Homilía del padre Carlos Padilla - 25 de diciembre de 2022

Domingo 25 de diciembre de 2022 | Carlos Padilla

Domingo de Navidad

Isaías 9, 1-3. 5-6; Pablo a Tito 2, 11-14; Lucas 2, 1-14

«No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre»

24-25 diciembre 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Sé que la ternura es el arma de Dios para que no me pierda, no me aleje, no me frustre, no me sienta rechazado por Él. Su mirada me hace creer en mí verdad y en mis sueños. Si Jesús me mira así quiere decir que mi vida merece la pena»

 

¿Y si me dijeran que me faltan pocos días para morir? O pocos meses, o pocas horas. ¿Qué cambiaría de todo lo que estoy haciendo? ¿Qué estaría dispuesto a hacer si supiera que me queda poco tiempo de vida? ¿Qué me gustaría dejar de hacer en esas horas, días? Sin duda las cosas se ven de otra manera cuando sé que el tiempo que tengo por delante es poco. Vivir en presente tiene una fuerza muy grande. No dejo para mañana nada de lo que ahora pueda hacer. No dejo de hacer una llamada, ni de dar un abrazo. No dejo de ir al lugar al que deseo. No dejo de visitar al que amo y cuidar al que ha construido su vida a mi lado. En ese mismo momento me siento responsable de mi vida como es ahora mismo. Pongo el corazón en lo que hago. Me acerco a las personas que son importantes para mí. Dejo de complicarme con cosas poco importantes. No le doy valor a las ofensas recibidas. No me sientan mal ciertas actitudes que otras veces me entristecen o enfadan. Lo que vale la pena es lo que me llena el corazón. Las personas que me importan de verdad son las que cuentan. Quizás dejaría de preocuparme tanto el futuro si pensara que los días que me quedan son limitados. En esos momentos de mi vida me tomaría con calma muchas cosas que hoy me producen ansiedad y angustia. Aprendería a vivir en presente aprovechando cada minuto de vida. Aun así, lo cierto es que no me gustaría saber en ningún caso cuándo será el final de mis días. Esa perspectiva reduciría mi horizonte y algunas cosas desaparecerían de mi corazón. Comenta Enrique Rojas que hay en la vida cuatro pilares importantes para la maduración de mi personalidad: «Orden, constancia, voluntad y motivación». Todos ellos son posibles cuando sé hacia dónde voy y cuento con tiempo suficiente, con la perspectiva de un futuro que puedo enfrentar sin miedo. Lo primero es el orden que sólo puedo tener cuando dejo de dar prioridad a lo urgente. Pensar en mi muerte me hace relativizar muchas cosas y poner en orden lo que está desordenado. Lo prioritario pasa a estar por encima de lo poco necesario. El orden de mis valores, de mis principios es fundamental. El orden para ser capaz de tomar decisiones que me ayuden a caminar. El orden para no vivir en un mar de dudas, en el caos. El orden en mi vida diaria. La Navidad es una oportunidad para poner orden en mi alma desordenada. El segundo es la constancia. Es también un pilar y se da cuando hay un futuro por delante. Pero no lo hago muy a menudo. Suelo dejar para otro día lo que me toca hacer ahora. Quisiera ser constante en mis decisiones, en los pasos que doy. Constante en mi fidelidad. Constante en el amor, en el ardor con el que enfrento la rutina de cada día. Constante en mi trabajo, en mi vida familiar. Constante en mis decisiones apostólicas. Constante en la palabra dada. El tercer pilar tiene que ver con tener una voluntad firme. La voluntad es algo que puedo ejercitar cada mañana. Sin voluntad siento que voy a la deriva. Todas las decisiones que tomo tienen que ver con la voluntad. Las elijo. Sé que amar es elegir amar cada mañana de nuevo a la persona amada. Es tomar la decisión de ponerme en camino y hacerlo posible. Sin esa voluntad férrea en mi vida nada funciona. No puedo quejarme de que me falta voluntad porque se puede ejercitar todos los días. Y por último, el cuarto pilar es la motivación. Mi vida es para Dios. Mi motivación es saber que Dios me ha llamado, me ha elegido para una misión que sólo yo puedo hacer. Eso me da paz. Si yo falto un día, cuando se acaben mis días, no será el final de nada. Alguien habrá que siga lo que he empezado. Pero mientras tanto tengo que motivarme siempre de nuevo y no dejar que la rutina ahogue mi alegría. Estoy llamado a cambiar este mundo desde mi originalidad y con mi pequeño aporte. La motivación me saca de mi pereza. Me pone en camino con prontitud. Me anima a luchar en todo lo que tengo por delante. Me motiva vivir para los demás, con un sentido. Sin pensar en cuánto tiempo me queda por delante quiero ejercitar estos cuatro pilares en mi vida. El orden, la constancia, la voluntad y la motivación. Sin ellos me pierdo y mi vida es infecunda. Y yo quiero dejar mi nombre en los caminos de este mundo. Quiero que mi vida deje su huella allí por donde paso. No doy importancia al tiempo que me queda. Vivo en presente entregando todo lo que hay en mi corazón.

