Homilía del padre Carlos Padilla - 21 de abril

Domingo 21 de abril de 2024 | P. Carlos Padilla Esteban

IV Domingo de Pascua – el buen pastor

 

Hechos de los Apóstoles 4, 8-12; 1 Juan 3, 1-2; Juan 10, 11-18.

«El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; no le importan las ovejas»

21 abril 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Si creyera en el poder de su gracia. Si creyera en su amor y su mirada. Si comprendiera que los sueños puede que se hagan realidad. Si asumiera que sin su poder mi vida no vale nada»

Hay dos lugares en la Pascua que resuenan en mi corazón. Emaús y Galilea. Dos lugares que me hablan de realidades muy distintas. Unos discípulos poco conocidos regresaban a Emaús, volvían a casa. Lo hacían llenos de amargura, tristes, sin esperanza. Volver a Emaús tiene que ver con regresar al lugar del pasado del que salí para emprender una nueva viva. Es la vuelta a lo antiguo, a mi primera condición de vida cuando no era feliz ni pleno. Es regresar después de haber fracasado el lugar de mis comienzos. Sería como volver a Egipto para el pueblo judío cuando huyó de la esclavitud para caminar hacia una tierra prometida, un lugar maravilloso, un oasis en medio de la sequedad de la vida. En el desierto sintieron hambre y sed y les tentaba el recuerdo de esa tierra de esclavos donde tenían comida y agua en abundancia, sin libertad. Ese día se detuvieron en Emaús y le pidieron a Jesús que comiera con ellos. No sabían que era Jesús. No sabían que no se iban a quedar en Emaús. Al reconocerlo al partir el pan cambian sus planes y vuelven a Jerusalén. Galilea es el lugar del primer amor. Allí les pide Jesús que vayan cuando se aparece resucitado, porque allí los verá. Estará con ellos de nuevo en ese lago maravilloso. Allí conocieron al Maestro y se enamoraron de Él. Presenciaron muchos milagros, escucharon todas sus palabras llenas de vida. Allí fueron familia, hogar, comunidad de hermanos. Allí vieron que el horizonte de sus vidas se ensanchaba en un mar profundo. Remen hondo, mar adentro, escucharon de nuevo cuando Jesús había resucitado y ellos habían vuelto para hacer lo que sabían hacer, pescar en sus barcas de siempre. Galilea es el lugar del amor, donde la vida cobra un nuevo sentido. Siento que estos dos lugares entran en conflicto. Yo a menudo vuelvo a Emaús. Voy allí cuando me desanimo, pierdo la esperanza, me siento solo. En momentos de ansiedad regreso a ese lugar seguro donde un día tuve comida y bebida en abundancia. Vivía esclavo pero tenía todo lo que deseaba. Ese lugar es mi Emaús. Al mismo tiempo allí, en esa cena con Jesús, el cielo se llenó de luz. Se abrió la grieta en medio de la noche y fue posible mirar con esperanza. Emaús tiene mucho de misericordia. Porque Jesús quiso acompañar a sus discípulos por un camino sin sentido. Recorrió muchos kilómetros sólo para salvar la vida de esos dos discípulos. Y luego cenó con ellos, partió el pan. Y esa posada se llenó de Cristo. Como cuando parto el pan en un altar y todo se llena de Dios. El Emaús de mi debilidad se convierte en el Emaús de mi salvación. Me costará contar mi historia y revelarle a otro mi pecado. Justamente en medio de mi fragilidad Jesús hizo el milagro y partió el pan. Cuando yo había huido y me había escondido en mi lugar seguro Jesús vino a salvarme de mi propia tristeza y amargura. Confesaré mi pecado para que brille con más fuerza ese amor misericordioso de Dios. Emaús se teñirá de misericordia, de vida auténtica y redimida. Fui salvado cuando menos lo merecía, cuando más lo necesitaba y, sin comprender nada, noté como un fuego nacía en mi corazón de nuevo. Como el fuego de Galilea que Jesús mantiene encendido en la orilla esperando a los suyos. Otra cena, con pescados y panes. Una cena ya no la última, sino la primera de una vida resucitada. Galilea expresa esa necesidad que tengo de volver a enamorarme y cuidar mi amor. Lo que no se cuida se pierde. El amor que no se alimenta muere de inanición. Necesito cuidar el amor para que no se apague. Las grandes infidelidades en mi vida han estado siempre precedidas de pequeñas infidelidades. Claro que no eran importantes. No eran un gran pecado. Eran sólo la antesala de mi traición. Cortar la oreja a un criado movido por la rabia no es grave, es en defensa de Jesús amado. Negarlo ante una mujer una vez no es tan definitivo. Negarlo dos veces más mientras canta el gallo por segunda vez es una caída inesperada. El amor inicial de sus discípulos estaba motivado por un hombre fascinante que los invitaba a hacer locuras a su lado. Días, semanas, meses caminando por tierras de Galilea hicieron que el amor fuera más grande, más hondo. Poderoso como una pesca milagrosa. Volver a Galilea es volver a decir te quiero a quien uno ama. ¿Me amas? Y vuelvo a decirle que sí, que lo necesito, que mi vida sin Él no tiene sentido. Voy de Emaús a Galilea una y otra vez. Ida y vuelta. Parto el pan. Y vuelvo a buscar los peces que son un milagro. Y el abrazo de Jesús me salva diciéndome que me ama y que apaciente a sus ovejas.

