Homilía del padre Carlos Padilla - 23 de enero de 2022

Domingo 23 de enero de 2022 | Carlos Padilla

III Domingo Tiempo ordinario

Nehemías 8,2-4a.5-6.8-10; 1 Corintios 12,12-30; Lucas 1,1-4;4,14-21

«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista»

23 enero 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Soy consciente de cómo Dios teje una historia santa a mi lado. No me suelta de la mano, no me deja solo, no me abandona y me recuerda que me ha elegido, me ha amado para siempre»

El Santuario es ese lugar en el que María quiere hacerme su hijo. Me llama por mi nombre y me hace sentir que soy suyo. Conoce mis entrañas, ha visto mis sueños, se admira al ver mi pureza de alma. Y al sentirme querido por Ella, me dejo llevar por su voz. Escucho en mi interior su llamada, su tono claro y firme. Al llegar me acoge como soy, con una sonrisa, un abrazo lleno de ternura y de paz. Y luego comienza a educar mi corazón con paciencia. Estoy tan lejos de lo que puedo dar, de lo que puedo llegar a ser. Necesito tantos milagros en mi corazón. Esos milagros cotidianos que hacen falta para cambiar mi alma por dentro. Por eso voy al Santuario. No sólo para sentirme en casa, sino porque deseo algo de orden en mi corazón. Quiero que en mí no manden mis pasiones, mis instintos, mis debilidades. No quiero dejarme llevar por mis esclavitudes. ¿Cómo es posible que mi debilidad sea más fuerte que mi fortaleza? Se impone en mi corazón mi tendencia a quererme mal, a amarme de forma equivocada, a darme de manera egoísta. Intento mil maneras de vencer mis flaquezas. Incluso desenmascaro mis errores cuando pretendo justificarlo todo con mil argucias. Porque es verdad que no quiero verme tan pecador, ni tan sucio. Cuando me confronto con mi pecado me gusta buscar culpables lejos de mí que carguen con mi responsabilidad. Alguien que justifique mis actitudes negativas. Pienso que el mundo es culpable, los otros los son. Yo no sabía lo que hacía, yo era ignorante. Y así una y otra vez me justifico frente a mí mismo, frente a Dios. ¿Quién sabe toda la verdad? ¿Quién conoce la historia completa de mi vida? ¿Quién ha visto mis intenciones ocultas? Nadie lo sabe todo, nadie ha visto lo pobre que soy. Sólo Dios lo conoce. Sólo estamos Dios y yo ante una misma verdad. Yo queriendo tapar mi desnudez inútilmente. Y Dios queriendo que no tenga miedo y me muestre como soy, frágil y sin pretensiones. ¿Por qué me empeño en parecer perfecto, en no mostrar fisuras? ¿Por qué tanta tensión para