 

Se pregunta el Papa Francisco: «¿Por qué el belén suscita tanto asombro y nos conmueve? En primer lugar, porque manifiesta la ternura de Dios». Manifiesta la pequeñez, la pobreza, la debilidad que forman parte de mi vida. Pero yo me sigo indignando cuando las cosas no me resultan bien, los planes fracasan y mis esfuerzos no dan fruto. Me miro y veo que mi fragilidad me pesa. Mis heridas, mis defectos, mis adicciones, mis aflicciones, mis dolores, mis angustias, mis miedos, mi alma descompuesta. ¿Por qué me hizo Dios tan imperfecto y al mismo tiempo puso en mí sueños de grandeza? ¿Por qué me creo limitado en el tiempo, en el espacio, en la materia, mientras puso en mi interior semillas de eternidad y anhelos de infinito? Nada de lo que retengo y acaricio enfermizamente entre mis manos llena todas mis ansias. Siempre queda un poso de insatisfacción que me consume. Miro cómo soy y sueño con ser alguien diferente, más poderoso, más sabio, más bello. Veo en los demás lo que yo no tengo y deseo al mismo tiempo. Me detengo en lo que no está en orden deseando llegar a ponerlo todo en orden. Pero no me resulta ni con mil terapias. Todas las ayudas son insuficientes. No alcanzo la altura de mis sueños, no supero el desnivel de mis imperfecciones. Me levanto y caigo una y cien veces, mientras veo que Jesús se abaja al mismo tiempo para levantarme. Su sangre limpia todas mis heridas llenándolas de luz. En lo más hondo de mi corazón sé que su mirada sobre mí está llena de ternura. Comenta el Papa Francisco hablando de la ternura de S. José: «Muchas veces pensamos que Dios se basa sólo en la parte buena y vencedora de nosotros, cuando en realidad la mayoría de sus designios se realizan a través y a pesar de nuestra debilidad. El Maligno nos hace mirar nuestra fragilidad con un juicio negativo, mientras que el Espíritu la saca a la luz con ternura. La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros»[1]. Dios me mira con ternura y esa mirada me levanta. Él ve en mí todo lo que está en desorden, roto, lo que es pequeño. Y, al mirarme, sonríe. No se ríe de mí, no se escandaliza, no me grita, no se altera, no se enfada, no pretende cambiarme. Sólo sonríe con bondad. Me mira con misericordia. Me gusta esa ternura de Dios. La misma ternura de S. José sobre Jesús que me conmueve. Así miraría él siendo hombre a ese Dios todopoderoso encerrado en la impotencia de la carne débil, frágil, rota que él podía cobijar en sus brazos. Abrazó al niño con ternura. Queriendo proteger al Dios todopoderoso. ¡Qué paradoja! Su ternura me emociona. Sé que la ternura es el arma de Dios para que no me pierda, no me aleje, no me frustre, no me sienta rechazado por Él. Su mirada me hace creer en mí verdad y en mis sueños. Si Jesús me mira así quiere decir que mi vida merece la pena. Me gusta pensar que estoy cambiando el mundo con mi pobreza. Sé que estoy construyendo una catedral cuando trabajo sobre una simple piedra. Asumo que estoy navegando mares desconocidos intentando descubrir nuevas tierras cuando dejo que mi barca se aleje del puerto seguro sin rumbo claro. Estoy caminando hacia el final de mi peregrinación en cada paso que doy bajo la lluvia y el frío. La meta que persigo, el sueño que me alienta es capaz de hacerme vivir cada paso, cada golpe sobre la piedra, cada palada del remo en el mar como un acto que salva el mundo. Cada renuncia oculta en mi vida está salvando a los hombres en todas sus angustias. Aunque nadie lo vea, aunque nadie lo sepa, aunque nadie aplauda lo que hago todo tiene un sentido. Cada gesto sencillo tiene un valor porque me levanta por encima de mis capacidades. Lo que estoy haciendo ahora en mi impotencia, en mis pocas fuerzas, parece insignificante, pero está cambiando la realidad. Estoy sembrando el reino de Jesús en lo escondido. Estoy levantando una catedral impresionante. Estoy surcando mares nuevos. Me gusta esa forma de enfrentar la vida. Y, si un día pienso que lo que hago no vale la pena, tengo que mirar a las estrellas para no dejar de soñar, de navegar. Y así sabré que Jesús no me juzga, me ama y se emociona al ver mi esfuerzo dentro de mis límites. Él no condena mis caídas ni se ríe de mis torpezas. Muy al contrario. Me toma de la barbilla y me hace elevar los ojos al cielo con ternura. Mira, me dice, todo lo que ves es para ti. Yo sólo soy un hijo de Dios y tengo que creer en mí. Y al mismo tiempo tengo que mirar a los hombres como los mira Dios. A menudo juzgo a los demás cuando son débiles: «El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad»[2]. Me olvido de mi debilidad. Quisiera aceptar mi debilidad y no esconderla. Quisiera mirar con ternura, con amor, a ese pobre peregrino que camina hacia el cielo. Me abrazo con ternura porque así es cómo me abraza Dios cada mañana. Así me mira en mis pasos indecisos. Quiero mirar con la ternura de José, de Dios, a los hombres. La ternura es lo que cambia el mundo. Porque permite que salga lo más valioso de cada corazón. Ese abrazo de José es que quiero vivir en mi vida.

