Homilía del padre Carlos Padilla - 28 de abril de 2019

Domingo 28 de abril de 2019 | Carlos Padilla

II Domingo de Pascua

Hechos de los apóstoles 5, 12-16; Apocalipsis, 9-1 la. 12-13. 17-19; Juan 20, 19-31

«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado;                      y no seas incrédulo, sino creyente»

28 abril 2019 P. Carlos Padilla Esteban

«Quiere que camine a su lado recibiendo el pan partido. Quiere que vaya a Galilea, porque allí le veré. Quiere que meta la mano en su costado abierto, en la herida de sus manos, para que crea»

Me parece que puedo cambiar de opinión rápidamente. Lo que pienso hoy tal vez mañana no lo pienso. Lo que hoy digo a lo mejor mañana ya no lo digo. Prometo hacer ciertas cosas. Y todas mis promesas caen en saco roto. Quiero ser fiel a mi palabra dada. Coherente con mis hechos. Fiel en lo pequeño. Y me veo desdiciéndome continuamente. No sé qué tiene el tiempo de hoy que hace que todo sea más frágil. La palabra cuenta poco. Los hechos no son contundentes. Hago una cosa y la contraria al mismo tiempo. Me da miedo entregarme a lo conocido. Y al mismo tiempo me doy por entero en lo que no conozco. Estoy dispuesto a emprender aventuras que duran sólo un día. Y me da miedo comenzar caminos que sean eternos. Quizás por eso la traición no me es tan ajena. Digo creer en alguien y estar dispuesto a amarlo hasta el extremo. Pero más tarde, en medio de las prisas y de los miedos, niego haber amado o haber creído. La traición se convierte entonces en moneda de cambio. Traiciono y me traicionan. No hago bien las cosas y no las hacen bien conmigo. Miento y me mienten. Y me veo envuelto en un carrusel de traiciones continuadas. No perdonadas. No redimidas. Confundido en mis deseos ocultos y mis deseos manifiestos. En mis palabras dichas y mis silencios guardados. Me siento como Judas vendiendo a Jesús por treinta monedas. Me veo como Pedro negando conocer a Jesús en la noche por culpa de ese miedo que sube por la garganta. ¿Cómo poder ser fiel sin traicionar mis deseos? ¿Cómo poder seguir caminando sin traicionar mi palabra? ¿Cómo traicionar y poder perdonar y ser perdonado? Judas no logro ver la mirada de Jesús llena de misericordia. Pedro tuvo la suerte de ser mirado en la oscuridad de las negaciones. Quizás yo debería mirar más, perdonando más. Tal vez debería buscar más una mirada que me perdone. Soy traicionado y traiciono. Todo se confunde en un amasijo de sentimientos confusos. En los que deseo ser más de lo que soy. Más hombre, más fiel, más humano, más de Dios. Deja en mi alma la traición un sabor amargo. Porque no he logrado llegar hasta el final del camino. O ser fiel en medio de la tormenta. Cuando tiemblan las piernas al sentir el agua debajo de los pies. Y todo se confunde. La traición queda borrada con Jesús caminando con sus manos llagadas, con su costado abierto, con la voz en sus labios. Ese Jesús que vuelve después de haber muerto. Ese Jesús que vive después de la traición. Me conmueve recibir el perdón después de todas mis traiciones. De todas las veces en las que me siento débil y confuso. Soy frágil. Quiero coger en mis manos ese afán sagrado por levantar la mirada después de cada caída. Quiero resucitar en mi deseo de dar la vida, aunque me cueste hacerlo. Quiero morir un poco para morir del todo a todos esos deseos confusos que me hacen traidor en medio de mis batallas. ¿Por qué no logro ser fiel a mis promesas? ¿Por qué no puedo luchar por aquello en lo que creo? ¿Por qué no dar la vida por aquellas personas a las que he dicho amar para siempre? ¿Por qué no voy a poder mantener mi palabra en medio de la confusión de la tormenta? ¿Por qué no voy a mirar más alto, más lejos, más dentro de las personas cuando les digo que sí que quiero seguir adelante? Miro a Jesús resucitado que me habla de tanta esperanza que dejo atrás mis miedos y mis traiciones. Me levanto erguido medio muerto, medio vivo. Para aspirar a soñar con la vida eterna. Con una vida eterna sin traiciones ni miedos. Con una vida eterna sin silencios guardados, sin palabras desdichas. Tengo ese deseo profundo de ser fiel hasta el extremo. Mirando a Jesús en medio de los clavos y la lanza. En su corona de espinas. En sus últimas palabras. Y me lleno de esperanza al abrazar su herida. Al recibir su mirada. Al sentir que me dice que me quiere con locura. Y encontrarlo de nuevo cuando lo creía perdido. Y sentirlo de nuevo cuando se había ido de mi vida. Y abrazar cansado sus espaldas firmes. Que sostienen mis miedos Y todas mis traiciones. Desde mi carne herida acaricio una esperanza nueva que me promete una fidelidad eterna. Y siento que mi muerte cobra vida. Y sonrío y tiemblo. Y sostengo de pronto entre mis manos frías ese corazón caliente de Jesús entregado. Y sé que para siempre me ama con locura.