salvar mi vida si es Dios el que me salva y me sostiene? ¡Cuánta fragilidad, cuánta pobreza! Le cuento una historia a Dios adornando mis comportamientos, justificando mis mezquindades, disimulando mis errores. Así llego cada día al santuario. Roto, herido, confuso, sucio. No importa cómo llegue. María me mira conmovida y me abraza en silencio. Y yo, de rodillas, le pido que obre milagros de gracia en mí y cambie mi mirada. Y así, poco a poco, día a día, va a actuando Jesús en la fuerza del Espíritu Santo. Va obrando pequeños milagros, insignificantes en apariencia, pero muy grandes para mí que soy tan pequeño. Y así, súbitamente, comienza un cambio en mi corazón que casi no percibo y María me dice al oído: Ve, sal al mundo, no tengas miedo, te están esperando. Yo trato de buscar excusas para no exponerme, para no dar todo lo que tengo. Me da vergüenza, tengo miedo. ¿Quién soy yo para ser enviado a los hombres? Me falta fe en la palabra de María. Es ella quien quiere mandarme a mí. Yo no quiero ir. Pero Ella me necesita. A Ella le bastan mi pobreza y mi debilidad para obrar milagros. Le bastan mi mirada torva, mi mal genio, mi orgullo, mi mezquindad. Incluso de mis pecados saca Ella provecho no sé bien cómo. Y quiere enviarme en medio de los hombres para salvarlos. ¡Qué vana mi pretensión cuando me creo importante y pienso que me necesitan! Yo no puedo salvar a nadie. No puedo levantar a ningún caído. Pero tampoco puedo negarme a ir. Me manda porque me quiere y necesita que yo sea su trasparente, su dócil instrumento. Quiere que cuando me miren vean a María. Desea que al escucharme oigan su voz. Pretende que al estar en mi presencia sientan que es Ella quien está con ellos. Sé que siendo transparente todo será posible en mi vida. Sé que siendo débil se verá su fortaleza. Siendo niño se manifestará el poder de Dios. María me envía a proclamar las maravillas que Dios ha hecho en mí. Desea que no vuelva la mirada hacia atrás con miedo. Que no piense en mi pasado confuso. Que no me quede en los fracasos vividos. Quiere que vuelva a confiar y sonría feliz. María hará los milagros, Ella es la gran misionera. Y yo tan sólo tengo que dejarme llevar donde me pida. Sin miedo, sin angustia. Es su obra y yo sólo soy un instrumento en sus manos. Esa forma de ver mi vida me da paz. María me mira como a su hijo precioso. Y yo me dejo llevar en la fuerza de su abrazo. Su amor infinito me hace apóstol, capaz de anunciar las maravillas de María. Soy enviado como testigo de su amor.