Miro a Juan Diego de rodillas ante María. Tiene las rosas en su regazo y el rostro de su Madre ha quedado impreso en su tilma. Lo miro en su pequeñez, en su sencillez, en su pobreza. No sabe en ese momento que todos miran atónitos el rostro de la Virgen. Él sólo llevaba rosas recogidas en el cerro. La prueba definitiva para que creyeran sus palabras, eso pensaba. Sonríe al ver la sorpresa de todos pero no entiende el motivo. Sin saberlo lleva a María grabada en su propia alma. Juan Diego es un hombre auténtico, de una pieza, capaz de darlo todo por amor. Escucha la voz de María que le pide que no tenga miedo cuando él teme la muerte de su tío y se angustia porque quiere llegar a tiempo. María le pide que confíe. ¿Acaso no es Ella su Madre? Ella es la fuente de su salud, de su alegría, de su esperanza. Él está escondido en las entrañas de María, en el hueco de su manto, en el cruce de sus brazos. Es su hijo, el más pequeño, el más importante. Juan Diego está cobijado en lo más profundo de su corazón de Madre. ¿Cómo puede entonces tener miedo? El miedo desaparece ante la certeza de tanto amor. La certeza del niño que se abraza de su Madre y cree que todo va a salir bien, porque Ella se lo dice. Él sentía que había algo más importante que hacer en ese momento porque su tío estaba muriendo. María le dice que su tío ya está curado. Se aparece en el mismo momento en su casa para sanar al tío enfermo. Ya antes María le había pedido ir al obispo. Pero éste no le creyó, como me hubiera pasado a mí mismo. Entonces pensó que seguro que habría alguien más capaz que él, alguien más importante al que el obispo creyera. Pero no era así. María necesita un corazón puro, de niño. Un corazón humilde, sin grandes pretensiones. Un corazón en el que pueda entrar la fe sin obstáculo alguno. Juan Diego se deja hacer en sus manos como un niño. Confía en su Madre y se abraza a Ella más tranquilo. Sabe que nada malo le puede pasar. María en el Tepeyac lo cuida, lo guarda en su regazo y lo envía a cumplir su misión, una tarea que supera sus fuerzas. Yo mismo le pido confianza a Dios cada mañana. Como Juan Diego. ¿Acaso no es mi Madre la que me sostiene en su regazo? ¿Acaso no es Jesús el que me ha dejado un hueco en le grieta de su corazón? ¿Por qué entonces sigo caminando lleno de miedos? Quisiera confiar más en el poder de Dios en mí. No quiero olvidar que no puedo confiar tanto en mis fuerzas y capacidades porque suelo fallar con frecuencia. No estoy a la altura de lo que yo mismo esperaba. María mira a Juan Diego y le pide que le construyan una casita sagrada en el llano, en las raíces más hondas de su pueblo. Para los indígenas el hombre sabio es el anciano, que ha vivido mucho y sabe mucho. Allí, anclado en esa tierra sólida, no habrá temblores ni temores. Allí, desde la tierra pero mirando al cielo, la seguridad está puesta en lo alto del firmamento, en Dios. María le manda a Juan Diego que vaya a cortar flores a lo alto del monte. El sueño del indígena era cortar flores en el cielo. Necesita cortar flores para entregarlas como un don sagrado. Quiero llevar flores en mi propia tilma para entregarlas. Que otros puedan tener la fragancia de esas flores que no me pertenecen. Me gusta poder dar lo que no es mío. Cortar flores y cargar con ellas. Es lo que puedo ofrecer, lo que tengo dentro de mí, lo que Dios mismo me ha concedido. Así podré alegrar a otros con lo que no me pertenece porque viene del cielo. Para poder obedecer a María necesito hacerme más dócil y menos vanidoso. Más humilde y menos orgulloso. Más sencillo y menos complicado. Más puro en mi mirada y no tan lleno de veneno. Quisiera tener un corazón más grande para acoger a todos sin hacer diferencias. Quiero aprender a mirar acogiendo a mi hermano, sosteniéndolo como lo hace mi Madre. Protegerlo cuando los peligros acechen y parezca que el futuro va a ser peor que el presente. Hay tantas personas que no creen en un futuro mejor y se angustian al pensar en la violencia, en el odio, en la pobreza, en la enfermedad, en la sequía. Y pierden la confianza en el cielo. ¿Qué sentido tiene lo que puedo hacer yo en este mundo inmenso que no logro controlar? ¿De qué me sirve ganar el mundo entero si pierdo la vida? Hay demasiadas cosas que escapan a mi control. Se escapan de mis manos y siento que no caben en el regazo de María. Me equivoco. Todo está en sus manos. ¿Acaso no está Ella conmigo que es mi Madre llamándome por mi nombre verdadero y sosteniéndome siempre? Sí, Ella me sostiene y no me deja solo. Miro a Juan Diego arrodillado y feliz ante su Madre. No sabe si podrá hacer lo que le piden, no entiende mucho, no tiene mucha fe en sus fuerzas, pero conserva la paz en la mirada y se mantiene feliz sujeto en el cruce de los brazos de María. Si tuviera yo la paz de su mirada. Si pudiera yo llegar a lo alto del cielo a cortar flores. Si sintiera que la vida se juega en ese salto de confianza que doy aferrado a sus manos de Madre. No tengo miedo, Ella me sostiene en cada momento de mi vida.