Miro a María que abraza a Jesús en la cruz sujetando en ella el cáliz con su sangre. Miro a María sosteniendo a Jesús en su regazo, muerto su hijo en sus brazos. Miro a María como Juan deseando encontrar un lugar donde reclinar mi cabeza, porque estoy cansado. Miro a María herido, huidizo, con miedo, el temor dibujado en mi alma. Deseando tener un espacio sagrado en el que ser yo mismo en medio de los hombres. Sin miedo al rechazo. Necesito que María, mi Madre, me abrace cansado, herido, muerto. Me mire con un amor infinito. No sé qué duele más en las entrañas, si un hijo muerto en el regazo de su madre, o una madre muerta en los brazos de su hijo. Seguro que más el dolor de la madre que no entiende la ausencia del hijo. No logro imaginar el dolor de María al abrazar a su hijo muerto, el hijo de sus entrañas, de su Fiat, de su entrega a Dios. El mismo dolor que siente al abrazarme a mí muerto, cuando pierdo la vida por los caminos sin esperanza. Y me vacío por dentro. Ella llora en silencio también mi ausencia. Existe una entrañable unión profunda, honda, cálida, entre madre e hijo, entre hijo y madre. El hijo es sagrado y la separación llena el ama de un dolor inmenso. Cuando se rompe ese hilo misterioso que une el amor entre las almas. Y surge ese silencio profundo de María velando la ausencia del hijo. Un silencio de amor verdadero. S. Juan Pablo II habla así de ese silencio de María: «El silencio de María no es sólo sobriedad al hablar, sino sobre todo capacidad sapiencial de recodar y abarcar con una mirada de fe el misterio del Verbo hecho hombre y los acontecimientos de su existencia terrenal»[1]. Su silencio sagrado me ayuda a hacer silencio. A contemplar a Jesús en el silencio. Yo necesito una madre María que me mire consolándome cuando me encuentre solo, triste y abandonado, en silencio. Cuando me sepa perdido y sin rumbo por los desiertos de la vida. Cuando no sepa qué hacer ni cómo reconstruir mi corazón herido. Contemplo esa iglesia de mi Madre María, Notre Dame, Nuestra Madre. Esa iglesia destruida en lo profundo de la cristiandad. La miro arder en llamas, consumiéndose hasta las cenizas. Y me duele en el alma al sentir que mi Iglesia necesita ser reconstruida. Mi Iglesia que arde en cenizas. Mi Iglesia destruida, abandonada. Me siento un poco como San Francisco arrodillado ante el Cristo de San Damián escuchando de sus labios: «¡Francisco! Reconstruye mi Iglesia». Y deseo yo reconstruir lo que está destruido. Esa Iglesia mía desunida y rota, herida hasta las raíces, llamada a renovarse cada día, cada mañana, cada hora. Deseo abrazar a María como Ella abraza a Jesús clavado en mi cruz. Quiero sentir su abrazo y notar su cáliz sosteniendo mi sangre vertida. Necesito una madre que sostenga mis penas, mis miedos, mis inseguridades. Que me dé la certeza de saber que mis pasos están unidos a los de su Hijo para siempre. Necesito acogerla en mi casa para sentir que es mi madre y yo su hijo. Ella mi hija y yo su padre. En esa cálida unión entre madre e hijo. Necesito saber que me dice al oído: «No temas, hijo mío, porque yo estoy contigo». Y espero desconsolado recibir un abrazo que me sostenga firme. Tranquilo para siempre, en medio de mis miedos y mis noches. Necesito una madre como María que, sentada a los pies de mi cruz, llore desconsolada junto a mi llanto y sonría en mis sonrisas. Una madre que sostenga mis pies cuando estén a punto de caer en medio de las tormentas. Necesito mirar a María y sentir que me mira. Y escuchar de sus labios que me dice: «¡Qué bien, hijo mío! ¡Qué bien lo haces!». Porque yo mismo dudo de mis propias palabras, y de mis actos tan torpes. Desconfío de mis decisiones inseguras. Necesito una madre, María. Que se mantenga firme en lo alto de mi cruz. En medio de las llamas. En la desolación de las cenizas. Una Madre que no se derrumbe en medio del fuego. Que abrace tranquila mi costado abierto. Una Madre que me diga al oído todo lo que ignoro, todo aquello de lo que dudo. Y me anime a reconstruir su Iglesia. Necesito una Madre que salve mi corazón herido y me convierta en sanador herido. Necesito saber que no soy yo el que construye, el que levanta, el que salva. Que son sus manos, que es su amor. Necesito que sea Ella la que me levante por encima de mis cenizas. Sé que, si no construye conmigo esa Iglesia, mi propia vida, mi vida, mi mundo, yo no podré hacer nada. Si no lo hace Ella en mí, Ella que es poderosa y es pura. Si no es Ella, sé que yo solo no puedo. Miro a María que abraza a Jesús resucitado. Lo abraza muerto. Y ahora lo toca vivo. Y se conmueve. Y me abraza a mí cuando me levanto en medio de mis miedos, roto, muerto, resucitado. Me abraza cuando cobra vida en mi interior la esperanza que Ella ha sembrado en mi alma. La muerte ha sido vencida. Y sueño con María. Y sueño con Jesús vivo en sus brazos, en los míos, en mi alma. Y creo en el futuro lleno de esperanza junto a mi Madre. No dudo de mi Madre sosteniendo mi vida. Me abraza por la espalda.

