Homilía del padre Carlos Padilla - 2 de octubre de 2022

Domingo 2 de octubre de 2022 | Carlos Padilla

Domingo XXVII Tiempo Ordinario

Habacuc 1,2-3;2,2-4; 2 Timoteo 1,6-8.13-14; Lucas 17,5-10

«Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: - Arráncate de raíz y plántate en el mar», y os obedecería»

2 octubre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero que Jesús brille y los demás brillen en Él. Dejo de buscar el lugar que más me interesa. Renuncio por amor, me oculto por amor»

Me impresiona que cuando el desánimo se apodera del corazón es imposible avanzar. Es como una losa que no me deja respirar. Hay momentos de cruz en la vida y otros momentos que son de cielo. Pero a menudo los de cielo los olvido rápido. Y no sé bien por qué los tristes, los dolorosos, se pegan a la piel de la memoria y no los olvido. Me arrasan por dentro y no me dejan sonreír. Pero otras veces hay momentos de Dios en los que siento que el cielo toca la tierra, toca mi alma. Y Jesús no sólo me acompaña por el camino preguntándome qué me pasa. Hace mucho más, decide quedarse conmigo y cenar en mi casa. Porque es cierto, lo he vivido, Él no me olvida. Me ve alejarme por el camino y no deja de seguir mis pasos. Primero de lejos para no forzarme. Luego más de cerca, cada vez más cerca. Hasta que se pone a mi lado y me pregunta: ¿Qué te pasa, por qué estás triste? Y yo le cuento. Desahogo mi alma como ante un amigo. Le digo lo que sufro, lo que me hace sufrir, lo que más me cuesta. Le expongo mis razones que lo justifican todo. Le recuerdo que soy pobre, que no tengo derecho a nada. Y Él sonríe. ¿Por qué se ríe de mí? Sabe que soy un niño caprichoso que se enreda en sus deseos. Me mira conmovido. Ha sentido mi dolor, ha tocado mi alma enferma, ha querido sanarme por dentro. Permanece a mi lado por el camino hasta que creo llegar a mi destino pero no quiero que siga de largo. ¡Quédate conmigo! Le digo. Él sonríe y se queda, para vivir a mi lado. Yo también sonrío. Parte el pan para mí, se parte entero. Y yo sonrío. Y entonces comprendo que es Él quien camina a mi lado. Es Él hablando en voz de hombre, abrazando en brazos de hombre, sosteniendo mi vida con la fuerza de un Dios pero con las manos de los hombres. Y siento que está ahí. Lo ha dejado todo para venir a buscarme. Soy su oveja perdida, su peregrino triste que vuelve a casa a enterrar sus sueños. No quiero dejar de mirar el horizonte inmenso que un día de luz Dios despertó en mi vida. Dibujó un camino eterno, una calzada preciosa que podría recordar