Homilía del padre Carlos Padilla - 25 de octubre de 2020

Domingo 25 de octubre de 2020 | Carlos Padilla

Domingo XXX Tiempo ordinario

Éxodo 22, 20-26; 1 Tesalonicenses 1, 5c-10; Mateo 22, 34-40

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el primero. El segundo: - Amarás a tu prójimo como a ti mismo»

25 octubre 2020    P. Carlos Padilla Esteban

«Las palabras no cambian nada, sólo quedan sostenidas por un tiempo corto en el aire, y luego mueren. Pero el amor de actos, de obras, ese es el que vale y dura para siempre»

Hay muchas maneras de reaccionar ante la vida. Hay distintas maneras de aceptar un despido en el trabajo. Hay maneras de enfrentar la humillación, el fracaso, la derrota, la pérdida. Hay una manera elegante de vivir los contratiempos. Y otra quizá más mezquina, llena de rabia y amargura. Hay una forma calmada de enfrentar la derrota, sin menospreciar al rival, engrandeciendo su gesta. Hay que ser muy hombre, muy sano, muy maduro para reconocer el mérito del otro y no justificarse. Hay una manera elegante de vivir la enfermedad, con pausa, con calma, con alegría. Sin querer ser el centro de las atenciones, sin menospreciar los sufrimientos menores de los más cercanos. Hay una forma de vivir con paz en el alma cada uno de mis miedos, sin caer en la desesperación, sin dejarme llevar por la angustia. Hay una manera humilde de asumir las puertas que se cierran, sin querer derribarlas a fuerza de golpes, alzando la vista a lo alto para descubrir ventanas abiertas. Hay una manera digna de enfrentar la muerte, sin darle la espalda, sin miedo a llamarla por su nombre. Hay una forma sensata y justa de enfrentar los contratiempos, sin caer en la autocompasión, sin esperar que los demás se compadezcan de mi mala suerte. Hay una forma sabia de enfrentar los días grises, sin cerrar la puerta a que salga el sol, sin negar su existencia aunque sólo vea nubes. Hay una forma santa de vivir mi vida, cuando dejo de mirarme a mí mismo para mirar a lo alto. Decía Carlo Acutis: «No temas porque con la Encarnación de Jesús, la muerte se convierte en vida y no hay necesidad de escapar: en la vida eterna nos espera algo extraordinario. La tristeza es mirarnos a nosotros mismos, la felicidad es mirar hacia Dios». Hay una forma que es la de Dios, la del niño que se confía en las manos de su Padre porque sabe que Dios va a estar presente en medio del camino. No me gusta caer en los extremos. Y eso que soy apasionado. Ni caer en el drama cuando no resultan mis pasos. Ni llegar al éxtasis cuando sólo he vencido en una pequeña batalla. Mirar al cielo acaba con mis tristezas. Buscarme a mí mismo me llena de angustias humanas. ¿Por qué espero tanto de los hombres? Busco su aplauso, su reconocimiento. Busco que me encumbren y alaben. Busco que me tomen en cuenta y aprecien lo que hago. Busco tener esa elegancia para asumir la vida como es, con toda su crudeza, con toda su grandeza. Un fracaso nunca es el final de todo, sino sólo el final de algo concreto que se me niega. Y un sí no me abre a todos mis logros posibles, ni a todas mis empresas, sólo a una, sea la que sea. Por eso no me asusto cuando el huracán me lleva por los aires. No me deprimo cuando mi ventana se llena de noche. No me atormento cuando he tocado la amargura de la derrota. Con elegancia sigo adelante, sin ser mezquino ni ruin, sin herir con mis comentarios. Perdonando en silencio al que me ha hecho daño. Puede que incluso sin saberlo. Sin juzgar las intenciones de los que me rodean. Esos juicios enturbian mi ánimo. Estoy llamado a tejer una vida grande. Por eso importan tanto las reacciones que tengo. No todos se toman la vida de la misma manera. Yo admiro a los santos, a los elegantes, a los respetuosos, a los humildes. A los que alaban en la derrota. A los que crecen en dignidad cuando han caído. Admiro a los pequeños que son elevados por Dios a una cumbre más alta, sin vergüenza, sin pánico. Y a los que guardan silencio, sin justificarse, al ser acusados. Admiro a los que se entregan sin esperar nada a cambio. A los que aman después de haber sido abandonados. A los que se levantan una vez que han caído. Admiro a los valientes que sueñan con las estrellas. Y a los niños que elevan su canto cada mañana. Me sorprenden los sencillos que no se vanaglorian. Y los pobres que buscan vivir en Dios cada día. Me alegro de las almas que son libres y se dan allí donde Dios las pone. No viven pendientes de lo que los demás hacen. Siguen su camino sin comparar los pasos. Abrazan y sonríen sembrando paz cada día. No hablan mal de nadie. No mienten, son veraces. Y llevan en su pecho el amor de Dios grabado. Al verlos me siento tan pequeño y quiero vivir como ellos. Es lo que sueño.