Quiero pensar que Jesús me invita a seguir sus pasos resucitado. Quiere que camine a su lado recibiendo el pan partido cuando me encuentre perdido y sin rumbo, triste y sin esperanza. Quiere que vaya a Galilea, porque allí le veré. Quiere que meta la mano en su costado abierto, en herida de sus manos, para que crea. Quiere abrazarme y decirme que me quiere. Y yo tengo la certeza de su amor al recordar ese día en el que irrumpió en mi vida sin darle yo permiso. Entró en mis silencios cuando yo buscaba el ruido. Cambió mi forma de mirar, estando yo tan ciego. Y alteró la rutina de mis sueños. Hizo que superara mi superficialidad, en la que a veces sobrevivía. Y mi alma se vistió de hondura, a golpe de silencios. Lo hizo Él, vivo, resucitado, abriéndose paso por las rocas de mi muro. Ese muro que había construido para que no me hicieran daño. Para no ser vulnerable. Se puso a mi altura, manteniendo su paso firme, a mi lado. Se apareció en mis noches de ausencias, cuando la oscuridad no me dejaba ver. Venció a todos mis fantasmas que me hacían temeroso y amenazaban con quitarme la vida. Ahuyentó todos mis miedos que me volvían excesivamente cauto y demasiado prudente. Y calmó mi llanto en mis noches de invierno, en los momentos en que no tenía esperanza. Vistió de alegría mis nostalgias que se aferraban a la luz de mis tardes. Y renovó conmovido mi corazón herido, sanándolo con ternura, cambiando mis vendajes. Me vistió con un traje de gala, el del hijo amado, predilecto, escogido. Me arropó en sus brazos cuando yo necesitaba un hogar en el que dejar mi cansancio y mis penas. Y escuché muy dentro de mí, muy hondo, una voz que conocía mi nombre. Así era como me llamaba. Y me pedía que siguiera sus pasos. Recuerdo la hora, el día, el año. Lo recuerdo todo como si acabara de ocurrir, y ya han pasado tantos años. Lo recuerdo todo porque el corazón tiene memoria que la razón olvida. Se grabó para siempre esa aparición silenciosa de Jesús resucitado en mi vida monótona, llena de fatigas. ¿Cómo voy a olvidarme de su paso firme en medio de mi camino? ¿Cómo dejar de lado su abrazo fuerte cuando estaba tan perdido? ¿Cómo dejar de oír de nuevo, una y otra vez, sus palabras dichas repitiendo mi nombre? No puedo olvidar el sonido de sus pasos. Ni me desprendo del olor de su presencia. La memoria del alma me lo recuerda una y otra vez, para que nunca olvide, para que no pierda la esperanza. Porque a veces me da miedo olvidar su llamada. Y pensar que no era yo, que era otro. O que entendí mal sus deseos. Y me viene muy bien volver a recordar su voz gritando en mis silencios. Esa voz suya tan