Si lograra hacer que la vida de los demás fuera mejor de lo que es antes de encontrarse conmigo. Si consiguiera que todo fuera más alegre, hubiera más luz y esperanza y la tristeza se esfumara rápidamente del alma. Si supiera navegar por los mares más hondo de mi corazón sin miedo a sufrir algún naufragio. Si supiera mantener la sonrisa cuando la situación es desesperada y pierdo la paz sin poder evitarlo. Si pudiera disipar las nubes que cubren el ánimo de mi hermano, abrazarlo para que el sufrimiento sea menor. Si lograra perdonar al que un día me hizo daño, con palabras, gestos, silencios, agravios y olvidar su ofensa. Si consiguiera alzar las manos para detener las luchas, apagar los incendios, detener los huracanes. Si sintiera que es posible apaciguar los ánimos con una sonrisa. Si pudiera unir a los que están alejados, tendiendo lazos, construyendo hogares. Si fuera capaz de aceptar a los que son tan distintos a mí, tolerar con alegría las diferencias, acoger todo lo que me hace daño. Si pudiera empezar de nuevo después de haber caído mil veces, sin vergüenza, sin miedo. Si consiguiera escribir lo que deseo sin cometer errores infantiles, sin ocultar mis sentimientos. Si no dejara nunca de soñar con alcanzar las metas de todos mis propósitos. Si al levantarme en un día gris lograra vestirlo de sol, de luces y alegría. Una sonrisa basta. Una palabra de ánimo. Un gesto de cercanía. Un te quiero, un no te olvido. Todo eso haría que fuera Navidad. Porque no son las fechas del calendario las que marcan mi estado de ánimo. Soy yo el que logra que la realidad se vista de Navidad, de luz y de vida. Soy yo el que hace que sea Navidad en mi vida, en la vida de mi familia. Yo el que enciende la hoguera que calienta el hogar. Yo el que entona el villancico que calma los ánimos encendidos. Yo el que sostiene al débil cuando le fallan las fuerzas. Yo el que atraviesa los océanos salvando las distancias. Yo con mi vida unida a Dios, de otro modo es imposible. Yo puedo cambiar los amaneceres y detener las tormentas. Apartar las nubes que todo lo tiñen de melancolía. Yo el que puedo alegrar al que nada tiene. O al que tiene motivos suficientes para no sonreír nunca. Yo el que puedo hacer sonreír a aquel al que amo con mis regalos y sorpresas. La Navidad es la oportunidad para dejar que Jesús llene mi vida. Pretendo que otros la llenen. Quiero que otros me alegren. Que hagan lo que necesito para ser yo feliz. He cargado a los demás con esa exigencia. Si actúan como yo espero, si me tratan como yo creo que deberían hacerlo. Pero dejo a Jesús a un lado. Nace Él y yo sigo siendo el centro de todo. Mis sentimientos, mis tristezas y nostalgias, mis miedos y ansiedades. Él es el centro siempre, más aún en Navidad. Nace en lo oculto y sólo los que tienen ojos de niño logran descubrirlo escondido en medio de la noche, en el calor de una gruta. Arropado por una madre llena de ternura. Y yo lo busco, como siempre, en los lugares especiales, me olvido de lo cotidiano, de lo que sucede en la sencillez de la vida. Para que sea Navidad tengo que abrir bien los ojos y el corazón. Nace ahora en medio de mis días, donde menos lo espero, tal vez donde menos lo busco. Me detengo ante el nacimiento de mi casa. Allí donde va a nacer Jesús para que yo no me olvide. Pero tiene que nacer en mi alma llenándola de luz y acabando con las sombras. Tiene que nacer en mi familia acabando con los rencores y tendiendo lazos fuertes de amor que nadie rompa. Tiene que nacer en la nostalgia por los seres queridos que ya partieron y dejaron una estela de luz con su marcha. Tiene que vivir allí donde yo llego sin pretensiones, sin expectativas, sin querer ser yo el centro de nada. Me alegra pensar que este año puede ser Navidad. Puede suceder porque mi alma es como esa gruta escondida, como ese establo lleno de animales. No hay señales, no hay luces de colores, parece no haber esperanza pero está naciendo. Oculto en las sombras de mi noche. Puede llenarme de alegría, puede alegrarme el alma con su venida, puede cambiarme la forma de pensar, de amar, de vivir. Puede hacer que mi vida merezca la pena. Miro a Jesús conmovido, es un niño, es hombre, es Dios encerrado en mi carne. Viene para que aprenda a amar. No sé hacerlo bien. No sé cómo se hace para que todo a mi alrededor sea mejor, tenga más alegría. No me pongo nostálgico al mirar las luces de Navidad, al entonar los villancicos. Es Navidad cada vez que dejo que venza en mí el amor de Dios. Que su sonrisa sea más fuerte, más visible. La Navidad sucede en mi generosidad, en mi entrega a mi hermano, en mi humildad, en mi sencillez, en mi actitud para acoger a todos sin hacer diferencias. Navidad sucede en mi perdón, en mis abrazos hondos y profundos, en mi mirada alegre en medio de las dificultades. Sucede allí donde estoy, siempre que deje que Jesús nazca muy dentro de mí.