¿Cómo se puede calmar el dolor del alma? ¿Cómo se puede dejar de sentir la pena? ¿Cómo recuperar las palabras cuando el dolor ha arrasado con ellas? El dolor es tan hondo que no logro hablar, no consigo explicar lo que me pasa. La pérdida de un ser querido es una explosión dentro del alma. Rosa Montero lo expresa con estas palabras: «El verdadero dolor es indecible. Cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos lo primero que te arranca es la palabra. Hablo de ese dolor que es como si hubieras sido sepultado por un alud. No puedes ni hablar, seguro de que nadie va a oírte. Es parecido a la locura. Siempre, nunca, palabras absolutas que no podemos comprender siendo pequeñas creaturas atrapadas en el tiempo. La idea no te cabe en la cabeza. No es posible que no esté esa persona que ocupaba tanto espacio. El sufrimiento agudo es como un rapto de locura»[1]. Un dolor tan hondo que me hunde en la desesperación. No volver a ver a quien amo, parece ridículo. Es una ilusión. Ha de ser mentira. Me resulta imposible pensar que no va a suceder. No puede ser verdad el motivo de la ausencia. No acepto lo que está pasando. Es demasiado despiadada la realidad. Por eso es tan necesario hacer el duelo, vivir con lágrimas, sentir la pena en el corazón y expresarlo. Vivir el duelo es algo que necesito hacer en toda pérdida. «El duelo es mío y no lo quiero compartir con nadie. Lo que esa persona significaba lo significaba para mí y para nadie más. Para ti significaba otra cosa, y aunque posiblemente fuera mucho más que para mí, no es lo mismo. No hay un más o un menos. Hay un mío y quiero mantenerlo así»[2]. Vivir el duelo es llorar, sufrir, dejar que me duela, que lo sienta. No me consuelan las palabras que intentan paliar la pena. No está ahora mejor el que se ha ido que cuando sufría su enfermedad a mi lado. No es verdad que ahora pueda comunicarme mejor que antes con él, en todo momento. No es verdad, nada reemplaza la cercanía física, ni las palabras audibles, ni los gestos visibles. La ausencia nunca puede ser mejor que la presencia. No hay consuelo cuando ya no puedo tocar a quien amo o decirle al oído todo lo que me importa su vida, su amor. Aceptar el duelo es necesario. No quiero pasar rápido de página. Me detengo ante esos renglones inconexos, confusos, vertiginosos, aciagos. No evito mirar esa página que me llena de pena el alma. No huyo de ese dolor que ahoga mis palabras. Sé que es necesario vivir en presente lo que duele. Aceptar, tocándolo con mis dedos, aquello que me turba el ánimo. Reconocer la angustia. Y esa pena, que es un pesar doloroso y hondo. Una angustia como una masa viscosa que se adentra debajo de la piel. Me quedo aceptando la vida en toda su oscuridad. El dolor de la pérdida. Quiero escapar de lo que me hace sufrir, levar anclas, despejar vientos, avanzar a paso firme lejos de las rocas que no me dejan salir. Quiero cubrir con una losa la negrura de la muerte. Pero no es tan sencillo iniciar ese camino. Es largo y pedregoso el duelo, la aceptación, la entrega del sufrimiento. Leía el otro día: «Y el duelo? ¿Dónde queda el duelo, pensar en la pérdida, en lo que significa la pérdida? El duelo es una época para pensar en la pérdida, vivir para la pérdida. El cerebro es tan listo que a veces nos oculta informaciones básicas de nosotros mismos»[3]. Acepto adentrarme y llorar. No quiero dejar atrás. No quiero vivir en la negación. Llevo conmigo lo que me duele. Echo de menos y miro con nostalgia. Nada me ayuda a llenar el vacío. Quiero enfrentarme a mi tristeza. Es lo más mío, lo más propio. No la niego, no la evito aunque me enrede con sus largas redes. Asumo mi pobreza y me enfrento a la vida y a la muerte. A la vida ahora sin él. A la muerte del que amo. Sin miedo. Le pongo nombre a lo que me pasa, a lo que siento. Reconozco el dolor que tengo que vivir. No hay paz. Sufro. Me asusta la soledad en medio de mi lucha al no tener conmigo a quien tanto he amado. Pretendo vencer las nostalgias y desasirme de los largos brazos del pasado que buscan detener mi avance. Sueño con alzar el vuelo y dejar que el peso de la angustia se deslice hasta el suelo liberándome, dejándome vivir. Necesito recuperar las palabras para expresar lo que siento. Todo lleva su tiempo. Mientras tanto no quiero seguir como si no hubiera pasado nada. Es duro lo vivido, es dolorosa la muerte. Ha sucedido lo que tanto temía. Enfrento la realidad en toda su crudeza. No me da miedo vivir con la ausencia. Y entonces miro hacia delante llevando en mis manos el pasado y el presente. No me detengo, sigo escribiendo la historia de mi vida. Toco los momentos más sagrados. Doy valor a toda mi vida en su riqueza. Acepto todo lo que soy, todo lo que tengo. Doy gracias a Dios por todo lo que he amado, por todos a los que he amado.