firme, tan fuerte. ¿Acaso no ardía mi corazón en su presencia? Esa era la vocación. Así es como Él llama. Y todos mis seguros cayeron. Caen hoy de nuevo. Escucho su voz profunda en mis entrañas. Y le sigo por los caminos. Como los discípulos camino a Emaús. Como Pedro y Juan corriendo al sepulcro. Como Tomás deseoso de saberme amado. Como María y las mujeres deseando tocar su cuerpo muerto. La presencia de Jesús rompe mis planes. Me llena de sueños. Quiero verlo. No su espalda, sino su rostro. No sus huellas, sino sus pies. No quiero oír el eco de su voz, quiero acariciar sus palabras grabadas en mi alma. Para no olvidarme nunca. Él está vivo. Y mi corazón se alegra. Se llena de luz y de nostalgias. Me ha llamado a estar con Él en Galilea. Quiere que viva en Emaús partiendo el pan de su presencia. Quiere entrar por las puertas cerradas de mi alma. Y así es cómo me envía en medio de los hombres. Quiere que lleve su voz allí donde hay silencio. Y sus abrazos donde haya sed de hogar. Quiere que calle con el que habla. Y hable al que me escucha. Que siembre la paz en medio de la violencia. Con la mansedumbre de Jesús llevado hasta el calvario. Y con la firmeza de Jesús perdonando a los que lo matan, de forma injusta, como en tantos atentados que son tan inhumanos. Quiere que no me calle cuando muchos necesiten oír. Y que crea más en el poder de mi voz, de mis manos, de mi mirada. Que crea en el poder interior de Dios en mí, cuando rompo los muros que no dejaban que entrara. Y obra así milagros imposibles con mi torpeza humana. Dios está en mi pequeñez. Mi alma se turba. No me ha llamado a mí por ser yo tan especial. Me ha llamado y con su amor deja que mi alma revele a los hombres su presencia salvadora. No sé cómo lo hace. No lo entiendo. Yo sólo vuelvo a escuchar conmovido, con lágrimas en los ojos, la fuerza de su llamada. Sigue llamándome en medio de una tumba vacía. Allí donde tengo un miedo frío a perder yo también la vida, como Él, en el calvario. La suerte del discípulo es la misma que la del maestro. Pero no dudo. De nuevo digo que sí. De nuevo lo sigo. Sus pasos son mis pasos. Y su mirada me enamora. Y su voz vibra en mis entrañas. No quiero perder su presencia. Porque soy un buscador de hogar. Tengo tantas preguntas. El alma llena de miedos. La inseguridad me turba. Elijo de nuevo su camino. Su morada. Su mar hondo y revuelto. Opto por abrazar sus silencios, cuando calla. No dejo de sorprenderme al mirar mi miseria. Pero veo oculta en mi interior una belleza que Él ha sembrado. Eso me turba. Él resucita en mí todo lo que estaba muerto. Y salva mi alma para siempre.