siempre si me olvidara un poco de mí mismo. Siempre pensando en mí, en lo que me falta, en lo que no tengo, en lo que tienen otros. ¡Cuánto bien me hace dejar de pensar en mí aunque sólo sea por un momento! Olvidar mis tristezas, desterrar mi pena, dejar a un lado mis preocupaciones, mirar a mi hermano y sonreír. ¿De qué vale vivir siempre tan preocupado por todo? De nada vale la tristeza. Y entonces siento que sí, que su amor es más grande que mi deseo, que su presencia es más intensa que mis anhelos. Y su realidad más real que mi propia vida. Lo veo partido en ese pan que es su cuerpo, su vida, su sangre derramada y sonrío. Salió a buscarme cuando me había dado por perdido. No quiso que llegara a mi tierra segura. No quiso que olvidara su nombre y su rostro. Lo he reconocido al partir el pan. Lo he visto al quedarse conmigo. ¿No ardía mi corazón al escuchar su voz en mi interior? Sí, hay días en los que su voz es clara, pura, poderosa, intensa. Y sé que en su voz está dibujada mi salvación. Ha venido a mi camino a buscarme. Yo huía de Él y Él me seguía allí donde fuera. Le importo tanto. Me conmueve que no se olvide de mí cuando yo lo olvido. Que no me ignore cuando yo lo ignoro. Me impresiona su fidelidad siendo yo tan infiel. Ahora que lo llevo dentro no quiero dejar de sonreír, de cantar, de alabar. No quiero volver a lo de antes. No quiero volver a llevar una vida mediocre, aburguesada, triste. No quiero pensar que no va a cambiar nada después de haberlo visto resucitando en mi roca, en la piedra sobre la que camino, sobre la que construyo, sobre la que sueño. Lo miro de nuevo a los ojos buscándolo en mi oscuridad. Mi corazón está muy alegre, en paz. Quisiera sentir que su vida va a salvar mi vida. Recordar que sus pasos serán mis pasos cuando me reconozca débil, vulnerable, torpe y asuma que sin Él no puedo hacer todas las cosas nuevas. Pero que si Él va a mi lado y entra dentro de mi vida, de mi casa, para cenar conmigo, las cosas pueden ser distintas. No tengo miedo a perder lo que tengo. La alegría del camino es parte del dolor que un día sienta, de la tristeza que un día me invada. Pero son tan fuertes la alegría y la paz que seguro que el pozo no se vaciará enseguida. Confío en que todo lo vivido me cambiará por dentro y nunca olvidaré que tocar su piel, oír su voz, sentir su presencia, oler sus olores es parte del amor que le tengo, lo construye por dentro y lo fortalece. No me olvido. Arde mi corazón al escuchar sus palabras y eso me da paz. Me siento más seguro si Él camina conmigo.