Definitivamente no deseo ni el dolor, ni la enfermedad, ni la muerte. Nunca elijo el mal, ni el daño, ni la soledad forzosa. No quiero la derrota ni el fracaso en mis sueños y deseos. Quiero que la realidad se acomode a lo soñado. Espero que las cosas salgan según lo previsto. No soporto la demora en la realización de lo que espero. No me gusta aguardar, ni esperar. No me consuela el pensar que mañana será mejor cuando el hoy no lo es. No me consuela saber que me esperan al otro lado del cielo los que han partido cuando su ausencia me duele. No quiero que las cosas sean como tienen que ser en lugar de ser como yo había planeado. Entonces sufro al pensar en el futuro incierto. Me gustaría que todo fuera mejor o a mi manera. Intento hacer las cosas como si dependieran totalmente de mí. Controlo con mis brazos alargados el timón de mi barca para que siga la ruta deseada. Me frustro cuando veo que las olas me apartan de mi playa. Temo hundirme sin llegar a donde deseaba. Las cosas no son como había imaginado. Ni la realidad, ni las personas, ni siquiera yo mismo cuando me imaginé con más años siendo niño. Y sigo levantándome con miedo cada vez que el mañana me amenaza con posibles desgracias. No elijo la cruz, es lo que más temo. Pero no quiero vivir sin paz. No deseo vivir amargado soñando con cosas que no existen, que no vuelven. Así las cosas me levanto confiado. Hago todo lo que está en mi mano por esquivar las rocas ocultas bajo las aguas. Pero tengo puesta mi confianza en un Dios que me ama. No me envía ningún mal, ninguna desgracia. Permite, lo tengo claro, cosas que no me agradan. La naturaleza es caduca y la libertad del hombre elige a menudo el mal o lo que no le conviene. Por eso sé que las cosas no siempre son tan bellas como las había soñado. Y el tiempo echa a perder la belleza. O mis elecciones no son las correctas. Vuelvo a pedirle a Dios que no me suelte de la mano. Quiero confiar y abandonarme en ese abrazo que me sostiene. Mi alma florece cobijado en sus brazos. Pero me cuesta confiar: «A la mayoría nos falta la confianza. ¿Qué significa que nos falta la confianza? Siempre pensamos que tenemos que salvarnos nosotros mismos»[4]. No consigo descansar en sus manos, en su pecho. En cuanto sucede algo malo dejo de creer en la bondad de Dios. Dudo de su amor. Desconfío de su predilección. Me rebelo contra su mano que salva a unos y deja morir a otros. ¿Por qué no me ha elegido a mí? A menudo hablo mucho del amor de Dios. Hablo de su misericordia. Sé que Dios es poderoso. Me quiere, pero en la cruz no lo noto. No percibo su abrazo. No me calmo en ese dolor que me pesa. Y pienso que el presente es demasiado duro. Pero no me desanimo. Dios va en mi barca, a mi lado, no me suelta de la mano. Dios no me manda nada malo para educarme, para formarme. No me envía dificultades para fortalecer mi vida. No aparece de golpe para tocar mi corazón y hacerlo suyo. Las cosas malas suceden y la realidad no es ideal, no es un sueño. Es dura, y áspera con frecuencia. A menudo me veo roto ante tanta dureza. Y siento que me pierdo alejándome de Dios. No lo quiero. No sé sus planes. No conozco el futuro. Quiero confiar. Abandonarme en las manos de Dios y saber que me ama. Quiero ser más hijo, más niño, más dócil. Quiero mirar mi vida y saber que no quiero el miedo en mi alma. Puede que no ocurra exactamente lo que deseo. Puede que la cruz me rompa por dentro. Puede que las cosas no sean tan bonitas como había pensado. Puede que el futuro sea incierto, duro, e inquietante. No deseo el mal ni lo elijo. Opto por el bien, por la verdad, por la bondad. Acepto con un sí hondo la realidad de mi vida como es, no como hubiera soñado. Puede que mis decisiones me hayan llevado a cargar cruces que no quería. Yo elegí, yo me equivoqué. Yo opté por lo que deseaba. Y al final me encontré con mares nuevos que me duelen en el alma. Y esos momentos quiero vivirlos con paz, sufrirlos con calma: «El momento en el que vamos a poder salir recobrados de nuestro sufrimiento y angustia sólo llegará al ritmo preciso y personal de los que estamos viviendo el duelo. Sólo nosotros podemos marcar las necesidades temporales que exige nuestro ser para poder considerarse recuperado. Cada uno necesita su tiempo único para sanar»[5]. Necesitaré mi tiempo para enfrentar la cruz. Y necesitaré una gracia de Dios, un don del Espíritu para vivir con calma en medio de situaciones difíciles. En esos momentos miraré a los demás con misericordia. Sé que las cosas no van a ser a mi manera. Pero me decido a enfrentar la vida en medio del dolor. No me amargo, no me angustio y pido el don de vivir alegre. Con esa alegría que viene del cielo. Haga lo que haga, pase lo que pase la sonrisa de Dios desciende a mi alma. Noto su abrazo y florece la luz en mi interior. Una luz nueva que me habla de un presente lleno de esperanza. Camino sin saber lo que pasará, confío. Siempre mi alma confía en ese Dios que está conmigo.

