Homilía del padre Carlos Padilla - 3 de abril de 2022

Sábado 2 de abril de 2022 | Carlos Padilla

V Domingo Cuaresma

Isaías 43:16-21; Filipenses 3:8-14; Juan 8:1-11

«Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra. E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando»

3 abril 2022    P. Carlos Padilla Esteban

«Sólo sé que la vida se juega en las decisiones que hoy tomo. Y decido así vivir confiado y sonriéndole a la vida. Amando hoy porque mañana no sé si podré hacerlo»

Hay cosas que no quiero cambiar en mí, porque me gustan. Sé que a otros pueden parecerles inapropiadas, pero siento que son parte de mí, de mi esencia. Me gusta mi forma de sufrir la vida, de enfrentar con pasión todo lo que vivo. Me gusta mi manera de alegrarme y reír. No me gustan otras cosas. Algunas sé que permanecen en mí para recordarme continuamente que estoy hecho de barro, que no soy oro puro. Me impresiona esa debilidad mía, tan lejana a la fortaleza que deseo. Estar contento con lo que soy es un camino para vivir feliz. Porque es mi mirada sobre las cosas las que lo cambia todo. El otro día en el Waze aparecía que en una calle no había tráfico, decía que estaba despejada. Yo miraba la calle llena de coches y pensaba, no hay coches, si waze dice que no existen. No quise chocar con ellos a ver si eran de verdad. En Google maps aparece un río lleno de agua, pero me acerco y está seco. ¿Será más real lo que dice la aplicación que lo que veo? ¿O es la realidad más fuerte? Entonces recuerdo que yo muchas veces pretendo que lo que pienso sobre las cosas sea más real que la realidad misma. O mis expectativas más reales que lo que luego sucede. Decía Marco Aurelio: «Si te afliges por alguna causa, no es la causa lo que te importuna, sino el juicio que haces de la misma. Borrar ese juicio depende de ti». No puedo borrar la causa. No puedo borrar los coches de la calle que no me dejan avanzar. No puedo hacer que el río tenga agua. No logro que llueva para acabar con la sequía. Lo que sí puedo hacer es cambiar mi forma de pensar, la interpretación que hago de la realidad. Por mucho que me digan que soy muy inteligente no lo soy más que cuando me dicen que soy muy necio. Un comentario o afirmación sobre mi persona no me cambia. Pero puede influir en mi pensamiento, puede alterar mi ánimo y hacer que no quiera crecer ni luchar. Por eso un halago puede darme fuerzas. Y una crítica puede hundirme. Pero también un comentario negativo me permite seguir viendo áreas de oportunidad en las que mejorar. Mientras que las alabanzas continuas debilitan mi voluntad y aumentan mi vanidad. Puedo cambiar mi forma de pensar y las expectativas que tengo sobre las cosas. Y los criterios que deciden mi forma de comportarme. Decía el Papa Francisco: «La Cuaresma nos invita a la conversión, a cambiar de mentalidad, para que la verdad y la belleza de nuestra vida no radiquen tanto en el poseer cuanto en el dar, no estén tanto en el acumular cuanto en sembrar el bien y compartir». No quiero poseer, no quiero acumular. Si el deseo de compartir, de dar, de entregarme es más fuerte en mí que mi egoísmo algo estará cambiando a mi alrededor. No podré eliminar los coches que no me dejan pasar, pero sí podré vivir con paciencia la demora en mi viaje. No podré lograr que el agua aumente su caudal, que la lluvia baje de los cielos. Pero sí podré ser más ahorrativo en el consumo del agua y más generoso con los que no tienen. La realidad es la que es. Y yo puedo cambiarla cambiando mi mirada sobre ella. Igual que puedo hacer que una persona sea mejor si la trato con ternura y misericordia. Las palabras se olvidan, pero las obras quedan grabadas en el alma del que recibe amor en su vida. Y ese amor recibido logra que quiera ser mejor, más generoso. Ver a personas que en medio de esta guerra van a ayudar y muestran su lado solidario me anima a mí a sembrar semillas de paz a mi alrededor. Puedo hacer que sea mejor mi entorno, mi vida, las personas que me rodean. Puedo lograr que los demás sean más libres si yo me comporto con libertad. Y puedo mostrar un Dios misericordioso si mi actitud no es la del juez sin misericordia. No es tan sencillo cambiar mi forma de pensar y de mirar. Porque aprendí a hacerlo desde niño, en mi hogar. Y si allí recibí desprecio y falta de cariño es muy difícil que yo pueda dar lo que no me han dado. No sabré hacerlo. Si me enseñan a desear lo que no tengo y tratar de conseguirlo, incluso con la violencia, acabaré haciendo lo mismo cuando crezca. Si la infidelidad y el faltar a la palabra dada es lo habitual a mi alrededor, es difícil que yo no quiera hacer lo mismo cuando hable y me encuentre con otras personas. La generosidad no se aprende leyendo libros. Tampoco aprendo a confiar viendo una película. Son los ejemplos de hombres débiles y limitados los que me enseñan cómo me ama Dios y cómo quiere que yo ame.