A veces no tengo claro lo que la Navidad me da. O puede que me quite algo de todo lo que me sobra. Ya no sé lo que deseo. Es tanta la expectativa, tanto el deseo del alma de colmar todos mis vacíos. Toco mi vida en estos días mágicos en los que mi vida puede cambiar o seguir como siempre. Quisiera que fuera real lo que toco, lo que huelo, lo que siento. ¿Es posible que se colmen todos los deseos del alma? Me dispongo a escribir mi carta al Niño Dios que nace, a mi Niño Jesús. Me hago niño, con mirada de niño, voz de niño, sueños de niños. ¿Qué me falta para ser feliz, para estar completo? ¿Qué le escribo pidiendo que me entregue en mis deseos? Un niño me pregunta: «¿Cuáles son los juguetes que más te gustaban, de niño?». Me quedo pensando. Tal vez han pasado muchos años, demasiados, y me he olvidado de cómo uno es niño y juega, y se divierte. El tiempo es para pasarlo bien, para reír, para disfrutar de la vida corriendo de un lado a otro. Quiero rescatar de la memoria mis juguetes, o mi sorpresa viendo pasar sobre mi cama a los reyes una noche mágica de mi infancia, o mis nervios al hacer fila para recibir el abrazo de un rey junto a un centro comercial, era un rey de verdad, el abrazo fue verdadero y su mirada. Guardo en el alma esas noches de niño esperando el amanecer, salía más tarde el sol cuando más lo esperaba. Y yo corriendo al árbol a desenvolver regalos buscando… buscando la sorpresa, lo impensable, lo imposible. ¿Acaso hay algo más maravilloso que desenvolver un regalo? Y luego la sonrisa que no se me quitaba del rostro. Rescato la memoria de mis juegos en pijama sobre la alfombra del salón, el pelo revuelto y los ojos llenos de luz, de vida. ¿Cómo puedo volver a ser como un niño? Sé que hay una wish list que quiero rellenar. ¿Me hace falta algo o me sobran cosas? ¿Qué necesito o qué deseo sin necesitarlo? Quizás los mejores regalos son los que no me hacen falta. Son los que te hacen reír, y jugar, como los niños. Me quedo mirando al Niño que nace en mi Belén, cerca del alma, muy cerca y me pregunto: ¿Qué tipo de vida estoy viviendo? O tal vez es Él quien me lo pregunta. «¿Por qué tienes miedo?». Me pregunta. ¿Cómo lo sabe? Quizás protegido en mi atalaya observo de lejos la realidad. No me abajo, no me acerco. No corro al encuentro de los hombres que me necesitan. Pero cuando me acerco a su vida, tengo miedo. El miedo a fallar, a que me desilusionen, a no estar a la altura, a no ser capaz de recorrer el camino marcado y esperado. Tantos miedos mientras me arrodillo conmovido junto a mi pesebre. El mundo me mira y comenta: ¡Está tan ocupado! Lo escucho con preocupación, no estoy ocupado. Sí estoy preocupado por no desilusionar a nadie. Vanidad, sólo es vanidad. Hay personas necesitadas junto a mí y esos precisamente son aquellos cuya vida merece la pena. Yo