Hay personas que brillan y tienen su lugar. Y lo logran muy a menudo porque hay otros que desaparecen, renuncian, o ceden a su favor. No es fácil vivir renunciando o haciendo de la renuncia mi bandera. No es sencillo permanecer en segundo plano, con el alma mansa y humilde, mientras otros son más visibles que yo. Me rebelo. Sé que permanecer oculto voluntariamente es todo un arte, y es además el camino de la santidad. Cuando quiero estar en el centro y destacar. Cuando quiero que me quieran y admiren. Cuando me obsesiono por lograr los mejores puestos, las mejores tareas, los lugares más destacados me acabo enfermando de egoísmo. Porque sé que el egoísmo enferma. Me vuelve autorreferente. Hace que los demás no existan, dejo de verlos. Pienso sólo en mí y en lo que me conviene. Siento que sólo yo soy importante y los demás deberían girar más en torno a mí. Saco los temas que me interesan en cada conversación. Cuento mis experiencias y sentimientos sin escuchar a otros. Busco ser el centro en torno al cual los demás giren. Vivo de forma egoísta y me acabo secando. Me vuelvo insensible ante el dolor humano. La indiferencia es el mal que aqueja al mundo hoy. La indiferencia me vuelve lejano y distante. No me conmuevo ante el dolor ajeno. Y siempre pienso que el mundo, el universo, no es justo conmigo. Merezco más, necesito más. El alma se vuelve insaciable. Todo debería ser para mí. Me asusta vivir saciado o buscando continuamente ser saciado. No quiero desear que siempre me consulten, me busquen, me quieran. No quiero ser el centro de todo lo que sucede. Hay síntomas que me indican cuándo estoy mal. Cuando sucede algo malo a mi alrededor y no sufro, no me conmuevo, no me duele. Cuando alguien necesita algo y yo rehúyo el compromiso, o me enfado y me quejo diciendo que siempre soy yo el que cede, el que se sacrifica o hace las cosas, aunque no sea del todo cierto. El egoísmo es una tela de araña que me enreda y confunde. En México hay una palabra que me parece muy expresiva, gandalla. Es la persona que se aprovecha de su fuerza para sacar beneficio de cualquier situación. Busca los primeros lugares, elige los mejores puestos, no renuncia nunca, elige lo bueno antes de que alguien se lo quiera quitar. Se aprovechan de los débiles. No me gustaría ser gandalla. Ni vivir buscando siempre mi beneficio. Por eso siempre de nuevo me admiran ese otro tipo de personas, escaso en este tiempo. Son los que hacen todo lo contrario. No buscan los mejores lugares, no eligen los puestos de más renombre. Quizás no lo necesitan o puede que no lo quieran porque optan por el amor. Y el amor busca el bien del otro más que el propio. No me ama quien no desea mi bien. No me ama quien no busca que yo esté bien y viva de la mejor manera posible. La renuncia hoy es un concepto en desuso. Nadie parece querer renunciar a nada. Optar es dejar algo a un lado. Nadie quiere dejar de tener lo que desea. Nadie está dispuesto a dejar al otro el mejor lugar. Por amor, por humildad, porque Dios lo siembra en el corazón como un deseo santo. Leía el otro día: «Se quedó mirando fijamente el agua del vaso. Esa agua que se adapta al contenedor en el que se ha vertido y renuncia a tener una forma propia»[1]. Renunciar a la propia forma para adaptarse a la forma de otros por amor. Dejar de hacer lo que deseo para que sea otro el que lo tenga. Optar por el camino más difícil para que otros sigan el fácil. Renunciar a ser vistos para que otros sean alabados y queridos. ¿Quién es capaz de vivir siempre así, renunciando? Me conmueve la mirada del que ve el sufrimiento de los demás y hace algo. Actúa, habla, denuncia, intenta, se pone en camino, grita, siembra paz, une, construye, reivindica, defiende y deja que sean los demás los admirados y queridos. ¿Quién puede ser así? es un milagro de Dios en mí, si no es imposible. Lo importante es que quiera recorrer ese camino que hizo Jesús. Él no buscó los primeros lugares, no eligió lo fácil, optó por el amor. Así quiero ser y así me quedo mirando asombrado a los que actúan de esa manera que me parece imposible. me quedo mirando a mi alrededor. No quiero elegir los primeros puestos. No quiero ser gandalla apropiándome de lo que no es mío. Pienso antes en los demás. Que ellos tengan una experiencia positiva, que ellos crezcan. ¿Seré capaz de vivir de una manera que no sea egoísta? De pequeño me dijeron que optara a los mejores puestos, que defendiera siempre mis derechos, mi lugar, mi espacio. Y he convertido el egoísmo en mi forma de vida. Miro a Jesús caminando al Calvario. Pienso en Jesús que siempre amó poniendo al otro en el centro, buscando su bien, pensando en el que sufre, en el que no tiene. Que la indiferencia no se me meta en al alma. Que no tenga en el corazón esa sensación de estar satisfecho. Quiero que Jesús brille y los demás brillen en Él. Dejo de buscar el lugar que más me interesa. Renuncio por amor, me oculto por amor. Le pido a Dios que obre ese milagro de santidad en mí. De otra forma es imposible.