La actitud en la vida lo es todo. Me lo dicen los especialistas, los coach, los terapeutas, los consejeros, los sicólogos, me lo dice Dios. El otro día leía las declaraciones de un tenista, Rafael Nadal: «Estoy jugando con la actitud adecuada, positiva en todo momento, sin quejarme en ningún momento de nada. Es momento de hacer un ejercicio de humildad, de aceptar que las cosas no van a ser perfectas, que habrá momentos en que van a estar complicadas. En general, ha habido muchos más momentos positivos que malos. Los malos se han podido superar y aquí estamos. Estoy increíblemente feliz y disfrutando este momento». La actitud adecuada, positiva, sin quejas, humilde. No siempre lo hago y me siento en tensión. Vivo quejándome de lo que me sucede. Comenta Jon Butcher: «Mi mente es muy valiosa. Debo protegerla, cuidarla. No quiero basura en mi mente. La mejor prueba de tu inteligencia es cómo la aplicas en tu vida. Si mi vida es un desastre no soy tan inteligente. La verdadera inteligencia es vivir con conciencia. Yo decido en qué pensar». La actitud y la forma cómo pienso y veo lo que estoy viviendo, lo que estoy haciendo es lo que hace que mi vida no sea un desastre. Pero una vida perdida, desastrosa, incoherente, rota, es expresión de una forma de pensar y entender las cosas. No me sorprende la forma de pensar de aquellos que viven infelices. Porque las decisiones que tomo vienen precedidas de pensamientos equivocados. Y así no puede salir bien. Encontrar personas maduras emocionalmente es casi un milagro. Miro mi corazón y veo sus inmadureces. No hago lo que pienso que es lo mejor. No actúo como pienso que sería mejor. Mi pensamiento es el que está roto y equivocado. Creo que los demás son los que están mal y no veo mi propia debilidad y pecado. O me creo merecedor de un amor que es siempre un don, nunca una exigencia. Veo que tengo celos y no le pido ayuda a alguien para mejorar. No basta con decir que soy así, que es mi fragilidad. Hago la vida insoportable a otros y no pienso que tendría que cambiar mi forma de ver la vida. Quiero controlarlo todo para que no se me escape de las manos y no me doy cuenta de lo nociva que es esa actitud en mi corazón y el daño que me hace. El control me tensiona. Dejar que sea Dios el que conduzca mi vida me acaba pareciendo una irresponsabilidad. Como si pensara que Dios no sabe nada y no me va a hacer feliz. dejo de confiar en su llamada, en su elección, en su amor predilecto. Miro a los demás y no veo en ellos su fragilidad. Interpreto sus actos y no veo bondad en ellos. No me resultan las cosas como deseaba, como esperaba y le echo la culpa al universo, a los demás, nunca a mí mismo. Y ante las pequeñas derrotas no soy capaz de mirarlas con perspectiva y alegrarme con los logros obtenidos. Mi forma de pensar es la que me salva o condena. Las personas maduras emocionalmente lo son porque han aprendido a pensar de forma sana. Y sus pensamientos las construyen por dentro. no se comparan, están seguras desde lo que son, no pretenden ser diferentes a quienes son. Se aceptan en su verdad, sin ser esta completa, plena, o perfecta. Reconocen las caídas como parte de un camino y buscan soluciones para mejorar. Nunca se estancan echando la culpa a otros. Avanzan paso a paso con humildad, sin detenerse, sin dejar de luchar. Reconocen que lo pueden hacer todo mejor pero tampoco se obsesionan. Aceptan que las cosas son las que son y las circunstancias no se pueden alterar. Simplemente aceptan los propios errores y los límites del entorno en el que les toca vivir. Saben ver siempre la botella medio llena y en los errores entienden que hay segundas oportunidades, siempre pueden volver a empezar. Nada es definitivo salvo el día de la muerte y mientras tanto comprenden que el perdón es lo único que me permite seguir avanzando. Sin perdón, no hay salida en mi vida. Si me quedo atado a mis resentimientos y sentimientos de culpa no lograré avanzar un solo paso. Viviré enzarzado con los que me rodean viendo en ellos enemigos dispuestos a entorpecer mis pasos. Juzgaré sus actitudes sin comprender que ellos, al igual que yo, hablan desde su herida. Me faltará misericordia y los condenaré porque yo tampoco he recibido el perdón de nadie. Las ideas equivocadas sobre la vida y sobre el mundo me harán incapaz de enfrentar con madurez los problemas. Los evitaré para que sean otros los que los resuelvan. No aceptaré a las personas a mi alrededor, porque veré en ellos competidores que quieren quitarme el puesto. Abusaré de mi poder cuando lo tenga porque no sabré qué hacer con la responsabilidad que se me ha confiado. Mi inmadurez en mi forma de pensar me hará infeliz. Por eso necesito ordenar mis ideas, cambiar mis prejuicios, dejar a un lado los miedos. Confiar en que las cosas están en manos de Dios y yo no puedo controlarlo todo. Pero sí puedo aprender a vivir renunciando y aceptando las cosas como son. Es un paso sabio.