A veces sólo creo en mí, en mis capacidades, en los dones que he recibido. Creo que yo puedo salir adelante y lograr las metas marcadas. Creo que mi amor lo superará todo y mi voluntad será más fuerte que las peores tormentas. No miro al cielo, no me hace falta Dios. Decía el P. Kentenich: «Uno de los “cánceres” de la educación actual es que el hombre cree ante todo en sí mismo y en sus propios métodos humanos y no tiene la fe necesaria en el soplo del Espíritu Santo y la apertura de los hijos de Dios. Fíjense la meta más alta y se asombrarán de los resultados»[1]. Tal vez he puesto metas muy limitadas. He bajado el listón de mis aspiraciones. Como si bastara con el mínimo para sobrevivir. No me exijo, no le pido a mi cuerpo más de lo que puedo dar, no busco dar más de lo que tengo. Bien guardada la vida sigue su camino y parece que todo me resulta bien. Me cuesta creer en el poder de Dios que no alcanzo a ver. ¿Dónde está el Espíritu Santo actuando en mi vida? ¿Dónde está esa fuerza escondida que todo lo transforma? ¿Cómo puede recomponer Dios lo que está roto? He dejado a Dios a un lado y me he puesto a mí mismo. como si yo, por el mero hecho de existir, pudiera hacerlo todo de forma perfecta y lograr los éxitos que persigo. Dice Efrén el Sirio: «Jesús no solo nos ha colmado gratuitamente de sus dones, sino que también nos ha mirado con afecto». Quiero dar gracias por los dones humanos que me ha regalado. Son dones que vienen del cielo, no son mérito mío. Yo sólo quiero poner al servicio de los demás lo que he recibido. A la larga en esta vida no son tan importante esos dones. Es verdad que me abren puertas y me llevan por ciertos caminos. Pero al final, cuando experimente los fracasos y las pérdidas, todo llegará, sentiré que no tengo nada. Habré logrado muchas cosas en este mundo. Habré conseguido muchos éxitos. Quizás pueda reconocer que Dios me ha bendecido. Lo importante es trabajar sobre esa realidad que Dios me ha concedido. Trabajar con esfuerzo a partir de lo que tengo. No quiero escatimar en luchas y en sacrificios. Decía el tenista Rafael Nadal: «Luego, la seguridad se encuentra a través del trabajo y del esfuerzo diario, y con eso creo que he conseguido que mi carrera sea más larga de lo que siempre confiaba, he conseguido más éxitos de los que hubiese pensado jamás. De lo que pase en el futuro, no sé qué puede pasar». El trabajo diario va más allá de los dones y aptitudes que Dios me regaló al nacer. La actitud es lo fundamental. La forma cómo enfrento cada día. La aceptación de mis límites. La comprensión de la vida como es. Sin miedo a que no resulten mis planes. El futuro no lo conozco. No sé hacia dónde irán mis pasos y tampoco sé si lograré todo lo que sueño. Miro más alto, aspiro a las cumbres más elevadas. En lo más alto Dios me mira conmovido, sonriendo. Hay algo en mi interior que me da mucha paz. Hay luz más allá de esa oscuridad que a veces me seduce. ¿Por qué no disfruto de lo que tengo? ¿Por qué no lucho por hacer que la cosecha sea más preciosa? ¿Por qué no me ofrezco para cambiar este mundo desde mi pobreza? Aprender a ver quién soy yo y lo que tengo es de sabios. Comprender que no todo lo puedo hacer pero sí aquello para lo que he sido creado. Descubrir una belleza propia que nadie tiene y alegrarme. El que está feliz con lo que tiene no vive comparándose. Porque las comparaciones me hacen daño y despiertan la envidia en mi corazón. Aceptar mis aptitudes para todo lo que emprendo. Asumir que no soy tan bueno para ciertas cosas y sí destaco en otras. Reconocer que mi debilidad es lo que le conmueve a Dios porque en mis torpezas se ve con más claridad la grandeza de su amor. Jesús me mira conmovido, con ternura, con un profundo amor. Esa mirada es la que me levanta cuando me rompa, cuando tropiece, cuando no me basten mis capacidades para salir adelante en esta vida. Siento que son muchos los desafíos y problemas que tengo ante mí y no puedo resolverlos todos. Tomo uno en mis manos y me esfuerzo por trabajar en él. No quiero que mis miedos me bloqueen. O la sensación de que voy a fracasar. Es posible, no depende todo de mí, el futuro seguirá siendo incierto. Sé que las cosas no son siempre como yo quisiera. Tengo ante mí una vida entera para entregársela a Dios. Son muchos los sueños y enorme el vacío que me deja no hacer las cosas bien. Acepto que tengo que mirar al cielo cada mañana y pedirle a Dios que me dé fuerza para luchar, para sacrificar lo que sea necesaria con tal de llegar a donde he soñado. No importan la lucha ni la fatiga. Al final de cada día quiero sentir que lo he dado todo. No confiando sólo en mis fuerzas sino sabiendo que es Dios el que me envía como su hijo, como su soldado, como su marinero. A recorrer las aguas más profundas, los mares más desconocidos. Si creyera en el poder de su gracia. Si estuviera seguro de su amor y de su mirada. Si comprendiera que los sueños que se sueñan sólo si se construyen cada día puede que un día se hagan realidad. Si asumiera que sin su poder mi vida no vale nada. No consiste en hacerlo todo bien sino más bien en intentarlo con pasión cada mañana. Luchando por el hoy construyo un futuro. No me desaliento, no pierdo la esperanza porque he puesto en Él mi confianza, ya no temo.