La casualidad en la vida no existe. Las cosas no suceden por casualidad. Hay un Dios que me ama y guía mi vida en lo oculto. Sin que yo lo entienda. Hay una ley en la espiritualidad india que dice: «Lo que sucede es la única cosa que podía haber sucedido». Nada de lo que me sucede en la vida es accidental. No podría haber sido de otra manera. Ni siquiera el detalle más insignificante. A menudo me quedo pensando en lo que podía haber sido de mi vida si yo hubiera dicho otra cosa en aquel momento. O hubiera hecho algo diferente, o elegido otro camino. O simplemente si yo no hubiera estado allí, sino en otro lugar. De nada sirven esas conjeturas. ¿Qué hubiera sido de mí si hubiera dicho que no a lo que Dios me pedía? ¿Qué camino hubiera seguido si aquella persona hubiera actuado de otra manera? ¿Cómo hubiera sido mi familia con otros padres, o diferentes hermanos? Nada de eso es pensable. Las cosas han sido de una determinada manera querida o permitida por Dios. A veces pretendo encontrarle un sentido a todo. Trato de entender los caminos de Dios y quiero que todo encaje dentro de lo razonable. Ha sido buena esta enfermedad para educarme en la paciencia. Ha sido buena la ausencia para valorar lo que tengo. Ha sido buena la pérdida para amar lo que sí poseo. No creo en un Dios que me quite la vista para desarrollar el oído. No creo en un Dios que me mande un mal para que yo crezca y madure. Las cosas son lo que son y podría llegar a decir que mi vida ha sido perfecta. Aunque vea con claridad que no es así. Pero para mí sí lo ha sido. Ha sido perfecto dentro del dolor, la soledad y la pérdida. Y tengo la oportunidad de verlo todo o como una ganancia o como una derrota. Creo en un Dios que me enseña a sacar un bien de cada mal que sufro. No me deja solo después de mi naufragio. Se aferra a mi tabla para sujetar mis miedos. Y sostiene mi vida en medio de temblores. Y me enseña a salir adelante. Me abre horizontes amplios. Y me permite valorar lo que tengo, sin pensar demasiado en lo que he perdido. No todo habrá tenido un sentido en mi historia. No lo pretendo. No quiero racionalizar las desgracias buscando ganancias posibles en pérdidas muy duras. La vida es como es, no como yo quisiera pintarla. Por mucho que la reinvente cada mañana no puedo maquillar mis heridas detrás de una apariencia festiva. Vendo en mis imágenes el que quiero ser. Disimulo mis profundos vacíos. Y me invento una vida mejor que la que nunca había soñado. Una vida digna de ser admirada. Lista para ser presentada como impecable a los ojos del mundo. ¿Acallo entonces las batallas perdidas? ¿Omito los dolores y los perdones que no logro dar? ¿Silencio las mentiras que me envenenaron y el dolor de las pérdidas? No necesito ir por la vida desnudando mis miserias. Dios las conoce y me ama en mi pudor, en lo más íntimo. Y los que me aman conocen todo mi pasado, toda mi verdad. Ante ellos vivo despierto, con paz, abierto en canal con todo lo que tengo. Y agradecido por ese Dios que en ningún momento de mi camino tomó un rumbo diferente al mío. En mis decisiones equivocadas acompañó paciente mis pasos. Y sostuvo mi llanto cuando no soporté tantas injusticias. Y me enseñó a pescar en río revuelto. Y me ayudó a confiar cuando todo lo había perdido. Ese Dios de mi providencia. Ese ángel custodio que puso en mi camino. Esa sonrisa sincera y ese abrazo dado, recibido. Me enseñó a vivirlo todo, lo bueno y lo malo. Valorando agradecido todo lo que tengo. La vida es la que es. Es la mejor vida que jamás pude haber soñado. Puedo decir lo que hoy escucho en el salmo: «Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte». Creo en ese Dios que no me enseña a fuerza de golpes del destino. No despliega su poder para hacer naufragar mi frágil barca. No se ausenta de mi ruta para que yo me pierda. Es mi padre que me ayuda a sacar un bien de un mal. Una ganancia de una gran pérdida. No todo tiene sentido. Y no todo cuadra en mi vida. Sólo sé que me gusta cómo es mi camino imperfecto, mis cimientos ruinosos. Acepto mis decisiones torpes. Y sé que quizás podría haber hecho las cosas de forma diferente. Pero ese sentimiento no cambia nada. Los pasos son los que han sido y hoy soy el que soy gracias a todo lo vivido. Bueno y malo. Aciertos y errores. Puede la mariposa volar porque al salir del capullo tuvo que hacer un esfuerzo que superaba su capacidad. Peleó contra la resistencia que retenía sus ansias de volar. Y venció, superando esa barrera que parecía infranqueable. Y fruto del esfuerzo sus alas estaban fortalecidas. Podía volar. Si un Dios escondido hubiera eliminado la resistencia del capullo no habría podido volar. Mis alas no servirían para elevar el vuelo. Así es en la vida tantas veces. Las dificultades no son lo que más deseo. No está hecho mi corazón para la muerte, para el sufrimiento, sino para el bien y la vida. Pero luego, cuando paso por momentos de dolor, algo en mí se fortalece. Algo así como un órgano interior que desconocía antes. Una capacidad oculta que me hace capaz de lo imposible, puedo volar. Y logro así levantarme por encima de todos mis miedos y debilidades.