me protejo con miedo. Hay muchas cosas que podría hacer por los demás. No las hago. Quisiera que fuera verdad lo que deseo, hacer lo que Dios me pide cada día. Él quiere que haga lo que tengo que hacer, sólo eso. Que realice lo que me toca realizar. A veces creo que busco vivir una vida justificada. Que vean que trabajo y me esfuerzo. Pretendo una entrega vana que vale por los elogios y los agradecimientos recibidos. Sueño con una forma de vivir digna de ser imitada, ejemplo para muchos. ¿Merece la pena la vida que llevo? ¿No estoy encerrado en mi egoísmo? Sé que seguir a Cristo supone precisamente eso, ponerse en camino detrás de Él, junto a Él. Quizás en eso consista la Navidad. Y no en tantas comidas, regalos, tarjetas, abrazos y besos. No en tantas apariencias y buenos deseos. No tanto en ponerme una máscara para no perdonar a mi hermano y que pasen las fiestas en las que me reencuentro con los que no acepto. Miro al niño dormido junto a una madre y un padre. Todo parece tan cotidiano, tan real. Yo quiero algo nuevo al llegar a Navidad. Quiero que algo cambie por dentro. Que algo se rompa para que el alma se ensanche. Quiero dejar mis miedos muertos sobre las pajas. Es normal que tenga miedo, pero no quiero que el miedo me paralice. Miro la realidad con la que llego a estas fechas. La miro con paz en los ojos. Dios sabrá lo que puede hacer conmigo. La realidad es la que es, no la maquillo. No sé cómo voy a ser capaz de aceptar todo lo que no me gusta de lo que veo. No sé cómo abrazar la dureza de mis días y besar la aspereza de mi entorno, de los desafíos que tengo delante de mis ojos. Me da miedo fallar, no estar a la altura, caer. Me falta confianza en ese niño indefenso que parece necesitar mi ayuda. Pero si soy yo el que necesita su amor, su fuerza, su paz. Mi infelicidad está compuesta de muchos síes que me atormentan. Son esos síes condicionales que no llevan tilde. Si me hubieran querido más, si me hubieran aceptado, si no se hubiera ido, si no hubiera elegido este camino, si no hubiera entrado en aquel lugar, si la enfermedad no se lo hubiera llevado. Son condicionales que no existen, no han ocurrido. Como tampoco existen esos otros síes que aún no suceden y puede que nunca lo hagan. Si tuviera un trabajo más agradable, más digno, más enaltecedor. Si las personas con las que convivo me aceptaran como soy. Si mis hijos hicieran estas cosas o dejaran de hacer esas otras. Si la persona a la que amo fuera más parecida a la que yo deseo. Síes que me llenan de ansiedad porque no suceden. Resulta que todos los síes sin tilde me llevan por el camino de la infelicidad. El Niño me mira conmovido y espera de mí un sí con tilde. El sí que marca la diferencia. El sí que me pone en camino a Belén, a los hombres. ¿Seré capaz de pronunciar estos síes con tilde esta noche?