Me gusta pensar que hago las cosas en nombre de Jesucristo, como hoy dice Pedro: «Jefes del pueblo y ancianos. Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por este Nombre, se presenta este sano ante vosotros. Él es “la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular”; no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos». La primera Iglesia y la Iglesia de hoy sólo hace milagros en nombre de Jesucristo. Habrá profetas, personas llenas de Dios que hablen de Él con pasión, habrá líderes en nuestra Iglesia que despertarán mucha vida y sus obras serán fecundas. Pero siempre es en nombre de Jesús. No quiero que se me olvide que todo lo que hago es en su nombre. Pensar así me da paz. Me hace sentir que soy sólo un mensajero, un enviado, un apóstol, un pastor que actúa en nombre del Pastor único y verdadero. Y sé entonces que su misericordia es lo que yo quiero mostrar al mundo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres, mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes. Te doy gracias porque me escuchaste y fuiste mi salvación. Bendito el que viene en nombre del Señor, os bendecimos desde la casa del Señor. Tu eres mi Dios, te doy gracias; porque es eterna su misericordia». Confío en el Señor y le doy gracias porque no me deja nunca, siempre me sostiene y me guía. Hoy también escucho: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es». Quiero llegar a ver a Dios tal como es, cara a cara. Quiero llegar a ser semejante a ese Cristo que viene a salvarme. Así es su misericordia que no me suelta nunca de la mano. Porque me ha amado soy capaz de amar. Y actúo en su nombre. Su misericordia me salva y me levanta por encima de todos mis miedos y preocupaciones.