La humildad es un don que admiro en otros. Veo a personas humildes y me conmuevo. Casi como si yo también quisiera serlo. Pero parece que pronto me arrepiento de esa primera idea. Y no dejo a un lado mi orgullo, ni mi amor propio, nunca cedo ni me pongo en un segundo plano. Si me llevan la contraria me rebelo y a veces brota la ira en mi interior. No estoy dispuesto a que me ignoren. Creo que me resulta imposible pasar desapercibido. Recibir críticas y juicios negativos me llena de tristeza, no lo acepto nunca. Renunciar a mi yo por amor a otros, me resulta descabellado. Deseo ser el centro, estar en el centro. Estar oculto me suena extraño. Admiro la humildad en otros pero es como si yo mismo no la deseara para mi vida. Al mismo tiempo sé que el amor verdadero tiene que ver con la humildad. Es el amor que ama en lo escondido, en lo oculto. Comentaba el Papa Francisco: «Quien ama, no sólo evita hablar demasiado de sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás, sabe ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro»[1]. Hablar menos de mí mismo y dejar que otros hablen. No querer tener razón en todo y siempre. Me gustaría dejar a un lado la autorreferencia para ensalzar más a mi prójimo. ¿En qué lugar nacieron los humildes? ¿Quién los educó en esa humildad sana que yo tanto deseo pero no logro alcanzar? Comentaba el P. Kentenich: «Puedo decirles por convicción que, si en verdad quieren tener una sana humildad, y hoy en día debemos tener una humildad sana, no una humildad encorvada, deberán esforzarse seriamente por la magnanimidad, por aquello que nosotros denominamos pedagogía de ideales. ¡Verán entonces qué pronto son humildes! En caso contrario, deberán luchar por más tiempo»[2]. Una sana humildad, una humildad enraizada en la verdad, vive de los ideales. Parece ser que tener ideales grandes y sanos ensancha el alma. Desear lo que aún no tengo. Sólo es una semilla incipiente en mi interior. Un comienzo, una raíz, un tallo casi oculto en la maleza de mi alma. Un ideal que se eleva sobre las montañas y parece inalcanzable. Como ese sol que nace y muere cada día. Sólo el que sueña con las alturas se da cuenta de su pequeña estatura. No puedo estar tan orgulloso de lo que he logrado que desprecie con mi mirada al que tiene menos. Un alma grande mira al cielo y no desprecia nunca la tierra, la ama. Entiendo que la humildad es un don que me acerca a los hombres y me acerca a Dios. No se trata de una humildad insana que me hace sentirme inferior. Me quiero como soy en mi pobreza, en mis límites, en mis sombras. La humildad me abre a los demás, el orgullo me cierra. Las personas humildes tienen siempre su puerta abierta. Cualquiera puede entrar en su alma. No han construido barricadas para defenderse. No buscan guardar su fama, su gloria. No tienen nada que defender. No esperan que los demás las aclamen por sus logros. Las personas humildes valoran siempre más a su prójimo que a ellos mismos. Ven al otro como un regalo de Dios en sus vidas. No se comparan con el que está mejor porque ellos en su humildad están contentos con lo que Dios les ha regalado. Las personas humildes no juzgan al prójimo continuamente. Renuncian a sus puntos de vista sin temer el descrédito ni el olvido. La humildad no tiene nada que ver con la tristeza. Las personas más humildes son las más alegres. Porque están felices con lo que tienen, con las gracias recibidas: «La valoración alta surge del reconocimiento gozoso de los dones y gracias recibidos de Dios»[3]. El que es verdaderamente humilde ama lo bueno que Dios ha puesto en su corazón y está feliz con la vida que tiene. Tiene en alta estima su propia vida y eso le permite ver la belleza que hay en tantas personas. No sufre en las comparaciones. No se amarga al ver que alguien triunfa. Valora sus logros como propios sin pensar que los éxitos ajenos puedan ensombrecer su propio camino. No ansían un lugar diferente al que ahora tienen. No quieren una posición mejor, ni se vanaglorian del alto lugar que ahora ocupan. Simplemente saben que todo es pasajero. Que la vida son dos días y los logros humanos una sombra que pasa. No tiemblan, no se asustan, no se angustian si no están donde merecen. Alguien se pierde lo que ellos pueden dar. Pero eso no les inquieta. Dios que ve en lo escondido se alegra con su entrega generosa aún no siendo reconocida por los hombres. Quisiera ser más humilde, más pobre, más libre. Y no vivir en tensión pensando que alguien pueda llegar a quitarme lo que ahora parece mío. No temo el olvido ni la falta de atención por los logros conseguidos. No importa que nadie tome en cuenta lo que valgo, lo que he hecho. Quiero tomar con la misma paz los halagos que las críticas. Los juicios positivos exagerados tanto como los juicios injustos difamatorios. No me alteran ni los gritos, ni las condenas. En lo uno como en lo otro me sé amado por Dios, eso me salva.

