerrado en mi egoísmo. Hoy me pide Jesús que ame, que esté dispuesto a perder la vida, lo que tengo, lo que hago, lo que soy. Que sea capaz de negarme para amar al otro, para afirmarlo por encima de mí. Sólo amando así salvaré mi vida. Sólo así viviré de verdad. El que odia muere muy lentamente en soledad. No quiero tenerle miedo a la vida. No quiero asustarme ante los vínculos y el amor.  



[1] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[4] Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta de Peter Locher, Jonathan Niehaus

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