Acabo asumiendo la imagen del pastor, aunque no hay nada más ajeno a mi realidad que un rebaño conducido por un pastor. Para el pueblo que escuchaba a Jesús era algo muy natural a su vida. Por eso las imágenes que Jesús utiliza les ayudan a comprender cómo es realmente su Dios: «Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo las roba y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre». Leo este texto una y otra vez. Un pastor que cuida sus ovejas, su rebaño. Un pastor que da la vida por sus ovejas. Jesús es el pastor que da su vida por mí, por los suyos. Soy parte de su rebaño y seguro que fuera del redil hay muchos que no son todavía de los suyos. Lo serán. Jesús saldrá a buscar a la oveja perdida y la traerá sobre sus hombros. Es Jesús el pastor que no se olvida de sus ovejas. Las conoce por su nombre, las ama personalmente, no deja que se escapen. Sabe que las ovejas morirán si no están cerca del pastor, si no se dejan conducir al rebaño. ¿Qué es el rebaño? Es el lugar en el que me siento seguro y protegido. Uno desea pertenecer a un lugar, a un hogar, a una familia. No deseo estar solo, no quiero ser una oveja perdida. Ser un solo rebaño parece difícil pero es posible. Basta con que siga a un único pastor. En este mundo en el que vivo hay muchos pastores. Algunos son carismáticos y tienen fuerza. Los sigo porque me atraen por lo que predican, por lo que hacen. Hay muchos pastores que me llevan a prados verdes y yo pienso que son los definitivos. Me dicen que puedo ser más grande, más exitoso, lograr más cosas. Me aseguran que yo valgo mucho y que tengo que creer en mí. Esos pastores me llaman mientras puedo hacer algo por ellos a cambio de su presencia. No me dan nada de forma gratis, buscan recibir intereses. Siento que es muy fácil confundir a los pastores de mentira con los verdaderos. ¿A quién sigo en este mundo? Sigo a artistas, a cantantes, a jugadores, a políticos, a escritores, a modelos, a actores. Sigo a los que triunfan y acabo creyendo que si estoy cerca de ellos puede que algo se me pegue de su buena suerte. Pero no resulta. Puede que los éxitos que ellos logran no sean realmente los míos. Yo los sigo pensando que donde están seré tan feliz como ellos parecen ser. Puede que no lo consiga. Me gustaría poder dejar de seguir a los que no me convienen. ¿Cómo me doy cuenta si he elegido malos pastores? El pastor da la vida por sus ovejas. Me impresiona esa afirmación. ¿Quién está dispuesto a dar la vida por mí? ¿Quién permanece a mi lado después de la derrota y del fracaso? No conozco a ningún pastor que esté dispuesto a arriesgar su vida por salvarme. Me apoyan, me aconsejan, me dan informaciones valiosas mientras yo tengo ciertos éxitos. Pero creo que no darían su vida por mí.