Jesús ha desaparecido. El sepulcro está vacío. Y los discípulos permanecen ocultos por miedo a los judíos: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos». Es fácil imaginar ese momento de incertidumbre. Su cuerpo no está. Pero a Él no lo han visto. Unas mujeres dicen que está vivo. Pero han visto sólo los sudarios caídos y las vendas. Y todo lo demás son silencios y dudas. Por eso se esconden en el cenáculo. Las puertas permanecen cerradas. No saben qué es lo que tienen que hacer. A veces tengo miedo y cierro las puertas de mi vida. Me asusta que entren sin mi permiso y alteren el orden de mi rutina. Me da miedo la intromisión de otros en mi espacio sagrado buscando que los atienda, que los escuche, que los quiera. Me siento invadido e incapaz de darme. El miedo a salir, a comprometerme, a darme por entero. ¡Cuánto duele amar de verdad! Es demasiado arriesgado. Tal vez por eso tampoco quiero que entre Dios en mi interior si con su presencia lo va a cambiar todo. No quiero que golpee la puerta. Casi prefiero una vida tranquila sin su presencia que todo lo complica. No quiero que atraviese los muros de mi alma amándome. Me sucede lo mismo con las personas. Tengo miedo. No quiero perder mi espacio, mi intimidad. Puede ser por culpa de mis heridas, de mis dolores, de mis fracasos. Puede ser porque he visto de cerca el color de la muerte y he temido el sonido del hambre y la sed infinitas. Por eso prefiero vivir aislado, lejos de todos, encerrado. La tristeza me aísla. Y el odio. Y el rencor. Y la envidia me lleva a vivir sin vínculos. Desaparece la alegría de mi alma. Soy a veces un discípulo con miedo. Digo que Jesús existe y vive, pero sin salir de mi interior. Confinado dentro de mí pierdo el entusiasmo por su resurrección. No tengo todavía certezas. «Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: - Paz a vosotros». Entra en sus vidas y penetran la paz y la alegría en sus corazones. Todo cambia. Jesús vence las puertas cerradas, abre los muros. Me da la paz que acaba con el miedo. Me entrega la certeza que me falta. Y entonces me siento alegre. Exulto de gozo. Me vuelvo elástico, flexible, no rígido. Un alma joven que no se cierra a la vida y no vive con las puertas cerradas, con miedo y con angustia. El corazón alegre vive entregado por entero. Sé que está vivo porque ha venido a mi corazón a llenarme de alegría, estando las puertas cerradas. Y desde entonces sé que no quiero perder mi juventud. No quiero dejar de ser joven llenándome de tristezas sin sentido. Jesús ama a sus discípulos entrando en sus vidas y todo cambia. Se saben