Siento en mi corazón que algo me falta al acercarse estas fechas. ¿Será la nostalgia del cielo? Puede ser que en lugar de faltarme lo que me sobra es algo. El corazón tal vez está demasiado lleno, o quizás es sólo el estómago. Y la realidad tiene más fuerza que todas las pretensiones de mi corazón. Me abruma mi presente, duro y pesado y lleno de miedos ante el futuro. Quizás sea eso. Siento que los años pasan y no acabo de comprender lo que es en realidad la Navidad. He visto muchas películas, he celebrado ya muchas misas de Navidad. Pienso en ese niño que nace y no logro ver el alcance de su presencia. Me decía un amigo sacerdote el otro día: «El Espíritu Santo me ha hecho ver que soy un niño desvalido y que Dios me quiere en mi pobreza, como soy, no por mis méritos. Quizás se trata de volver al primer amor y dejar de buscar los éxitos en mi entrega pastoral. Los éxitos y el reconocimiento. Algo sencillo, volver a nacer». Sus palabras quedaron resonando en mi alma. Volver a nacer en el Espíritu, volver a ser niño. Aceptar que no tengo que ganarme el amor de nadie a base de méritos, tampoco el de Dios. Aceptar que no tengo que demostrarle a nadie que mi vida es útil y que uso bien mi tiempo, mis talentos, mi capacidad haciendo cosas útiles para el mundo, maldito empeño el mío en producir cosas. No tengo que parecer valioso a los ojos de nadie, no me importa su juicio, no me afectan sus comentarios. Sólo soy valioso para Dios. Eso me basta para ser feliz, en Dios está mi seguridad. Al mismo tiempo siento en mi interior una nostalgia inmensa. Dios puede hacerme nacer de nuevo en Navidad, lo presiento. Puede llevarme a la cuna donde yace ya el niño sonriéndome y dejarme dormido junto a Él. ¿Será posible? Al acercarme al Belén pierdo tamaño y quepo junto a Jesús en la misma cuna. ¡Cuánta paz poder dormir abrazado por Jesús! El corazón rebosa de alegría en ese abrazo lleno de ternura. Me dan ganas de cantar al cielo y sonreír mirando las estrellas. No tengo que cumplir los cientos de propósitos que me hago, ni hacer posible todas las peticiones de los hombres. Tal vez no tenga que salvar al mundo, Dios ya lo ha hecho. Tampoco tengo que conseguir que haya vocaciones sacerdotales, ni conversiones de aquellos que no creen en nada. No puedo hacerlo. Es demasiado grande todo para mí. Es demasiada inmensa esa tarea que me desborda. Me siento como esos pastores llenos de admiración que corren al pesebre porque les han dado una alegría y no caben en su asombro. Corren sorprendidos y se detienen ante el misterio