Al final de mi vida no recordarán todo lo que he dicho o escrito. No mirarán todas las fotos en las que aparezco. No conocerán mis miedos guardados en el alma. No sabrán de mis inmadureces ocultas en lo más sagrado. Desconocerán mis logros intelectuales y pasarán por alto muchas de mis batallas ganadas y perdidas. No espero que lo recuerden, que los sepan, que lo cuenten. Sólo sé que Dios sí guardará los momentos en los que entregué la vida sin que nadie supiera. Nadie lo veía. Él conocerá mis renuncias silenciosas de las que no hablé, y me mantuve aparte, sabiendo que así estaba cambiando el mundo, aunque nadie lo viera. Guardará mis silencios en medio de acusaciones e insultos, cuando me volvía manso y tenía una humildad que no era mía. Conservará en su corazón mi paz en medio de guerras que no lograba apaciguar, cuando todo parecía tambalearse y me mantenía en vilo. Retendrá esas miradas mías que no sé bien cómo lograban levantar a los caídos que anhelaban encontrar misericordia. Tendrá en su memoria de Padre mis soledades llenas de su presencia, esos espacios vacíos en los que yo habitaba, a escondidas abrazado al cuerpo vivo de Cristo. Recordará cuando logré callar para no herir con palabras y cuando hablé bien de quien no me quería. Sabrá que fui fiel en medio de tentaciones hondas que surcaban mi alma, tentaciones ignoradas para los que no me conocían. Sé que lo que quedará cuando me vaya no serán mis logros más vistosos y llenos de belleza. En el corazón de Dios quedará ese día en el que me levanté por encima de los peligros que acechaban mi ánimo y me mantuve en el aire mirando al cielo. Recordará mis obras de misericordia y sabrá al final de mis días que mi vida habrá merecido la pena. Y yo moriré tranquilo, feliz por la misión cumplida. Al fin y al cabo la vida son dos días y quiero vivirlos plenamente. Recordaré cada mañana el motivo por el que he nacido. ¿O acaso lo he olvidado? No quiero olvidar el amor de Dios que empuja mis días. Él tiene para mí un deseo. Comenta el P. Kentenich: «Desde toda la eternidad Dios tiene una idea determinada de mí. Él ha previsto una determinada misión para mí. El Espíritu Santo es el que me conduce y me prepara para esta gran misión. En la medida en que yo cumpla con esta singular misión seré santo»[4]. Mi santidad está unida a esa misión oculta a los ojos de los hombres. Tengo una misión que cumplir en este mundo. Para algo he nacido. Para algo estoy aquí luchando y dando la vida. Por eso no quiero herir con mis palabras, con mis omisiones o mis actos. Prefiero sufrir en silencio, guardar la calma, pacificar lleno de paz en medio de la tormenta. Esperar contra toda esperanza, mirar al débil, al huérfano, a la viuda. Tender mi mano, detenerme al borde del camino a socorrer al herido. Hoy escucho lo que Dios le dice a su pueblo: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto. No explotarás a viudas ni a huérfanos. Si los explotas y gritan a mí, yo escucharé su clamor, se encenderá mi ira y os mataré a espada; vuestras mujeres quedarán viudas y vuestros hijos huérfanos. Si prestas dinero a alguien de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él un usurero cargándole intereses. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo. Si grita a mí, yo lo escucharé, porque yo soy compasivo». Es un Dios al que le preocupa el bien de su pueblo. Al final de la vida sólo quedará el amor sembrado, el abrazo que he regalado, la sonrisa cálida que han guardado en la memoria los que han sido amados. Mi mirada levantando al caído. Eso quedará por encima del paso del tiempo. Ni el dinero, ni los éxitos, ni la imagen perfecta que quiero dar al mundo durarán mucho tiempo. Todo eso pasará, se escapará entre los dedos, volará por encima de los recuerdos y no dejará nada a su paso. Sólo cenizas. Quiero pensar que la vida que no se da se pierde. No oprimo a nadie, ni exijo más de lo que pueden darme. No pido al que no tiene, no mando al que no puede seguir mis pasos. Callo, guardo silencio, acompaño la vida sostenida con delicadeza. Espero, soy manso y paciente. Esas obras parecen la misión imposible que Dios pene en mi alma para que no me olvide de dónde vengo. Sólo soy un peregrino en esta tierra, un misionero por vocación, un amante en mi esencia y un amado que quiere amar y sostener al débil. Guardar sus sueños entre mis dedos frágiles. Sostener sus pies perdidos. Es la misión de mi vida por la que seré recordado, al menos en el corazón de Jesús que guarda toda mi memoria.