Tengo miedos ocultos. Miedos que brotan en el corazón al pensar en el futuro. Quizás porque el que ama siempre tiene miedo. El que sueña, el que se entrega. Miedo a perder lo que amo y a quien amo. Es lo más humano, lo más verdadero. No tener miedo es propio de una máquina, de alguien sin sentimientos. Tener miedo a lo que pueda suceder es lo que me hace más creatura. Incapaz de controlar la vida, el futuro, lo que va a suceder. Trato de torcerle la mano al futuro con mi oración, pidiéndole a Dios que no permita que suceda lo que más temo. Pero al final, sucede y sólo me queda un camino: confiar. La súplica más ardiente en mi vida es pensar que Dios puede lograr en mí una confianza sagrada. Quizás ahí es donde nacen los santos. En ese momento en el que se abandonan dejando que el timón de la barca lo tome Dios en sus manos. Cuando rezo el padrenuestro en la intimidad del alma lo suplico. Pido confiar en esa voluntad que puede no ser la mía. Que crea en ese amor que no me va a dejar nunca aunque parezca que nada es como yo deseo. Mis miedos son reales y pueden concretarse. O puede ser el miedo por cosas que no llegan nunca a suceder. Me gustaría cambiar el pasado para que no siga doliendo. Y sé que sólo desde el perdón como don, como gracia, así podré seguir construyendo. Me gustaría alterar mi presente y sé que sólo mi sí incondicional y valiente puede hacerlo. Me gustaría determinar lo que va a suceder para no vivir siempre en la incertidumbre. Tengo miedo a confiar demasiado. Miedo a soltar el control y dejar que sea Dios quien me saque de mi atolladero. Es duro el miedo que se mete bajo la piel y me paraliza. ¿Qué es lo peor que me puede suceder, cuál es el peor escenario imaginable? Mi imaginación inventa desastres posibles y tiene miedo. Como esos niños que lejos de la mano de su padre vagan sin rumbo. Miedo a una guerra que crea incertidumbres. Miedo a una muerte posible y terrible. Miedo a una pandemia que no acaba de pasar y sigue alterando mis planes. Miedo a que mis sueños no se hagan realidad. Miedo a no ser aceptado por las personas a las que amo. Miedo al rechazo y a la soledad. miedo al fracaso y al olvido del mundo. ¿Cómo lo hago para vivir en paz en medio de mis miedos? Se acerca la Semana Santa y siento el miedo en los discípulos, en María, en aquellos que querían a Jesús y temían por su vida, por su propia vida también. Y yo sigo con miedo, a sufrir, a perder, a ser juzgado, condenado, criticado. Miedo a no ser valorado. Decía el Papa Francisco: «La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, proyectos, rutinas y prioridades. Cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad y pone al descubierto todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. Nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo». En medio de las tempestades del tiempo presente experimento que soy vulnerables y débil. No soy mi salvador, no salvo a nadie. Estoy en las manos de ese Dios que me quiere y yo me olvido de tanto amor y cuidado. Vuelvo la mirada hacia Dios. No quiero vivir sin miedo, porque así valoro más lo que tengo y soy más agradecido. Pero le pido a Dios que me enseñe a confiar más, a dejarme llevar en sus manos de Padre. Quiero comprender que no puedo añadir un día más de vida a mi historia, ni a la de aquellos con los que camino. No puedo cambiar el destino forzando la mano. No puedo pretender vivir seguro el presente. Sólo me queda la confianza en el miedo y eso es un don que pido. No pretendo dejar de ser vulnerable porque eso es lo que me hace más hijo. Pero no deseo que el miedo me bloquee y me llene de angustia y ansiedad. La paz en el alma es un don que busco. Esta guerra y esta pandemia alteran mi ánimo. Y parece que todo se tambalea y cae. Como una torre aparentemente firme que se derrumba. Ya nada me pertenece, todo es un don inmerecido que suplico de rodillas. Vivir un día más, amar unas horas más, descansar en el amor de Dios cada día de mi vida. Es sencillo y a la vez me parece imposible. No me ato al presente que disfruto. Vivo al día sin querer forzar el mañana. Sólo sé que la vida se juega en las decisiones que hoy tomo. Y decido así vivir confiado y sonriéndole a la vida. Amando hoy porque mañana no sé si podré hacerlo. Dando la vida hoy porque el futuro no me pertenece. Doy gracias a Dios por lo vivido y no me amargo cuando las cosas no salen como tenía previsto. Sencillamente confío y creo que Dios no se baja nunca de mi barca en medio de las peores tormentas. Sujeta mi mano y me pide que crea, que confíe, que sepa que nada me va a pasar. Esa paz es la que suplico. Nada podrá alterar mi ánimo. Porque Jesús camina conmigo.