de lo cotidiano. Un Dios escondido en la carne de un niño. Un hombre y una mujer cuidando a un bebé recién nacido. A lo mejor sólo habrá que dejar que crezca, que madure la misión en su pecho. Pero falta tanto tiempo. Puede que entonces algo cambie para siempre. ¿O ya está cambiado desde el mismo día en el que se hizo carne en María? Quiero creerlo. Tengo que nacer de nuevo y eso me parece imposible. Pero escucho que la fuerza nace en la debilidad. Y yo me siento muy débil. Sé que sólo cuando me reconozco débil y acepto que las cosas no salgan como yo quiero, de forma perfecta, todo cambia. Sé que las cosas no siempre son negras o blancas, sí o no, ahora o nunca. Hay muchos tonos grises que lo tiñen todo. Quizás dificultan mis elecciones y hacen más difícil lo que quiero lograr. Mi presente y mi futuro se juegan en esos instantes en los que corro de un lado a otro para elegir mi camino, el que Dios ha pensado para mí. Acepto con mucha paz mi pasado ya escrito. Jesús me mira desde su cuna y quiere que nazca de nuevo con Él, quiere que sea niño. Comenta el Papa Francisco: «El Belén habla del amor de Dios, el Dios que se ha hecho niño para decirnos lo cerca que está de todo ser humano, cualquiera que sea su condición. La contemplación de la escena de la Navidad nos invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre. Y descubrimos que Él nos ama hasta el punto de unirse a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a Él». Contemplo el amor infinito de Dios que se ha convertido en una carne limitada. En sus límites veo que su amor y su entrega son inmensos y me duele el alma. ¿Cómo podría yo llegar a amar así? ¿Acaso puede el hombre amar de forma infinita? Jesús lo hará posible en mi carne si me dejo abrazar por Él. Yo vivo luchando con esa división interna que me rompe en dos mitades irreconciliables. El bien y el mal buscan con hacerse fuertes en el jardín de mis decisiones. Lucho por dejar que Dios ponga todo en orden al nacer en mí. Le he dicho que quiero que nazca en la cuna templada de mi corazón. Que quiero que las pajitas de mi entrega hagan más acogedor su lecho. He preparado todo con mucho cariño. Pero asumo que quizás no necesita buenas obras para venir, ni tampoco bonitas palabras. No requiere tantas luces y adornos, nació en un establo humilde y sucio. Sé que sólo necesita mi abrazo tierno y débil. Mi vida frágil y rota en mil pedazos. Necesita que lo acoja no siendo yo capaz de acoger a nadie. Que le diga que lo amo cuando no soy capaz de amarme a mí mismo con madurez.