La vida es muy frágil. Nadie me asegura vivir un día más. Sólo puedo lograr vivir el presente, tocar las horas que pasan, acariciar los lugares que recorro ahora, en estos pasos que doy. La salud es algo que ahora tengo y mañana puedo perder. Pero yo me inquieto, me agobio y pierdo la paz pensando en el dolor de entonces, del mañana, de ese día cuando las cosas sean diferentes. Me da miedo ser así, débil y frágil. Vivo sin paz porque nada está asegurado. Me falta esa libertad interior que tienen los santos. Ellos la reciben del cielo, no sé bien cómo. Han entregado todo, han confiado, se han abandonado. ¿Sabré yo hacer lo mismo? Me gustaría mirar así el futuro, confiado, seguro, tranquilo. Nada malo podrá pasarme porque he puesto mi vida en las manos de Dios. Por eso confío. Dicen que para poder confiar en alguien tengo que haber experimentado la fidelidad del amor que se me entrega. ¿Qué mal podrá hacerme quien me ama? Me gusta confiar en el amor de las personas que me rodean. Pero sé que es frágil, como el mío. ¿Podrán amarme siempre pase lo que pase? A veces lo dudo. Amor inconstante es el de mi corazón. No puedo exigir un amor eterno. No puedo ni siquiera prometerlo. Sí puedo anhelarlo, desearlo, esperarlo. Pero sé que es un don, una gracia, un milagro. Me cuesta aceptar que la vida sea tan frágil, caduca y efímera. Por eso guardo retazos de las alegrías que vivo. Como cuadros preciosos que conservo dentro de mi alma, son mi mayor tesoro. Los contemplo y doy gracias. Han sucedido, ocurren, son presente. Y luego el pasado lo almaceno en mi alma deseando que no pase nunca, que dure siempre, que se repita lo que ahora siento y vivo. Que sea eterno el momento de luz, de vida, como un Tabor en el que Dios me dice que me ama para siempre. Y al escuchar su voz dejo de tener miedo. ¿Cómo voy a dudar de ese amor que me tiene y me promete pase lo que pase? La fragilidad es parte de mi camino. No hay certezas absolutas al pensar en un mañana desconocido. Sólo la certeza que me da el presente. Esto es verdadero, pienso, esto es firme. Y lo abrazo con fuerza queriendo retenerlo en mi pecho para siempre. Me lleno de los olores del momento, del ruido de este instante, de las palabras que escucho ahora conmovido. No tiemblo, no me angustio, no pierdo la paz. Lo que ahora vivo con alegría será parte del dolor que un día me provoque la pérdida. Y el dolor que sienta entonces es parte de la alegría de ahora. Todo forma parte de un todo. Mi entrega y mi vida tiene un eco sagrado en el futuro que vendrá. No me asusta la realidad que pueda llegar a mí. No me inquietan las coas que puedan pasarme. Estoy construyendo el cielo en la tierra mientras que tengo claro que la vida será para siempre al lado de Dios. Ya no habrá nada frágil, nada caduco, todo será para siempre, pleno e inmenso. La enfermedad que sufro me muestra lo pasajero que es todo. Igual que los fracasos y las pérdidas. Durante la pandemia escribía Mario Benedeti: «Entenderemos lo frágil que significa estar vivos. Sudaremos empatía por quien está y quien se ha ido. Extrañaremos al viejo que pedía un peso en el mercado, que no supimos su nombre y siempre estuvo a tu lado. Y quizás el viejo pobre era tu Dios disfrazado. Nunca preguntaste el nombre porque estabas apurado. Y todo será un milagro. Y todo será un legado. Y se respetará la vida, la vida que hemos ganado». Me gustaron esas palabras llenas de optimismo. No creo que el corazón retenga el mal y por eso olvida. Olvido que puedo morir en cualquier momento y vivo como si fuera eterno. No pienso en la consecuencia de mis actos. Y no me vuelvo más empático y generoso cuando he sufrido. Depende de mí siempre la actitud con la que enfrento la vida. Me gustaría no olvidar nunca que estoy de paso en esta tierra. Para aprovechar el presente efímero. Para construir con rocas de esperanza. Para abrir ventanas al sol y que mi alma se llene de esperanza. Si tuviera claro lo pasajero que es todo en mi vida quizás me la tomaría más en serio. Cuidaría al que está a mi lado deseando ser amado. No pasaría de largo ante el que sufre. Sería capaz de dejar pasar las horas ante la persona amada sin exigirle nada. Sonreiría al sol sabiendo que todo es pasajero. Me tomaría más en serio los días que vivo. No haría el mal porque no merece la pena. Sería más generoso con lo que hoy tengo porque puede que mañana no lo posea. Cuidaría la vida de los demás más que la mía porque es lo que de verdad merece la pena. No me angustiaría ante lo que puede pasar porque nada es seguro. Sonreiría con las malas noticias sin tener que vivir lleno de angustias. Me alegraría con las cosas pequeñas del momento sin esperar nada diferente de las personas. Abrazaría al que amo como si fuera mi último abrazo. Y diría palabras llenas de vida en lugar de llenarme de quejas y amarguras. No criticaría porque no merece la pena gastar palabras. Sonreiría incluso cuando no tuviera ganas, sabiendo que la risa logra cambiar el mundo. Y sentiría que estoy de paso por esta tierra soñando con un futuro inmenso y precioso. Todo eso me llenaría de paz, lo sé, lo siento. Mi vida está en manos de Dios, confío.