amados. Experimentan ese amor inmenso del resucitado. Los mira en su verdad y los ama en su pobreza. Y ellos se llenan de alegría. Decía el P. Kentenich: «Consideren qué significa que la verdadera alegría sea expresión de verdadero, profundo amor; alegría, expresión del amor que disfruta, del amor que reposa»[2]. Jesús entra amando y ese amor suyo trae paz y alegría al alma. En el cenáculo cerrado había tristeza y miedo. Intranquilidad y angustia. Cuando entra Jesús y los ama todo cambia. Se llenan de paz. El corazón se calma. Están felices. Ahora sí pueden salir al mundo. Se saben amados por Dios. ¿Qué importa todo lo demás? Las verdaderas alegrías en mi vida proceden del amor. Cuando me he sabido amado por Dios, por los hombres. Cuando he podido amar con mi amor limitado. El P. Kentenich habla de: «Instinto de felicidad ¡Hambre de alegría! Nuestra alma tiene hambre de alegría, y en forma marcada. Más aún: puedo decir que el alma humana está impulsada en todo momento por esa marcada alegría»[3]. No puedo vivir sin dar respuesta a este instinto fundamental. Una alegría que proceda de un amor sano y hondo. Una alegría verdadera. Tantas veces busco la alegría sin contar con el amor. Sucedáneos de alegría que no me dan la felicidad plena. Y vivo amargado esperando que el mundo me acepte, me ame, me devuelva la verdadera imagen de quién soy yo. Y no lo hace. Me devuelve imágenes falsas que intento mantener para sobrevivir. Pero no estoy alegre en lo más profundo del alma. Anhelo vivir esa alegría del resucitado. Quiero que entre en mi vida y me diga como a las santas mujeres. Mt 28,8: «Alegraos. Ellas se acercaron, se postraron ante Él y le abrazaron los pies. Jesús les dijo: - No tengáis miedo: id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán». La alegría de su presencia. Me postro a sus pies. Pierdo el miedo. Quiero esa alegría del hijo que se encuentra con su padre y se sabe amado para siempre. La alegría de los discípulos que hoy también se postran y tocan sus heridas conmovidos. Se saben amados. El amor todo lo cambia. La alegría verdadera no desaparece ante las contrariedades de la vida. ¿Cuáles son las fuentes de mi alegría? ¿Dónde reposa mi amor tranquilo? Es la paz que anhelo. La de saberme amado en mi verdad. Esa alegría de Jesús que me llama por mi nombre y me dice que lo busque en Galilea. Que haga memoria. Que vuelva al origen de mi historia de amor con Él. A la primera llamada. Galilea tiene que ver con mi vocación primera a seguir sus pasos. Con el primer fuego del enamoramiento que ardió en mi alma. Esa alegría honda que nadie me puede quitar.