Nunca me ha gustado ser oveja. El rebaño que Dios guía me parece algo estrecho. Si soy oveja es como si no tuviera opinión ni derecho al voto o al pataleo. No quiero ser oveja perdida. Ni tampoco permanecer siempre dentro de un redil sin poder salir, sin libertad. No quiero esa docilidad tan sumisa. Me rebelo contra mí mismo, contra el mundo que no me deja ser libre. No quiero ser oveja, le grito al cielo, a Dios. Me cuesta mucho ser dócil y guardarme lo que pienso, lo que siento, lo que me duele, lo que me altera. Decía el P. Kentenich: «La docilidad supone no sólo disponibilidad, sino también franqueza. Bueno, claro es que tenemos que cuidarnos de no tener un 99% de franqueza y sólo un pequeño 1 % de disponibilidad. Todo no es tan sencillo. En teoría se puede explicar bien, pero vivirlo en la práctica, es un arte difícil»[2]. La franqueza forma parte de esa docilidad que Dios me pide y es esa capacidad que tengo para decir lo que sucede en mi interior. No me quiero callar ni ante Dios, ni ante nadie, necesito ser franco. Para que lo que me guardo dentro no me acaba llenando de amargura e impotencia. Me gustaría decir las cosas bien, con alegría, con transparencia y no con ira. No lo consigo muchas veces y digo lo que siento con rabia. Lo guardo demasiado tiempo y cuando exploto ya no lo hago de forma pacífica. Me cuesta ser así. Me duele no poder decir las cosas bien. Que sepan lo que sucede en mi interior y me comprendan. Que no sea un enigma para mi hermano, para el que me quiere y no entiende mi mirada, mis gestos de enojo, de tristeza. A veces me guardo todo porque creo que no me escuchan o porque siento que al final no me harán caso y seguirán haciendo lo que me molesta. Ser franco y honesto no implica que los demás cambien al ver lo que yo pienso o siento de sus actitudes. No es tan fácil cambiar. Simplemente lo digo, lo expreso y luego acepto con humildad que nada cambie e ellos y que sus comportamientos sigan siendo los mismos. Puede que yo tenga razón, y puede que los demás no estén preparados para hacer ese cambio. Franqueza y honestidad van de la mano. Quiero decir lo que pienso y siento. Necesito franqueza y humildad para aceptar las consecuencias de todo lo que expreso. Tengo vocación de oveja pero no me callaré y diré siempre lo que pienso. Aun cuando eso suponga que me juzguen por mis palabras. Lo trataré de hacer con caridad, sin querer hacer daño. Y sabiendo que, por decirlo, no van a cambiar las cosas. Al menos sabrán lo que pienso y no me guardaré las cosas dentro. La trasparencia es un don que le pido al cielo. Cuando no esté de acuerdo con una decisión lo diré. Si al final se hace lo que yo no deseo, lo aceptaré con humildad. Querer imponer siempre lo que yo creo que es importante me convertirá en una persona infeliz, porque la realidad no siempre se adaptará a mis deseos. Además de la franqueza la oveja tiene disponibilidad para cambiar, para hacer, para obedecer. Se adapta, sabe aceptar las cosas tal como vienen, comprende que no siempre va a suceder todo como ella espera. Me gusta esa actitud tan dócil de la oveja. Una docilidad que implica apertura para hacer lo que Dios me pide sin quejas, sin protestas, para darle un sí alegre a la realidad que me toca vivir sin rechazarla. No siempre todo será perfecto, tal como lo había planeado. En realidad nunca lo será. Lo único importante es mi mirada y mi forma de aceptar las cosas sin turbarme, sin enojarme, sin rabia, sin rencor. Esa docilidad para adaptarme a la vida es la que me gustaría tener en todo momento. Le pido a Dios que me haga oveja de esa forma, a su manera. Que sepa aceptar mi vida como es sin caer en la rabia y en el odio. Entiendo que no siempre mi criterio será el de los demás y tendré que respetarlos en sus opiniones. La oveja sigue a los demás, no se va sola a ninguna parte. Por lo general la oveja tiene miedo. No se aventura en una dirección sin haber mirado antes dónde están el resto de las ovejas del rebaño. Pienso que ser oveja es la actitud del hijo. Se sabe amado y por eso permanece junto al padre. No tiene miedo, descansa en Dios, sabe que la seguridad de estar en casa no se la darán los falsos pastores. La oveja escucha una voz y la reconoce, es la del pastor al que pertenece su amor. Saber dónde me habla Dios no es tan sencillo. ¿Soy capaz de escuchar siempre su voz y distinguir quién me habla? No es tan fácil. Me da miedo dejarme llevar por la vida y no lograr estar atento a la voz de Dios. Él me conoce y me habla al corazón. Se sabe mi nombre y me lo repite con voz queda para que no me pierda. Y si me voy por cualquier motivo me coloca sobre sus hombros y me permite regresar a casa. Ser niño, ser hijo, ser oveja es mi vocación fundamental en esta vida. Sentirme en casa y descansar. Estar con los míos y no tener miedo. Me gusta la actitud de esta oveja que es parte de un rebaño. No se aísla. Comparte el camino con muchas y sueña con un mismo pastor, Cristo.  