Hay días consagrados a Dios, días en los que doy gracias por lo que el cielo me regala. Me alegran esos días en los que pienso que Dios me ama de forma especial. Hoy escucho: «Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios: No estéis tristes ni lloréis. Andad, comed buenas tajadas, bebed vino dulce y enviad porciones a quien no tiene, pues es un día consagrado a nuestro Dios. No estéis tristes, pues el gozo en el Señor es vuestra fortaleza». Son esos días sagrados, días de alianza con Dios, con María. Días en los que reconozco de forma especial el paso de Dios por mi vida. Soy consciente de cómo Dios teje una historia santa a mi lado. No me suelta de la mano, no me deja solo, no me abandona y me recuerda que me ha elegido, me ha amado para siempre. Ese regalo de Dios me consuela, me llena de paz. Saber que en esos días su amor es más fuerte, más hondo, más claro, me llena de paz. Hay días especiales en el año. Días en los que miro al cielo y agradezco por lo que tengo. Días de aniversario en los que siento que el cielo se abre y me regala gracias especiales. Me gusta vivir el tiempo como un don. Una gracia que Dios me regala para vivir en presente. Apreciando todo lo que tengo. Valorando lo que he recibido. En ese día de gracias quiero escuchar la palabra de Dios, lo que tiene que decirme. Esdrás lee el libro sagrado: «En aquellos días, el día primero del mes séptimo, el sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la comunidad. Leyó el libro en la plaza que está delante de la Puerta del Agua, desde la mañana hasta el mediodía, ante los hombres, las mujeres y los que tenían uso de razón. Todo el pueblo escuchaba con atención la lectura de la ley». En ese día de gracias el Señor me habla, Su palabra llega a mi corazón: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable». Escucho la palabra de Dios. Esa palabra que es un cuchillo de doble filo que abre mi alma para que entienda. Me gustaría saber escuchar. Entender lo que Dios tiene que decirme. Su voz llega a mi corazón y me toca por dentro. Jesús también, en un día especial, llega a la sinagoga de Nazaret y lee la palabra de Dios: «En aquel tiempo, Jesús volvió a Galilea con la fuerza del Espíritu; y su fama se extendió por toda la comarca. Enseñaba en las sinagogas, y todos lo alababan. Fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías». Me cuesta estar atento y concentrado. A menudo no soy capaz de retener lo que escucho. No logro acoger lo que me dice Dios con sus palabras sagradas. No entiendo su lenguaje. No acabo de creer que su palabra se haga vida en mí. Me falta fe y profundidad para interpretar esas palabras. Me cuesta escuchar porque tengo los oídos llenos de palabras, los ojos llenos de imágenes, el corazón lleno de emociones no digeridas. Escuchar no es lo mismo que oír. Oigo muchas cosas que no retengo. Hay muchos ruidos que no quedan grabados en el alma. Las palabras tienen fuerza. Sobre todo aquellas que me juzgan o critican. Se quedan dentro de mí haciéndome daño, llenando de dolor.  Los gritos me hieren, me rompen. Igual que los insultos o las agresiones verbales. Una palabra puede matar mi ánimo, me hiere muy dentro. Y al recordar lo que me han dicho me siento triste. Me enojo. También sucede al revés. Cuando me dicen algo bonito, me cuentan algo alegre, me elogian o enaltecen, sonrío y me lleno de vida, se acaba la tristeza en mi ánimo. Lo que digo es muy importante. Igual que lo que leo o escucho. Las imágenes que guardo dentro del alma. La Palabra de Dios se hace vida en mi corazón y me llena de esperanza. Acaba con las amarguras y elimina las tristezas. Me llena de esperanza en medio de tiempos tristes. El otro día escuchaba una teoría. Dicen que el día más triste del año es el tercer lunes de enero, blue monday». Valoran distintos índices. El clima, la distancia de la navidad. El haber fracasado en propósitos tomados al principio del año. El bajo sueldo y los bajos niveles de motivación. Todo hace señalar a ese lunes como el más triste. Me llamó la atención. Hay días tristes, igual que hay años o momentos tristes en mi vida. Nunca había pensado cuál era el día más triste. Puede ser que en mi camino haya días más nublados que otros, más oscuros, con menos vida o ilusión. Al mismo tiempo hay otros que están llenos de esperanza. Días en los que recuerdo el amor que vivo, o miro atrás agradecido por la fidelidad de Dios en mí. Días en que tomé decisiones importantes, días en los que un abrazo cambió mi alma para siempre, el abrazo de Dios o de alguien. Días en los que tuve éxito y sentí que el mundo se desplegaba a mis pies cargado de vida. Días grandes, gordos, llenos de luz. Días en los que agradecer por lo vivido, por lo sufrido. Me detengo con la mano en el pulso del tiempo para buscar a Dios en mis días. Me detengo a acariciar las palabras que me llenan de alegría. Las palabras de Dios que resuenan en mi alma. Las palabras de las personas que amo y las que yo mismo escribo para definir mi vida con alegría y sin nostalgia.