Hoy nace Jesús en mi alma, es Navidad. Hoy escucho: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande. Habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo: se gozan en tu presencia». Mis tinieblas desaparecen y mi tristeza. Y mi alma canta con las palabras del salmo: «Hoy nos ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Cantad al Señor un cántico nuevo, cantad al Señor, toda la tierra». Y al llegar Navidad lo que quiere el Señor es que cambie de vida: «Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres; enseñándonos a renunciar a la vida sin religión y a los deseos mundanos, y a llevar ya desde ahora una vida sobria, honrada y religiosa. Jesucristo se entregó por nosotros para rescatarnos de toda impiedad, y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras». Es Navidad y quiero ser mejor, más de Dios, más honrado, más bueno. Quiero que en mi vida haya más paz, más esperanza. José y María hacen con su sí el milagro de Belén. Todo podía haber sido diferente pero un decreto del emperador lo cambió todo. Los convierte en mendigos que buscan un hogar donde pasar la noche en Belén. Y luego hace de ellos migrantes en Egipto. Y todo fue por un decreto: «En aquel tiempo salió un decreto del emperador Augusto, ordenando hacer un censo del mundo entero. Este fue el primer censo que se hizo siendo Cirino gobernador de Siria. Y todos iban a inscribirse, cada cual a su ciudad. También José, que era de la casa y familia de David, subió desde la ciudad de Nazaret en Galilea a la ciudad de David, que se llama Belén, para inscribirse con su esposa María, que estaba encinta». En un mandato externo a ellos ven José y María que tienen que ponerse en camino. No dudan, no se quedan en Nazaret. Lo dejan todo y no volverán hasta después de años. A mí me cuesta tanto ver la voz de Dios escondida bajo la piel humana. Una decisión que no tenga que ver conmigo puede cambiar el curso de mi vida. Escuchar las voces de Dios entre tanto ruido no es tan sencillo. Así fue como comenzó la historia, con un viaje provocado por el poder de un emperador. El deseo de hacer un censo, de controlar a su pueblo. A menudo me rebelo contra las decisiones de los políticos, de los gobernadores. Clamo contra ellos. No estoy dispuesto a aceptar decisiones que me parecen injustas. José y María acaban siendo migrantes fuera de su hogar por decisiones que no tenían que ver con ellos. Se convierten en su pobreza en los protectores de un niño que parecía cuestionar con su nacimiento la autoridad de los poderosos. Y el poderoso no está dispuesto a renunciar a su poder. Tiene miedo. El nacimiento de ese niño en la noche pasó desapercibido para muchos. Sólo unos pocos pastores se quedaron en vela y pudieron oír la voz de los ángeles: «No temáis, os traigo la buena noticia, la gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis la señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. De pronto, en torno al ángel, apareció una legión del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: - Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama». Lo extraordinario en mi vida siempre despierta el miedo. Y la petición de Dios siempre es la misma: «No temáis». Siempre me conmueve esta petición de parte de Dios. No quiere que tema cuando lo que yo hago es vivir con miedo. José no debía tener miedo. Tampoco María. Tampoco Zacarías en el templo. Menos aún los pastores en esa noche de estrellas. Su esperanza había vuelto. El niño había nacido. El Mesías, el Salvador. Y entonces bastaba con una pequeña señal. Lo ángeles cantando y el niño naciendo en las pajas de un establo envuelto en pañales. Brota la claridad en medio de su noche. Y el miedo desaparece, se convierte en esperanza, en luz, en vida. Yo también tengo miedo. Lo que no controlo me asusta. Perder a los que amo me inquieta. No tener todo controlado me desconcierta. Surgen la inquietud, la ansiedad, el temor. Todo forma parte de mi vida diaria. Tengo que vivir en presente y nadie puede asegurarme cómo será mi futuro. Puedo vivir despreocupado pero no sé hacerlo. Prefiero el control. Como si así pudiera dormir más tranquilo. Nadie me asegura nada. Ni todo el dinero del mundo puede darme la tranquilidad que yo deseo. Escucho que nada va a salir mal y todo va a ir bien. Pero es que yo quiero que las cosas sean de una determinada manera. Y eso nadie me lo puede asegurar. Por mucho que me digan que Dios no deja solos a los que ama. Eso está bien, pero yo quiero la salud, la vida, la eternidad en la tierra. Y eso no me lo promete Dios. Sólo me dice que estará conmigo en medio de mi dolor y no soltará mi mano en la angustia. Me pide que no tema y confíe. Pero no sé hacerlo. Hace falta un milagro de Navidad para que viva confiado, para que crea cuando todo parece perdido, para que espere cuando casi no hay esperanza. Así es su amor.



[1] Papa Francisco, Carta apostólica, patris corde

[2] Papa Francisco, Carta apostólica, patris corde

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