Pero no están todos. Falta uno, falta Tomás. «Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: - Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: - Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Tomás está decepcionado. Se sentía amado por Jesús, pero, ahora, todo es diferente. Jesús ha llegado justo cuando él no estaba presente. ¿Cómo sentirse amado entonces? De nada valen las palabras. Son los hechos los que importan. Duele la herida del desamor. Lo que cuentan son las renuncias y los actos de entrega. No valen las promesas vacías. Jesús dijo que los amaba. Compartió esa última cena. Vivió con ellos tantos momentos. ¿Por qué había sido él excluido de ese encuentro de alegría? Tomás se siente abandonado, triste, decepcionado. No es un hijo predilecto. Él esperaba otra cosa. Soñaba con ver a Jesús vivo. Escuchar su voz. Sentir su abrazo. ¿Cómo iba a creer si no había visto? Todos habían visto. Pero él no cree a todos. Son sus hermanos, pero está dolido. ¡Cuántas veces mi herida no me deja ver la realidad tal y como es! Me duele tanto la herida que no soy capaz de mirar con claridad. Mi corazón está enfermo. Sangro en lo más profundo. No he sido amado. No me han mirado con amor. No he sido importante. En la vida quiero ser importante y dejar huella. Quiero figurar y que me recuerden. Pero el olvido duele en las entrañas. Mi nombre insignificante borrado tan fácilmente. Nadie me recuerda. Todos me olvidan. El dolor de Tomás es profundo y sincero. No lo han visto. Ha sido invisible para Dios. Por eso es más profunda la alegría cuando Jesús vuelve a aparecerse sólo por él. A Jesús le importo yo: «A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: - Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: - Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: - ¡Señor Mío y Dios Mío! Jesús le dijo: - ¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Tomás recibe el amor de Jesús. Ha vuelto sólo para estar con él. Hizo falta ese abandono, para experimentar un amor aún más profundo. Me impresiona ese encuentro. Han pasado ocho días. Los ocho días de Pascua. Y en ese momento experimenta el amor de Jesús. Este domingo la Iglesia recuerda la Divina misericordia. Dios es misericordioso y sale a mi encuentro, regresa para amarme. Por eso hoy rezo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia». Doy gracias al mirar a Dios que me abraza y me dice que no tema. Su misericordia infinita me consuela cuando me encuentro perdido en mi miseria. Incapaz de amarme a mí mismo. Torpe para amar mi pobreza. Necesito mirar a Jesús que viene hasta mí como hoy sucede con Tomás. Me busca a mí. No viene por todos. Viene sólo por mí. Necesito una confianza filial en un Dios que es Padre y nunca se olvida de su hijo: «Confianza filial con Dios, esperar mucho. Confío siempre, aunque peque mucho porque se basa en su infinita misericordia»[4]. Aún pecando mucho, confío. Aún alejándome de mi Padre, confío en que siempre va a salir a mi encuentro para que toque sus heridas, y meta mi mano en su costado abierto. Esa misericordia de Dios es la que me consuela en medio de mis miedos y mis dudas. Jesús no se olvida de mí. No se olvida de Tomás. Lo busca en medio de las noches. Sale a su encuentro y se somete a su petición pueril. Quiere meter su dedo en sus heridas. Quiere comprobar por sí mismo la verdad de las cosas. Y Tomás tocó sus llagas sagradas. Dudó y fue amado. Y su herida se llenó de luz. Yo también estoy herido. He vivido el olvido, el desprecio. Quiero comprobar por mí mismo lo que es verdad y lo que es mentira. Deseo tocar las heridas de Jesús. Que no me engañen. No soy tan confiado. Desconfío. Creo que siempre es lo mismo. Mi herida de amor me vuelve inseguro. Temo que me hagan daño. Guardo rencor. Me han defraudado. No han estado a la altura. Me han herido con desprecios y olvidos. Como dice un dicho popular: «No hay mayor desprecio que no hacer aprecio». Y entonces vivo herido. Guardo rencor y resentimiento: «El resentimiento es la ira congelada»[5]. Anhelo en mi corazón la venganza. Que otros sufran el desprecio que yo sufro. Y pongo condiciones imposibles a la vida. Si Dios existe y me ama, que cambie todo a mi alrededor. Que me convierta en una persona maravillosa. Que logre que todos me amen de forma incondicional. Le pongo condiciones absurdas a Dios. Si me ama de verdad, me digo, que me lo demuestre. Porque no me bastan las palabras ni las promesas. Pongo condiciones para creer, para seguir sus pasos, para amar. Todo porque estoy herido. No es la primera vez. De nuevo sangra mi herida. Hoy me siento como Tomás. Incapaz de creer si no toco el amor de Dios. Si no lo palpo con mis dedos. Mi fe está condicionada por el amor. Si soy amado, creo. Si no soy amado, dudo. Así de sencillo. ¿No es así en mi vida? Digo creer, pero le pongo condiciones a Dios. Digo amar y sólo lo hago si antes me aman y me demuestran que me quieren. Estoy tan herido. Y guardo rencores congelados cuando vivo el desprecio, la indiferencia, el olvido. Cuando me vuelvo invisible y nadie valora todo lo que hago. Necesito tocar las heridas de Jesús. Necesito recibir su amor cálido, el calor de su abrazo.