Hoy de nuevo escucho otra pregunta en la que ponen a prueba a Jesús. Siempre buscan que no dé la respuesta correcta: «Le preguntó para ponerlo a prueba: - Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?». Quieren poner a prueba su formación. Quieren saber lo que piensa en su interior. El mandamiento más importante para los judíos. Si hoy me lo preguntaran a mí, ¿qué respondería? ¿Cuál es el mandamiento más importante de la Iglesia a la que pertenezco? ¿Qué es lo que me pide Dios de forma concreta y tantas veces no hago bien? ¿Qué es lo que espera de mí, qué sueña para mi vida? Hoy Jesús responde poniendo el acento en Dios: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero». Es lo mismo que yo podría responder hoy. Me he acostumbrado a ver la Iglesia como un conjunto de normas que tengo que cumplir. Una ética que tengo que respetar. Un camino claro con márgenes precisos que tengo que seguir. Y cuando no cumplo, cuando no respeto los peligros y las amenazas, me siento fuera de esa Iglesia que me espera siempre. Hoy Jesús repite lo que ya sé. Lo que aquellos que le preguntaban sabían muy bien. El hombre creado por Dios, amado por Él hasta el extremo, sólo tenía que corresponder a ese amor. El amor primero era el de Dios. Y es verdad que cuando me sé amado es cuando puedo dar amor en respuesta. Sólo cuando he tocado el amor de Dios con mis manos puedo intentar en mis límites corresponderle. Mi amor, el del hombre, es sólo una respuesta, un gesto torpe, una mirada lastimera buscando amor. ¿Cómo es mi amor a Dios, cómo lo amo? Hoy Jesús pone el listón muy alto, parece imposible amar a Dios por encima de todo. Con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi mente. Amarlo con todo lo que soy. Mi confesión siempre debería comenzar con esta falta de amor a Dios. No lo amo de esa forma. No lo amo como Él me ama. Mi amor a Dios es tan pequeño, tan mezquino, tan débil. No lo amo con toda mi alma, porque en mi alma tienen más peso otros amores, otras seducciones. Amar con todo mi ser. ¿Cómo es posible? Si mi corazón está dividido. Y donde digo que sí aparece luego el no. Y me propongo grandes cambios y grandes ideales y sueños que luego quedan en nada. ¿Cómo voy a amar con toda mi alma cuando no sé qué hay en mi interior? Estoy tan herido que mi alma sangra, duele, es demasiado sensible y todo le afecta. ¿Cómo puedo poner toda mi alma al servicio del amor? Me cuesta creérmelo. Darlo todo me parece demasiado. Todo mi tiempo, todas mis fuerzas, todo mi ánimo, toda mi dedicación. Me agota el amor que me absorbe. Es como si necesitara tiempo para mí, para no hacer nada, para estar en blanco, sin amar, sin ser amado. Ese amor que lo pide todo me parece hasta exagerado. ¿Es posible amar así, hasta el extremo? Me duele el alma solo de pensarlo. Puede ser que ese amor total a Dios no me resulte. Quizás porque divido las cosas y veo a Dios separado de este mundo. Dios en lo alto que espera que viva solo para Él, mirándolo. ¡Cuántas personas piensan que amar a Dios totalmente sólo es posible renunciando al mundo! Santa Teresa de Jesús decía: «Nada te turbe, Nada te espante. Todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene nada le falta, Sólo Dios basta. Eleva el pensamiento, al cielo sube, por nada te acongojes, Nada te turbe. A Jesucristo sigue con pecho grande, y, venga lo que venga, nada te espante». ¿Me basta sólo Dios para vivir sin miedos, sin angustia, sin temer? El amor inmenso que Él me tiene, ¿me basta? Esas palabras pueden llevarme a pensar que sólo lo amo bien cuando estoy en misa, o rezando, en soledad, lejos del mundo. Y no soy capaz de unir ese amor a Dios con el amor a los hombres. Me parece que algo se mancha en mi interior cuando lo mezclo todo, cuando me confundo. De la pureza del amor a Dios paso a la impureza del amor humano, tan pequeño, tan herido. ¿Cómo puedo amar totalmente a Dios a quien no veo cuando no amo de esa forma a nadie de los que veo? Si mi amor es egoísta y mezquino, ¿por qué me presenta Dios un ideal inalcanzable? Toco mi pobreza y mis límites. Y contemplo en oposición mis deseos más grandes y hondos que habitan en mi interior. Quiero amar a Dios sin tibieza, sin frenos, sin parálisis. Pero no separándolo del mundo, de los hombres. No separando mi amor a Dios del amor a los hombres.

