Homilía del padre Carlos Padilla - 7 de abril

Domingo 7 de abril de 2024 | Carlos Padilla

II Domingo de Pascua 

La Divina misericordia

Hechos 4, 32-35; I Juan 5, 1-6; Juan 20, 19-31

«Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas: La paz con vosotros. Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, no seas incrédulo»

7 abril 2024    P. Carlos Padilla Esteban

«Me gustaría ser más libre y menos miedoso. Más alegre y menos contenido. Más audaz y menos cobarde. Me gustaría alegrarme con lo importante y no darle importancia a lo que no la tiene»

La Pascua es el paso de Dios por mi vida. Ese paso que logra que surja la vida de la muerte. Su paso despierta en mi alma una sonrisa y acaba con los pesares y angustias. Dejo atrás los sinsabores y aparto las lágrimas de los ojos. Jesús está vivo y todo lo demás deja de tener importancia. Lamentablemente no siempre tengo claras las prioridades. Me equivoco. Dejo que las muertes tengan todas el mismo peso. Y no valoro los éxitos realmente importantes fijándome sólo en lo superfluo, en lo que no cuenta tanto o no es tan relevante. Lloro por la leche derramada, por la ausencia de un ser querido, por el fracaso de todos mis planes. Lloro por la soledad que me hiere, por las críticas que me hunden, por las pérdidas irremediables y las que tienen una salida. Lloro por cosas sin importancia y por cosas realmente valiosas. ¿Aprenderé algún día a diferenciar lo importante de lo anecdótico? ¿Maduraré algún día en mis amores? Mis prioridades son importantes. Unas mujeres se llenan de temor y alegría el primer día de la semana: «Después de escuchar las palabras del ángel, las mujeres se alejaron a toda prisa del sepulcro, y llenas de temor y de gran alegría, corrieron a dar la noticia a los discípulos. Pero de repente Jesús les salió al encuentro y las saludó. Ellas se le acercaron, le abrazaron los pies y lo adoraron. Entonces les dijo Jesús: - No tengáis miedo. Id a decir a mis hermanos que se dirijan a Galilea. Allá me verán». Las mujeres temen y ríen al mismo tiempo. Y al ver a Jesús quieren tocarlo. Quieren estar con Él, retenerlo para siempre. No pueden calmarse y hacen lo que les pide. Van corriendo a contar lo que han visto y oído. ¿Las creerán? No importa. sólo vale lo que sus ojos han visto. Eso es lo importante. Jesús está vivo. Me gustaría tener esa capacidad para apasionarme, para encenderme, para llenarme de alegría al ver la vida que brota de Jesús. ¿Tienen miedo? Yo sí tengo miedo. Muchas veces tiemblo y pienso que las cosas no van a salir bien. O temo por mí, por mi orgullo, por mi vanidad. Mi nombre, mi fama. ¿Qué importa todo eso? Me gustaría ser más libre y menos miedoso. Más alegre y menos contenido. Más audaz y menos cobarde. Me gustaría alegrarme con lo importante y no darle importancia a lo que no la tiene. Hay tantas cosas intrascendentes. Elegir una cosa u otra. Llorar porque no me hacen caso o no me toman en cuenta. Frustrarme porque no se hace lo que yo creo que es lo mejor. Hay alegrías que superan todos mis temores. Me gustaría hoy reírme de mí mismo, de todos mis miedos estúpidos, de todos mis enojos sin sentido. La vida es mucho más valiosa. Valgo más, Jesús está vivo, ha resucitado. ¿Por qué vivo lleno de angustias y temores? Dios tiene un plan de salvación para mi vida. Dios quiere que venza en mis empresas. Quiere que no me quede quieto llorando ante un sepulcro vacío. ¿Acaso no veo que el cuerpo no está? ¿Necesito tocarlo todo para creer? Basta con que tenga un poco de fe. Basta con que sueñe más allá de la losa descorrida y el vacío de unos lienzos caídos y una losa limpia, ya sin cuerpo. Me gustaría que Jesús viniera a mí como a esas mujeres y me dijera: No temas. Sí, son muchos mis temores y mis angustias. Tal vez porque no sé distinguir lo importante de lo superfluo, lo que cuenta de lo que es intrascendente. Hay muchas cosas que puedo hacer. Hay muchas conquistas que puedo lograr. La vida es breve y si me la tomo en serio puedo recorrer caminos nuevos. Jesús ha vencido la muerte. Ha vencido por encima de mis temores. Ha superado todas mis crisis, ha llenado todos mis vacíos. Jesús tiene las respuestas a todas mis preguntas y sabe lo que tengo que hacer en cada momento. Sólo me pide que confíe, que no viva con miedo. Que acepte las cosas como son y valore lo realmente importante. Que no me quede en los detalles, que no me sienta abrumado por los problemas. No hay problema que no tenga solución. Todo puede ser salvado si confío. Sé que las cosas importantes son las que Jesús quiere entregarme cada mañana. No están atados todos los cabos, no todo está resuelto. Hay muchas cosas que me duelen en el fondo del alma. Y sé que no siempre saldrá la vida como esperaba. Jesús está vivo, el sepulcro está vacío, ¿no me basta con esta certeza para caminar confiado por esta vida?