Hoy Jesús lee las palabras de Isaías y las hace propias. Dice lo que parece una herejía, que en Él se cumple la profecía: «- El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor. Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles: - Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Jesús ha sido ungido por el Espíritu Santo en el Jordán. Allí experimentó el amor de Dios. Está sobre Él el poder de Dios. Está lleno de su presencia, de su fuego. Me conmueven esas palabras. Jesús une su vida a la profecía de Isaías. Ha sido ungido, elegido, enviado, llamado a llevar la luz de Dios a muchos corazones. La elección es un don. Dios elige. Jesús se sabe elegido, llamado, enviado. Esa conciencia lo hace sentirse amado por Dios. La elección siempre es expresión del amor. Me sé llamado, elegido, querido y todo cambia a mi alrededor. La vida tiene un sentido. Las cosas dejan de encajar cuando no me siento amado, elegido, enviado por nadie. Cuando no tengo una misión concreta que realizar. Pero de repente la elección lo cambia todo. Decía S. Juan Pablo II: «El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos»[6]. Asumo la temporalidad de mis días y la repercusión eterna de mis actos. Lo que elijo acaba cambiando la realidad en una u otra dirección. Hago realidad lo que sueño o echo a perder lo que deseo. Y así se juega la vida entre un hoy y un mañana. Entre un deseo que pretende hacerse realidad y una vida limitada por la que me muevo. Y así es como pasan los días. Se me escapan de los dedos. Y la misión de Jesús se convierte en motivo de esperanza también para mis pasos. Evangelizar a los pobres. Proclamar la libertad para los cautivos. Devolver la vista a los ciegos. Y anunciar el año de gracia como un año de perdón. Esa forma de mirar las cosas me da alegría. Jesús es llamado a ser luz, libertad y misericordia. Es llamado a llevar la buena nueva a los pobres y despreciados, a los no amados. Es llamado para ser señal de esperanza para los que han perdido toda esperanza. Dios me elige en el tiempo. Sabe que no soy eterno aquí en la tierra y que mis pasos son pocos, inconstantes y frágiles. Y en ellos espera que se haga realidad su reino. Sólo busca que se imponga la vida, la esperanza, la alegría, la luz. Soy elegido por Él para ser testigo de su luz, de su libertad, de su presencia. Esa elección está por encima de mis dones y capacidades. Supera todos mis talentos. Por eso me alegro en mi pequeñez como me lo recuerda el P. Kentenich: «Alegrarse en la pequeñez. Saberse aceptado y utilizado por Dios a causa de la propia pequeñez. En nuestra vida hay tres momentos con los que habitualmente no podemos alegrarnos. Se trata en primer lugar de un sinnúmero de impresiones que no hemos elaborado; en segundo lugar, del sentimiento o de la consciencia de que estamos solos. El hombre quisiera tener a alguien a quien pertenecer, que lo quiera y pueda necesitarlo. Y después, el tercer problema: se trata de la propia debilidad, de las propias faltas, de los propios pecados, de nuestras limitaciones»[7]. En mi soledad, en mi pobreza, en mis faltas, en mis emociones no trabajadas soy elegido por Dios. Él me vuelve a llamar, vuelve a posar su mirada sobre mí, vuelve a tomarme de la mano para caminar a mi lado, viene a decirme que merece la pena vivir con Él para que mi vida brille, mis ojos se abran y mi luz se manifieste. Pone su mirada en mí porque yo soy el primer necesitado de su luz y de su libertad. Necesito ver más allá de mis pasos. Necesito liberarme de tantas ataduras y esclavitudes. Necesito llenarme de su vida y esperanza para dar esperanza a los que no la tienen. Quiero volar más alto y llegar más lejos con la fuerza de la mirada que posa sobre mí. Él me llena de su Espíritu y me envía a dar luz a muchos. A liberar a los esclavos. A dar esperanza a los que están tristes y perdidos. 