Hoy Jesús envía a sus discípulos. Les da la paz al entrar y les regala su Espíritu Santo. Les hace portadores de una misión. En la fuerza del Espíritu los manda al mundo a llevar su alegría: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: - Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Los manda con la misión de ser portadores de la misericordia de Dios. Los manda para que luego puedan hacer ellos prodigios de amor: «Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo». El Espíritu cambiará sus corazones y los hará capaces de lo imposible. Dejarán de tener miedo. Tendrán paz pase lo que pase. Ya no les importará tanto perder la vida. Quizás es el cambio que más me impresiona. Que no les importe perder la vida, nada de lo que poseen. Que no teman por sus planes, por la realización de sus deseos. Yo vivo apegado a mis deseos, a mis planes, a mis sueños. Me aferro a ellos como un náufrago a su tabla en medio del mar. Pero los apóstoles ya no temen. El Espíritu puede lograr el milagro en esos hombres que le han perdido el miedo a la vida. Ya saben a quien pertenecen. Tienen hondas raíces en el corazón de Jesús. Aman a ese hombre resucitado con sus heridas abiertas. A ese hombre lleno de luz y esperanza. Ya saben hacia dónde caminan. ¿Qué puede importarles el resto? Nada. Saben que la victoria de Dios es definitiva. Y que la muerte ha sido vencida para siempre. ¿Por qué tener miedo? Hoy escucho: «No temas: Yo soy el primero y el último, Yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo». Ese Jesús que entra en el cenáculo tiene las llaves del cielo y de la vida. Ha empujado la puerta del paraíso y ha quedado abierta. Ya no tiene poder la muerte. Es la hora de los vivos. Del bien que triunfa. Es una vida eterna que ya nadie puede amenazar. Ni el demonio. Ni el mal. La victoria es de Dios. Y es definitiva. A veces vivo como si esto no fuera verdad. Como si dudara de la victoria final. Vivo angustiado por el presente en el que sufro y amo. Me da miedo la fuerza de la oscuridad, del mal, del pecado. Tiemblo ante el poder del mal que no parece tener límites. Me angustia el futuro. Me asusto temiendo por mi vida. Creo que todo depende de mis fuerzas, de las fuerzas de los hombres. Mi mirada es muy limitada. Vivo con miedo cuando sé que Cristo ha resucitado en mí, en los hombres. Él está vivo. La muerte ha sido vencida. Hoy quiero que Jesús venga a mi vida, entre por las puertas cerradas de mi alma y me dé su paz. Hasta tres veces lo ha repetido hoy. Que la paz esté conmigo. Quiere que se alejen mis miedos. Quiere que tenga alegría y desaparezca mi tristeza. Quiere que posea su Espíritu. Me regala una misión inmensa. La misma que le dio a los discípulos. También a mí me envía en medio de los hombres cargado con su misericordia. Tengo la misión de llevar su amor y su perdón a todos los hombres. Porque el hombre de hoy no conoce el perdón de Dios y tiene miedo a su justicia. Los apóstoles reciben el poder de perdonar los pecados. Pueden ser cauce de esa misericordia infinita. Yo también estoy llamado a reflejar con mi vida esa misericordia divina. Ese perdón que Dios me regala en medio de todas mis faltas y pecados. Ahora puedo vivir sin miedo porque su perdón sana mis heridas. Llena mi pozo vacío. Calma mi tierra reseca. Abre en mi corazón un camino de esperanza. Su perdón infinito me da paz. Su perdón inmenso. Quiero ser portador de su misericordia.

 



[1] Cardenal Robert Sarah, La fuerza del silencio, 75

[2] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[3] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal

[4] Jacques Philippe, Si conocieras el don de Dios

[5] Henri J. M. Nouwen, Esta noche en casa. Más reflexiones sobre la parábola del hijo pródigo

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