Es Jesús el que me ayuda a entender este amor que Dios me pide. No basta Dios entonces: «El segundo es semejante a él: - Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se sostienen toda la Ley y los Profetas». Amar a Dios en el hombre. Amarlo en lo cotidiano. Que amando a mi cónyuge vea en él a Cristo. Que lo vea en mis hijos, en mis hermanos, en mis amigos, en mis padres. En aquel que no me ama, en el que no me acepta. Me quedo pensando en el contenido del verbo amar. Me parece intangible. Y yo soy tan pequeño que no soy capaz de hacerlo concreto. No basta sólo Dios. Mi amor a Él está unido a mi amor a los hombres. No puedo decir que amo a Dios si en mi vida no soy capaz de amar a nadie en lo humano. ¿Cómo es el amor que Dios espera de mí? Espera sólo el que puedo darle cuando me vacío de mí mismo, de mis pretensiones y de mi orgullo enfermo. Ese amor no consiste en estar enamorado. Ni tampoco en sentir compasión por el débil, por el necesitado. Es difícil utilizar este verbo porque veo que cada uno entiende lo que puede, lo que ha vivido o es capaz de vivir. Comenta el P. Kentenich: «Ya Séneca nos transmitió la ley que dice: - Si quieres ser amado, ama: ama de forma profunda, ostensible, sacrificada»[5]. Me gustaría ser capaz de amar siempre de forma profunda. Es una clave del amor. Un amor hondo, no superficial. Veo que a veces mi amor se queda en la superficie de la piel. Entonces vienen los vientos y se llevan mi entusiasmo, mi pasión, mi amor que quería ser abnegado. Esa hondura del amor es la que deseo. Quisiera que mi amor tuviera raíces hondas, para que los vientos no lo arrancaran nunca. Quisiera que mi amor me llevara a mares hondos, para que no chocara nunca mi amor contra las rocas del acantilado. Quisiera tener vivencias hondas de amor. Porque sólo esas experiencias sostienen mi vida. Busco cada día verdades profundas que me sostengan. El otro día decía el protagonista de una película en el lecho de muerte: «Mi vida no ha sido feliz, ha sido muy dura y difícil. Pero estoy feliz porque comienza y acaba con las dos personas a las que más he amado. En el origen, mi madre. Al final del camino, mi hijo». Los amores verdaderos y estables en el tiempo son los que cimientan mi vida. Sin esos pilares no podría seguir viviendo, ni seguir amando. Tengo claro que no me basta con vivir en la superficie de las cosas. No me basta con amores pasajeros que dejan el alma inquieta. No me basta conque me quieran por mi aspecto, por mis logros, por mi dinero, por mis bienes, por mi simpatía. Quiero un amor más verdadero, más hondo, más fiel. Un amor que sea estable en el tiempo. El de Dios lo es. ¿El de los hombres? Puede serlo. Veo amores que envejecen de la mano. Vidas que se hacen hondas amando siempre