Me gusta comprender que en la vida cada uno tiene su don, su carisma. Hoy S. Pablo lo explica: «Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Dios os ha distribuido en la Iglesia: en el primer puesto los apóstoles, en el segundo los profetas, en el tercero los maestros, después vienen los milagros, luego el don de curar, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas. ¿Acaso son todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos milagros? ¿Tienen todos don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan?». Cada uno es diferente. Somos miembros de un solo cuerpo en Cristo. Cada uno tiene una tarea, una misión única y particular. Esa mirada me gusta. No tengo los talentos que otros tienen. No hago lo que ellos hacen. Algunas cosas las hago peor. A veces tendré que hacerlas aunque no sean perfectas. Pero otras veces dejaré que otros las hagan. No tendré siempre la palabra correcta. No seré el mejor en todo lo que intento. Saber cuál es mi talento y mi tarea me da tanta paz. Reconocer mis límites me calma. Descubro mi originalidad, aquello para lo que Dios me quiere en medio de los hombres. Me ama por lo que soy y me envía a dar la vida desde mi verdad. Saber que soy amado por Dios haga lo que haga me da tranquilidad. A Dios no le sorprende mi debilidad. Comentaba el Papa Francisco: «No se asusta de nuestros pecados, de nuestros errores, de nuestras caídas, sino que se asusta por el cierre de nuestro corazón. Esto sí, le hace sufrir, se asusta de nuestra falta de fe en su amor. Hay una gran ternura en la experiencia del amor de Dios». Dios quiere que lleve su amor a mis hermanos desde mi forma de ver la vida, desde mis palabras torpes, desde mis gestos desafortunados. Conoce los límites de mi carne y ha tocado la debilidad de mi alma. Y aún así vuelve a creer en mí con ternura. «Dios no confía solo en nuestros talentos, sino también en nuestra debilidad redimida». Me levanta del barro, me lleva hasta tu rostro para que no tenga miedo. Me sujeta entre sus brazos para que no me pierda. Y me pide que sea lo que tengo que ser. Mano, pie, cabeza, voz, maestro, discípulo, pastor, oveja, peregrino, sabio, ignorante, pobre, justo, niño. Me pide que no quiera ser diferente. Que no persiga otras formas de vivir y dar la vida. Que acepte mi camino como una vocación sagrada. No vale menos que otras, no es menos santa mi forma de vivir. No quiero ser lo que no soy. No vivo tratando de imitar las formas del mundo cuando no son las mías. Acepto los límites de mi corazón y me entierro en la tierra para dar el fruto que Dios quiera, no el que yo deseo. Soy miembro de Cristo junto a toda la Iglesia. Un solo Cuerpo. Me siento hermano de todos los que creen en la misma misericordia que me salva. Por eso me siento unido a todos los que sufren, a todos los que se alegran, a todos los que dan la vida por el mismo Cristo: «Cuando un miembro sufre, todos sufren con él; cuando un miembro es honrado, todos se felicitan. Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro». Esa comunión con los míos, diferentes a mí, es un don que pido, una gracia que se me da como regalo. No lo merezco. No quiero ser nunca motivo de desunión entre los míos. Quiero aceptar las diferencias y ser capaz de convivir con formas diferentes de hacer las cosas. No importa, cada uno tiene su estilo, su camino. Esa mirada de Dios sobre mí es la que me salva. Su misericordia. No se escandaliza nunca al ver mi pecado y mi pequeñez. Sonríe porque entiende que no puedo, que no soy capaz de llegar muy lejos. Y se alegra al ver mi fe, mi amor, mi deseo de dar la vida. Cuando ve que no me guardo egoístamente, cuando escucha mi voz que quiere dar esperanza, cuando siente mi sí hondo y verdadero. Cuando comprueba que mis manos están puestas a disposición de su amor para cavar la tierra y trabajar con fidelidad. No me pide que haga lo que no sé hacer. Simplemente que sea fiel a mi tarea, a lo que sí se hacer, a lo que Él me ha encomendado desde el principio. Siento que puedo dar esperanza a muchos y llevar sonrisas a los que están tristes, es mi tarea, mi misión.



[1] Rosa Montero, La ridícula idea de no volver a verte

[2] Anji Carmelo, Déjame llorar

[3] Albert Espinosa, El mundo amarillo

[4] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

[5] Anji Carmelo, Déjame llorar

[6] Evangelium Vitae, Encíclica, S. Juan Pablo II

[7] J. Kentenich, Lunes por la tarde,Tomo 2: Caminar con Dios a lo largo del día

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