Los discípulos no tenían tanta fe. Por eso le piden al Señor que les aumente la fe: «Los apóstoles le dijeron al Señor: - Auméntanos la fe». Tenían poca fe viendo a Jesús actuar a su lado. Viendo milagros no tenían fe suficiente. Siempre me ha sorprendido esa petición. Ellos, los más cercanos a Jesús, sus amigos. Los testigos de innumerables milagros. Aquellos a los que Jesús amó hasta el extremo. ¿No tenían suficiente fe? ¿Por qué les faltaba la fe? ¿Cómo era posible que teniendo todo a su favor dudaran y tuvieran miedo? ¿Cuáles son los síntomas de la falta de fe? Los siento en mi carne con frecuencia. Cuando me falta la fe dudo, me inquieto, pierdo la paz y el miedo es demasiado fuerte en mi corazón. No logro tener calma en mi interior. No confío en lo que Dios pueda hacer con mi vida. La fe es la percepción de lo que no poseo y no tengo asegurado. Creo en lo que no poseo, creo en lo que aún no ha sucedido. Creo sin ver. Creer mientras veo es demasiado fácil. Cuando toco la realidad no es tan difícil creer. Sé que estás vivo porque te veo, te siento, te toco y reaccionas. Creer en lo tangible es demasiado fácil. Pero hay realidades intangibles que son más delicadas y difíciles. Puede que me cueste creer en tu amor. Me dices que me amas e incluso me lo demuestras. Hay signos, señales, acciones tuyas que me hacen creer en tu amor. Pero basta un despiste tuyo, o un rechazo involuntario para que dude. Ya no creo en lo que no veo. El amor no se ve tan fácilmente. Y las promesas. Esas que me haces cuando me dices que estarás siempre, que no te irás, que nada me va a pasar, que no tenga miedo. Esas promesas me parecen etéreas. ¿Se las llevará el viento? Me da miedo que así sea y mañana me despierte vacío, abandonado, solo, tirado, despreciado. Las promesas de felicidad me parecen como una brisa que se escapa. Por eso entiendo al profeta cuando grita: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me oigas, te gritaré: - ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes y contemplar opresiones? ¿Por qué pones ante mí destrucción y violencia, y surgen disputas y se alzan contiendas?». Me siento así, abandonado en medio de los campos. Ciego en medio del día lleno de luz. Mudo en medio de los gritos de los hombres. Sordo en mitad del desierto cuando todos me hablan. No sé cómo hacer para que aumente la fe que me haría confiar sin ver, caminar sin tener nada asegurado. ¿Cómo se aumenta la fe para creer en las promesas intangibles que quedan prendidas en las alas del viento? Una canción bonita que no se hace realidad. La fe en lo que no está, en lo que no aparece. Jesús me lo dice con