hasta el extremo, cargando con la vida de otros con una sonrisa en los labios. Creo en el amor humano cuando es hondo y estable. Cuando no se fija en la apariencia y ama en la verdad más honda y permanente. Quiero amar así desde muy dentro. Mi amor quiere tener raíces hondas. Tengo claro que quiero amar de forma que se vea que estoy amando. Decía Don Bosco: «El testamento pedagógico de Don Bosco, que dijo: - Mi pedagogía es hija del amor. ¿Queréis que os amen? Pues, entonces, tenéis que amar. Y eso solo no basta, debéis ir un paso más allá. No sólo debéis amar a vuestros alumnos, sino que ellos deben también darse cuenta de ello. ¿Cómo se dará eso? Preguntad a vuestro corazón, que él lo sabe»[6]. Un amor ostensible, un amor de gestos, un amor que otros vean y sepan que son amados. El amor no es una teoría, no es una palabra bonita guardada en el silencio, no es un simple juramento que no se concreta en la vida. Las palabras no cambian nada, sólo quedan sostenidas por un tiempo corto en el aire, y luego mueren. Pero el amor de actos, de obras, ese es el que vale y dura para siempre. Creo en las locuras de amor que puedo hacer por aquel a quien amo. Es la forma como quiero amar. Sin tregua, sin miedo, no lo consigo a veces. Tal vez son mis heridas las que me duelen y no me dejan darme por completo. Siento que si me doy demasiado voy a sufrir, me van a hacer daño. El que se entrega por entero es cierto que sufre. Pero su amor lo enriquece. Me doy cuenta de mis límites. Quiero aprender a amar como Dios me ama. En Él no se separa lo humano y lo divino. No busco a Dios fuera de los hombres. Lo busco en los que amo, en los que me aman. Comentaba S. Francisco de Sales: «Nunca podremos amar en demasía o en medida suficiente. ¡Qué alegría amar sin temor de exagerar! Pero nunca hay que temer lo más mínimo cuando se ama a Dios»[7]. Nunca se ama demasiado. Nunca es exagerado mi amor a los hombres cuando es en Dios. No lo temo. Tomo como medida el amor a mí mismo. Mi amor propio. Me amo mucho. No quiero sufrir, quiero ser feliz y pleno. Es lo que deseo para aquellos a los que amo. Que sean plenos, que no sufran, que se sepan siempre amados. Es el don de amor que pido a Dios todos los días. Cuanto más amado me siento por Él, más capaz me veo de dar la vida por amor. Sólo en Él es todo posible.



[1] Papa Francisco, Exhortación Amoris Laetitia

[2] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[3] Locher, Peter,Niehaus, Jonathan. Kentenich Reader Tomo 3: Seguir al profeta

[4] J. Kentenich, Jornada 1928

[5] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[6] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

[7] King, Herbert. King Nº 2 El Poder del Amor

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