Me gusta pensar en este tiempo de cuaresma en un Dios que cuida mi camino. Un Dios que sale a mi encuentro para salvarme en medio de mis dificultades y miedos. Hoy escucho: «Sí, pongo en el desierto un camino, ríos en el páramo. Las bestias del campo me darán gloria, los chacales y los avestruces, pues pondré agua en el desierto y ríos en la soledad para dar de beber a mi pueblo elegido. El pueblo que yo me he formado contará mis alabanzas». En el desierto de mi vida pone un camino. Cuando tengo dudas y no sé si voy por el camino correcto, Él me ayuda a verlo, a discernir lo correcto. El desierto es confuso y no es fácil saber hacia dónde voy. Así pasa a veces en mi desierto. No sé si estoy tomando las decisiones correctas. En esos momentos de dudas Él sale dibujando un camino en mi ruta y diciéndome por dónde ir. Su mirada me salva, me levanta, me llena el alma. Esa voz que me dice que no debo tener miedo porque no me va a dejar solo. Al ver todo lo que hace en mi vida le doy gracias a Dios, lo alabo, canto y agradezco por todo lo que hace en mí. No tengo miedo al desierto ni tampoco al páramo. El agua es fundamental y me doy cuenta cuando me falta. También en el páramo de mi vida cuando tengo sed Dios hace nacer un río para que pueda beber y caminar seguro. Malgasto el agua o le doy poco valor, hasta que no hay. Experimentar la necesidad me hace siempre volver la mirada hacia Dios. Cuando el corazón está saciado no necesito volverme hacia Dios, no me hace falta. Cuando sufro la carencia y el hambre, el cansancio y la sed, la desorientación y el miedo, entonces sí necesito volver la mirada hacia el Dios de mi historia. En el salmo me dirijo al Dios que va conmigo y exclamo: «¡Grandes cosas ha hecho Dios con éstos! ¡Sí, grandes cosas hizo con nosotros el Señor, el gozo nos colmaba! Los que siembran con lágrimas cosechan entre cánticos. Al ir, va llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando trayendo sus gavillas». Muchas veces he llorado en mi vida. He sentido dolor y las lágrimas han anegado mis ojos. En esos momentos de dolor lloraba como los que con lágrimas cargaban las semillas. El esfuerzo de la semilla enterrada. La lucha por salir adelante. El trabajo para lograr el fruto anhelado. Es el sueño que llevo dentro de mí. En este tiempo de desierto cuaresmal le pido a Dios que me enseñe a valorar lo que tengo. A dejar de fijarme en lo que me falta. Que me haga libre de tantos bienes del mundo que no calman mi sed. Dice hoy el apóstol: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo. Continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús». No he alcanzado a Cristo en esta carrera de la vida. Más bien es Él quien se detiene y me espera o va a buscarme Cuando me he perdido y voy vagando por el desierto, perdido. Jesús quiere caminar conmigo aunque soy yo el que se empeña en pretender alcanzarlo. No importa el esfuerzo o la lucha. Pero quiero liberarme de los pesos de la vida que no me dejan correr. Quiero dejar atrás lo que me duele para poder caminar confiado a su encuentro. La cuaresma y la Semana Santa son una oportunidad sagrada para ese encuentro lleno de alegría. Ese momento en el que pueda descansar en su regazo y dejar en sus manos todos mis miedos. Quiero aprender a darme cuenta de su misericordia. Para eso me sirven estos días. Doy gracias a Dios por todo lo que me da. No me siento mejor que otros ni creo haber alcanzado a Cristo en la carrera. Me veo tan lejos, tan pequeño, tan miserable. Le pido a Dios cada mañana que no me haga sentir salvado, sanado y liberado. Porque esa sensación puede ser la que me aleje de Dios. Sólo cuando vivo la gratuidad en mi vida puedo pasar los días sin exigirle nada a Dios ni a los hombres. Cuando me siento rescatado en mi indigencia sólo puedo agradecer. Y lo que ensancha el alma siempre es la gratitud. Le agradezco a Dios por su bondad, por su misericordia, por todo lo que hace en mí. Sé que sólo él puede rescatarme de todos mis miedos. Puede salvarme de todas mis batallas. Y puede darme una paz del corazón que suplico como don cada mañana. Quiero vivir confiado en sus manos en medio del camino que ha diseñado para mí en el desierto. Gracias a esa agua que ha vertido sobre mí en mi páramo, para que no tenga sed. Me gusta ese Dios que sale a mi encuentro en este tiempo de conversión. Quisiera que viniera a mí y eliminara todo lo que no me gusta de mi corazón. Él no lo hace. Y sólo me dice que no tenga miedo, que confíe, que su gracia me basta para enfrentar las dificultades. Y que cuando pierda y fracase, cuando me ofendan y no sea el centro de todas las alabanzas, cuando la cruz me duela y desee no seguir viviendo, en esos momentos de oscuridad su amor viene a salvarme. Su luz se enciende en medio de mi oscuridad para desvelarme por dónde tengo que ir. Dejo en sus manos lo que me intranquiliza, lo que me angustia, lo que me tienta y me hace caer en la vanidad por lo logrado. Sé que sólo la humildad me hace humano. Sólo las derrotas me llevan a clamar por misericordia.