sencillez: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: - Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería». La mostaza es la semilla más pequeña y de ella sale un arbusto inmenso. Pequeña la mostaza. Pequeña mi fe. Pero debe ser todavía más pequeña porque yo no logro gritarle a la morera y que me escuche. No tengo esa fe que tuvieron los santos cuando vieron delante de ellos realidades que se escapaban a los ojos de los demás, algo más incrédulos. Me gusta la gente ingenua y sencilla que cree con corazón de niño. No se cuestionan todo lo que escuchan. No viven poniendo en duda todas las cosas que les suceden. Creen con esa fe de los niños, fe sencilla que les permite creer en la bondad de sus padres. Pero vivo en este mundo desconfiado. Ya nadie cree en la autoridad de los que la detentan. Desconfían. La corrupción, el abuso de poder son demasiado frecuentes. Falta fe en las personas y en sus buenas intenciones. Veo hechos, acciones, actitudes y desconfío. No creo en el que me habla y me dice que siempre estará a mi lado y siempre creerá en mí. ¿Podrá hacerlo cuando le cuenten otras cosas de mí, cuando no sepa lo que ha sucedido en mi corazón? ¿Podré pedirle que siga teniendo fe? ¿Podía Jesús pedirles a los suyos mientras yacía colgado de un madero que tuvieran fe? Sólo un centurión creyó al verlo morir. Y el llamado buen ladrón, Dimas, que no quiso pedirle nada a Jesús, sólo la vida eterna y el perdón. Porque vio más que nadie en el momento en el que nadie veía nada. Sólo oscuridad, el velo del templo que se rajó y la piedra del Gólgota abierta en una grieta, una hendidura inmensa en la que cabían todas mis dudas, todos mis miedos. Fe sin ver cuando lo sencillo es dejarme llevar por lo que veo, por lo que toco, por lo que retengo. ¿Cómo perdonar al que ha caído una vez y volver a creer en él? Si me ha fallado una vez, ¿no es más probable que vuelva a hacerlo? Y el que me ha mentido, ¿no volverá a mentirme? Me falta fe en las personas que son débiles, caen y no están a la altura de lo que espero de ellas. ¿Cómo creer en su palabra dada, en sus promesas sin fundamento, en sus vidas llenas de heridas? Me cuesta creer en lo que toco, en la carne humana que veo, en las palabras que oigo. ¿Cómo podré creer en lo invisible? Cuando hay violencia, ¿cómo creeré que la paz pueda ser posible? Cuando veo tantas traiciones e infidelidades, ¿cómo podré creer en el amor eterno? Cuando la vida es tan concreta, tan visible, ¿cómo podré creer en un cielo si no tengo pruebas para confiar? La fe es un don que necesito pedir, un regalo que le suplico a Dios: «Auméntame la fe, Jesús, te lo pido». Le digo hoy.