El pastor es dueño y señor. Es quien manda, a quien le obedecen las ovejas. Sin su autoridad las ovejas no se quedarían en el redil. Obedecen porque se saben amadas y cuidadas. La autoridad moral se gana con esfuerzo, con amor, con entrega. Hace falta coherencia en la forma de vida. Que lo que diga tenga que ver con lo que hago. Todos tienen algo de autoridad sobre otros. Desde el mayor al más pequeño. Tengo una cuota de autoridad en las cosas que hago. Ejerzo la autoridad que me toca en gracia, como don. Acepto lo que me toca y mando. Digo las cosas de forma directa. Ejerzo el poder que se me ha concedido. Puedo llegar a abusar de poder y extralimitarme en la autoridad que se me ha dado. ¿Cómo sé si me estoy pasando o no de la raya? Es algo difícil de determinar. No sé bien cuándo he abusado. Necesito cuidarme para no caer en un exceso. En ocasiones puedo querer que se haga mi voluntad a toda costa y manipular a los que me han confiado para que actúen de una determinada manera. La autoridad es un don peligroso y frágil. Se puede romper en cualquier momento. Para ello miro a Jesús y la forma como Él ejerció su autoridad sobre los hombres. Nunca forzó, ni obligó a hacer cosas a los demás. Sedujo, llamó, atrajo con su carisma y su fuerza. Pero no forzó nada a los demás. No se excedió en el uso de una autoridad que le fue conferida por su Padre. El pastor corre siempre el riesgo de actuar de forma irresponsable. Tener poder siempre es peligroso. A veces es mejor que manden otros, que se expongan otros a los peligros que estas relaciones traen. Me gustaría saber cuánto poder se me ha concedido. En mis manos están las llaves del mañana. De mí depende que las cosas resulten bien. Tengo autoridad porque Dios la puso en mi corazón y me concedió el don de acompañar a personas. Corazones que creyeron y confiaron en mí y se dejaron moldear en mis manos, en las de Dios. Tengo miedo de hacer daño a otros con mis incoherencias, con mis pecados. Es como si tocara su piel sensible y les hiciera daño. No quiero caer en ese peligro. Me gustaría cortar y evitar que así fuera. Le pido a Dios que me conceda vivir con alegría el poder que me ha concedido sobre las personas. Un poder liberador, enaltecedor, educador. El poder formar la imagen de Jesús en las personas que me han confiado. El don de hacer posible lo imposible en sus vidas. Quisiera ejercer con mucha libertad mi autoridad. Y dejarme educar por aquellos que en mi vida tienen autoridad. Quisiera ser más dócil como oveja para poder tener un ejercicio sano de la autoridad con los demás. Es un don que me ayuda a vivir la vida sin angustia. Cristo tiene autoridad sobre mí y muchas otras personas en mi vida participan de ese poder que les viene dado por Dios.



[1] J. Kentenich, Jornada pedagógica 1950

[2] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963

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