Una mujer pecadora es acusada y llevada ante Jesús. Parece que todos quieren condenarla. Y le preguntan a Jesús qué tendrían que hacer: «Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: - Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?». Cumplir la ley es necesario. Para que nadie deje de escuchar lo que Dios pide. Es grave el pecado, es público y doloroso. La costumbre es lapidar a la mujer adúltera. Jesús es judío, conocedor de la ley. Le preguntan para ponerlo a prueba, como siempre hacen los fariseos con Él: «Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra». Jesús no entra en el juego, escribe sobre la arena. Siempre me impresiona esa imagen. Jesús escribiendo sobre la arena. ¿Qué escribiría? Se han dicho muchas cosas, que escribía los pecados de los que estaban allí presentes. Puede ser, nunca lo sabré. Pero sí sé que Jesús guardó silencio. No acusó a nadie. No dijo quiénes habían pecado de los que estaban presentes. El mundo de hoy quiere saber mi opinión sobre todo. Y yo caigo en ese juego y la digo, la grito, la escribo. Que sepan lo que pienso del último acontecimiento en mi ciudad, en mi país, en el mundo. Que me exprese y dé mi opinión. Opinar es gratis y las redes sociales se llenan de opiniones. Unos condenan a otros, otros los absuelven. Algunos atacan a los que atacan, otros a los que defienden. Cualquiera puede absolver y condenar. Es muy fácil condenar a los demás cuando su comportamiento no me convence. Tengo mis ideas. Y repruebo a los que no piensan como yo. Me rebelo contra ellos que son tan diferentes. Y manifiesto mi opinión para que el mundo sepa. No puedo evitarlo. Es como si no pudiera callarme y escribir sobre la arena. Lo que me impresiona es que escribir sobre la arena es muy frágil, no es sobre roca. Lo escrito sobre la arena puede borrarse con facilidad. Tal vez así son los pecados que cometo. Quedan escritos sobre la arena y pasa el viento, o corre el agua y desaparecen, no pueden leerse. Dicen que ahora todo lo que hacemos queda registrado en un Dios inmisericorde llamado google. Que no olvida, todo lo retiene. Y siempre tiene el poder de condenarte por lo que un día hiciste. No creo en ese Dios inmisericorde. Creo más en un Dios que escribe en Jesús sobre la arena. Para que pueda borrarse todo y desaparecer. Dios siempre olvida. Puede que los hombres no olviden, o internet no lo haga. Pero Dios sí y eso me consuela. No todo lo que hago está bien, no todos mis actos son virtuosos. Me gusta la actitud de Jesús que guarda silencio y no condena. Sólo escribe. No condena a esa mujer a la que todos condenan. A veces en las redes sociales todos condenan y yo me uno en esa condena pública, en ese escarnio del que no actuó bien. Voy con la vara de medir para ver quiénes son buenos y quiénes malos. Decido quién merece el castigo y quién el aplauso. Esa actitud de los fariseos es la mía. Y quiero que Dios me dé la razón. Actuaron mal, merecen mi reprobación y la del mundo, merecen un castigo y el olvido. Y soy un juez sin misericordia que vive juzgando las incoherencias de los demás. Quizás con mi propio pecado soy más benévolo. Pero con el pecado ajeno no. El otro día leía: «Fácil es juzgar y opinar, incluso criticar y hasta condenar el actuar del otro desde la cómoda barrera de tu propia existencia»[1]. Es lo que yo hago, lo que muchos hacen. Y me quedo tranquilo con mi juicio. Tengo opinión sobre todo, incluso sobre aquello que no sé. Los demás hacen mal las cosas, y yo nunca estoy en ese grupo de los que lo hacen mal, curioso. Es como si sólo yo tuviera el juicio correcto, la opinión verdadera, la actitud más sensata. Me doy pena cuando me pillo en estos pensamientos tan limitantes y pobres. Me asusto al verme tan juez, tan falto de misericordia con los demás sin mirar nunca mis propios pecados, mi corazón que peca y es infiel.