Siento que la fe y el amor van de la mano. Lo malo es que no amo y por lo mismo no creo. Hoy escucho: «Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: - No endurezcáis vuestro corazón». Tengo claro que cuando se endurece mi corazón me falta fe. Dejo de creer porque no amo. Cuando amo es todo mucho más sencillo. Amo a mi hermano y creo en él. No dudo de sus palabras ni de sus gestos. Amo a mi madre y no creo que pueda querer algo malo para mí. El amor y la fe están unidos. Cuanto más amo, más creo. Cuanto menos amo, más dudas surgen en mi corazón. El pueblo de Israel amaba a Dios, pero su amor se fue debilitando en la prueba, suele ser así: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masa en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras». El desierto era duro. Había hambre y sed. Soledad y abandono. Y el pueblo de Dios meditaba en su corazón esas promesas con las que fueron liberados de manos de los egipcios. Iban a poseer una tierra rica, iban a ser libres. Pero pasaban los años, cuarenta, y no pasaba nada. Seguían caminando por el desierto, viviendo como nómadas. ¿Cómo se podía conservar la fe en medio de la adversidad? Tenían hambre y sed. Es complicado, el amor se debilita. Dicen que en el matrimonio cuando la pobreza entra por la puerta el amor sale por la ventana. Me cuesta creerlo, pero puede pasar. En la necesidad y en las dificultades, o el amor se hace más hondo y verdadero, o se debilita. Ahí se verá entonces la hondura de mi amor, su fuerza y su verdad. Ahí veré entonces la grandeza de mi fe o mi fragilidad. Si sólo creo en ti cuando cumples todo lo que dices, mi fe nunca será puesta a prueba. Estaré tranquilo porque no me fallas. Pero si me fallas, ¿qué hago? ¿Cómo mantengo encendido el fuego de mi fe? Me gustaría creer en medio de la tormenta. No dudar como Pedro cuando se acercó a Jesús caminando sobre las aguas. Dejó de mirar los ojos de Jesús y tuvo miedo. Desvió la mirada. En eso consiste el amor, en no desviar la mirada. No dejar nunca de mirar a quien amo. Y entonces la fe se mantiene firme, no se muere, no se pierde. La fe me mantiene vivo, me da esperanza, ensancha el alma y me lleva a amar con todo el corazón. Así me lo promete Dios: «El justo vivirá por su fe». El amor vive de la fe. Y al mismo tiempo la fe se sustenta en el amor. Cuando en una relación de amistad, de amor, surgen las dudas, el amor se debilita. Cuando desconfío, cuando no creo en tus promesas, en lo que me dices, ni siquiera en lo que haces he sembrado la semilla de la muerte en nuestra relación. Si hay dudas el amor se debilita. La fe ciega en ti está unida al amor. Porque te amo creo. Da igual lo que me digan sobre ti. No me importan las afirmaciones que hagan. Ni siquiera me bastan las pruebas. No dudo de ti porque te amo y sé que detrás de lo que veo habrá un sentido oculto, una explicación. Y más allá, mi amor tiene en su seno la semilla de la incondicionalidad. Te querré aunque lo que hayas hecho sea horrible. No dejaré de amarte y de creer en ti. Y sé que mi fe en ti hará que seas mejor persona. Porque cuando creen en mí sin merecerlo, sin que yo pueda dar razones para que crean, ese amor fiel me salva, me sana, me levanta. El amor incondicional es lo que me reconstruye por dentro. La fe y el amor van de la mano. Se alimentan mutuamente. Cuanto más amo, más creo. Cuanta más fe tengo, veo crecer el amor. Si creen en mi capacidad puedo dar mucho más de mí, puedo luchar hasta la extenuación, puedo ser mejor porque tú confías en mi capacidad para hacer las cosas bien. Cuando no creen en mí y siempre dudan perderé la fe y me dejaré llevar por la corriente. Quiero tener más fe, sin duda, para creer que lo imposible puede ser posible en mi vida. Es lo que hizo María. Ella creyó que lo imposible sería posible. Creyó que Dios la había elegido a Ella para ser la Madre del Señor y pronunció su Fiat con mucha fe, con mucho amor. Me conmueve esa fe ciega en Dios, en los hombres. Me gustaría ser así pero estoy muy lejos. En cuanto las cosas no son como espero mi fe se debilita. Veo enfermedades a mi alrededor pero si soy yo el enfermo, dudo de Dios, de su amor, de su fidelidad. Dejo de creer que me va a sacar de la hondura de mi pozo. Cuando todo fluye pienso que soy un creyente ejemplar. Pero desde el pozo del abandono tengo miedo y la fe se desvanece. Y el amor también. Antes mi amor era profundo, cuando tocaba el amor de Dios en mi corazón y brotaban las lágrimas. En esos momentos los cantos me llevaban al cielo. Pero luego, en la oscuridad y en el silencio, ¿cómo puedo ver su rastro? ¿Cómo logro escuchar su voz? ¿Dónde puedo ver la realización de su promesa? Creo en ese Jesús que me invita a caminar sobre las aguas en la tormenta. Creo en Él cuando siento que se aleja y se esconde en las tinieblas. Pero está ahí, dispuesto a tenderme la mano, para que no dude. No quiere que endurezca mi corazón. Quiere que mi alma se abra y pueda tocar su amor. Quiere que no pierda la sensibilidad y esté abierto a encontrarle en todo lo que me sucede. Necesito esa fe profunda que los apóstoles suplican. Me gustaría tener esa fe honda, verdadera, esa mirada sabia.