Por eso me resultan difíciles las palabras de Jesús: «Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: - Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra. E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra». Yo no estoy libre de pecado. Ojalá lo estuviera, para sentirme mejor conmigo mismo, orgulloso de mi capacidad. En ocasiones creo que si no pecara todo sería perfecto. Y es cierto que el pecado me hace daño. En primer lugar a mí, por que me encierra en dependencias, me vuelve egoísta y egocéntrico, me lleva a dejar a un lado a mi prójimo e ignorar sus necesidades y problemas. El pecado además me aleja de Dios. Porque cuando peco me siento indigno y creo que Dios no querrá estar cerca de mí porque estoy sucio. El pecado despierta en mí la violencia, el deseo de venganza, las ganas de dañar a otros. El pecado me aísla porque es una búsqueda enfermiza de una felicidad que no es la verdadera. El pecado me lleva a poner el interés en lo que no me hace bien, en lo que no es bueno para mi vida. El pecado es parte de mí y nunca podré erradicarlo, sería ingenuo pensar así. Forma parte de mi existencia. Soy así, pecador, y mi pecado me recuerda que Dios tiene la última palabra sobre mi vida, y no yo con mis logros y acciones meritorias. El pecado me vuelve vulnerable, débil, herido. Desde el pecado clamo a Dios para que me oiga y me perdona, para que venga hasta mí dispuesto a abrazarme. Ese pecado del que quiero huir se puede convertir en mi salvación. Porque cuando nada puedo es cuando Dios lo puede todo en mí y viene a rescatarme. Esa forma de enfrentar el pecado es la que me salva. No pretendo que no exista en mi vida. Busco pecar menos, pero sé que el amor de Dios y su mirada sobre mí es lo que levanta mi ánimo y me da vida. En mi miseria Él me levanta y me salva. Lo malo es que aún siendo consciente de mi pecado veo con mucha facilidad lo mal que hacen las cosas los demás. Los veo más egoístas, más pecadores. Tienen más orgullo, más vanidad, menos humanidad. Veo que son más débiles y menos sabios. Cuando me pongo a criticar me quedo solo. Nadie se salva de mi condena. Arrojo las piedras, aún siendo yo también culpable de muchos males. No me importa, sólo veo el mal que hacen los demás y me escandalizo. Por eso hoy me vienen muy bien las palabras de Jesús. Si yo estuviera libre de pecado quizás podría decir algo. Pero si no lo estoy mejor hago lo que hacen ellos, irme a casa en silencio: «Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio». Y Jesús se quedó solo con la mujer pecadora. La diferencia era que su pecado era conocido, pero el de los hombres que la acusaban era privado. Nadie los conocía, sólo ellos eran conscientes de su debilidad. Nadie los acusa a ellos pero ellos mismos se reconocen culpables. Esa escena siempre me sobrecoge. Todos se quedan pensando. Sobre todo los de más edad que han vivido más y posiblemente guarden más pecados. Y se van en silencio. Ya nadie acusa a la mujer. Ha pasado a un segundo plano. ¿Qué escribiría Jesús en la arena? ¿Tal vez los acusaba? No lo sé. Pero lo cierto es que todos se sienten interpelados y se alejan de la escena. Sólo quedan ellos dos, Jesús y la mujer adúltera: «Incorporándose Jesús le dijo: - Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: -Nadie, Señor. Jesús le dijo: - Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más». Nadie la condena, Jesús tampoco. Entonces la mujer puede irse en paz. Y se va dispuesta a no volver a pecar. Así suele ser cuando me confieso y me absuelven. Nadie me condena. Yo mismo me he acusado y he contado mi debilidad, mi pecado privado, no hace falta que otros lo conozcan. Y recibo ese perdón de Dios que no merezco. Nadie me condena, tampoco Dios. y me alejo dispuesto a no pecar nunca más. Caeré de nuevo, lo sé. Tocaré la debilidad de mi carne y no lograré estar a la altura de las circunstancias. Me dejaré llevar por mis instintos. Tendré que reconocer mi pecado, mi debilidad, mi miseria y dejar que Dios me toque con su mano salvadora. Vete y no peques más, me dirá al oído. Y yo lo guardaré, no como una advertencia, más bien como un consejo, como un deseo. Porque el pecado me envenena, me vuelve mezquino, me empobrece. Siento que la misericordia de Jesús es profética e incomoda. Siempre es así. Prefiero lanzar las piedras al culpable, al pecador, para que pague su pecado. Roberto Grosche escribía en un artículo de 1955/56 titulado «El elemento profético en la Iglesia»: «Cuando en la Iglesia se anuncia algo nuevo, el ministerio ‘huele’ enseguida al ‘hereje’. Justamente porque ama a la Iglesia, el profeta no se deja expulsar de ella ni inducir a renunciar a su misión». Jesús es ese profeta que anuncia una esperanza para el pecador, para el rechazado por los hombres. Y esa misericordia resulta incómoda y molesta. Parece excesiva. ¿Dónde queda la justicia? Anunciar la misericordia es un gesto profético. Jesús lo hizo. La ley de Moisés es más clara, y dice que la adultera ha de pagar por su pecado. Pero Jesús es profético y habla de un Dios misericordia que los fariseos no logran aceptar. Por eso lo persiguen y buscan su muerte. Jesús huele a hereje. Y debe morir. El hecho de dejar libre a una mujer que ha pecado públicamente no tiene perdón. Es inadmisible. Esa actitud de Jesús los irrita. A mí me conmueve. Su valor y su misericordia. Va contra lo que dice la ley y pone por encima el amor, la misericordia, el perdón de un Dios que ama a su pueblo. Pero no será bien visto y querrán acabar con su vida. Quisiera optar siempre por la misericordia. Al mirar a mi hermano, al que peca, al mirarme a mí mismo. Con esa mirada de misericordia me mira Dios siempre y me salva.

 

 



[1] Paloma Sánchez-Garnica, Mi recuerdo es más fuerte que tu olvido

Comentarios
Total comentarios: 1
03/04/2022 - 07:29:41  
Gracias
Inspirador!

John
Dubai
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