Al fin y al cabo creer no tiene mucho mérito. Jesús lo dice de esta manera: «¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: - Enseguida, ven y ponte a la mesa? ¿No le diréis más bien: - Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú? ¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: - Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer». Soy sólo un siervo de Jesús. Soy su criado. No tengo derecho a su gratitud. A que me abrace y me diga cuánto valgo. No puedo exigirle a Dios que me diga lo bien que hago las cosas. A menudo es mi tentación con las personas. Hago algo bien y espero el aplauso, que me digan lo bien que hago las cosas. No las hago sin esperar nada a cambio. Algo espero siempre, así soy de ruin. Y si no me dicen nada me pongo triste. Como si no estuviera la alegría en el hecho de servir, de amar, de entregarme hasta el extremo. Jesús abrazó a todos desde el Calvario. Consumó con los brazos abiertos su último gesto de amor. No se resistió a la rabia de los que lo odiaban. Era injusto, no había hecho mal a nadie, pero no es necesario hacer algo mal para que quieran matarme. Jesús fue crucificado injustamente. Los que no lo conocían quizás desde lejos pensaban que era culpable, que mejor que muriera ese hombre pese a todo el bien que hacía. Jesús no esperó un abrazo, un aplauso, una alabanza. Murió dando amor, salvando a un ladrón arrepentido, entregando a Juan a su propia madre viuda. Y murió expirando el último aliento humano. Dando gracias, perdonando. Como un siervo inútil y pequeño que sólo había hecho lo que tenía que hacer. Y yo vivo engrandeciendo mis gestas, poniendo de relieve mi esfuerzo, resaltando mis habilidades, esperando siempre que alguien se dé cuenta y diga, fijaos cuánto bien hace. ¡Qué pequeño soy! ¡Qué poco valgo! Mi vida es muy limitada y me encuentro débil. Quisiera hacer las cosas por amor, sólo como ese siervo que se alegra de servir a su Señor. Así quiere ser mi vida. Para ello necesito vivir como me recuerda hoy el apóstol: «Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Ten por modelo las palabras sanas que has oído de mí en la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús». El amor, las palabras sanas que he oído. El amor que viene de Jesús. El don de la fortaleza, del amor, de la templanza. Quisiera ser así y poder de esa forma creer más allá de la realidad que veo, de todo lo que toco, de lo que escucho y sé. Una fe como la de un grano de mostaza que me permita ver más allá, más lejos. Me falta fe, sin duda. En el amor de Dios, me cuesta tanto creer en su misericordia. En el amor de los hombres, que parece tan firme y es tan frágil. Me falta fe en el futuro que es incierto y no tengo claro que todo vaya a salir bien, pese a que Jesús me lo susurra siempre al oído. Pero yo vivo inquieto, agobiado por tantas cosas que se escapan a mi control. Me falta fe en los hombres, en su bondad, en su fidelidad, en su amor. Me falta fe en mí mismo, en mis capacidades, en mi fidelidad. Quiero vivir confiado en este mundo que tanto cambia, de un día para otros. Quiero permanecer atado a ese amor que Dios ha sembrado en mi alma. Él puede hacerlo todo nuevo en mí. Puede cambiar mis maneras, mis hábitos, mis miedos. Puede aumentar mi fe si le digo que sí, que quiero seguirle como un siervo fiel y cumplidor. En realidad en eso consiste mi vida. En permanecer en el lugar al que Dios me llama. En eso consiste la santidad, saber dónde está el camino que me va a regalar Dios para ser feliz, pleno y capaz de hacer felices a los demás. El camino está más cerca de mí de lo que pienso, como leía el otro día: «Encontrará su camino, Agnes. Lo tiene bajo sus pies»[2]. Lo tengo bajo mis pies, ¿por qué dudo? ¿Por qué tengo miedo? No va a salir mal porque Dios va conmigo y me cuida, me busca, me abraza y sostiene. Esa paz de Dios me consuela, me reconforta en mis duelos y le da alegría a mi mirada. Quiero que aumente mi fe para servirle con humildad allí donde me ponga. No quiero ser exigente. No quiero vivir quejándome de la realidad, insatisfecho con lo que he recibido. Dios me quiere mucho, no lo olvido. Su amor aumenta mi fe, va siempre de la mano. No quiero vivir encerrado en mis dudas. Le entrego todo a Dios, confiado.

 



[1] Algo parecido al verdadero amor, Cristina Petit

[2] La librería del señor Livingstone, Mónica Gutiérrez

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