Lo tengo claro, nunca voy a dejar de hacer planes. Nunca voy a dejar de soñar, aunque duelan los fracasos y el alma sangre. Aunque sienta el dolor de la pérdida y el hueco de la ausencia me destroce muy dentro. No me importa, yo confío. Los discípulos de Emaús son un ejemplo de vida. Ellos venían de esa aldea y lo habían dejado todo por seguir a Jesús. No sé muy bien sus nombres, ni lo que hacían. No aparecen entre los doce. No son de aquellos que dicen alguna frase importante en el Evangelio. Aun así vivieron esa aventura y soñaron con toda su alma. No dejaron de hacer planes. No sé bien cómo sería lo que proyectaban. No me queda claro si ellos también soñaban con un nuevo régimen político. Lo único cierto es que en ese día, cuando regresan a Emaús, están muy tristes: «Lo de Jesús el nazareno, que era un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo. Cómo los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él sería el libertador de Israel, y sin embargo, han pasado ya tres días desde que estas cosas sucedieron». Ellos soñaron, y soñar siempre es libre. Tenían planes, tomaron decisiones y las decisiones marcan la vida de una persona. Creyeron que serían felices con Jesús. Todo sería posible a su lado. Él hacía milagros, curaba a los paralíticos, resucitaba a los muertos, desafiaba a los fariseos con sus sabias palabras. Tenía una autoridad que le venía del cielo. ¿Quién era Él realmente? No lo sabían. Al final de todo había muerto. Cuando menos lo esperaban no hizo ningún truco de magia, no les mostró a todos que Él era el Mesías, no se salvó. ¿Por qué no lo hizo? Los hubiera convencido. Parecía solo un hombre más en aquel madero. Un hombre roto, destrozado, abandonado. Pedro había traicionado al Maestro. Todos habían huido, también ellos. Algunas mujeres habían dicho una locura, que estaba vivo. Era imposible, lo habían visto morir. Ellos no podían creer. El amor hace que uno vea cosas que son imposibles. Por eso decidieron volver a casa. Lo que sabían hacer estaba en Emaús. Allí, en su aldea, podrían empezar una nueva vida. Habían fracasado sus sueños de libertad. Ya no había nadie a quien seguir. ¿Me habré sentido así alguna vez? Hay momentos en los que las dudas llenan el corazón. No todo parece tan perfecto como uno esperaba. Y se desploman esos sueños que parecían invencibles. ¡Qué locura! Creer en lo imposible no siempre resulta. Las expectativas me dan vida, cuando se frustran no sé si tengo la madurez suficiente para seguir creyendo, para volver a empezar. Ese día se desahogaron ante un desconocido y luego sus palabras lograran que ardiera de nuevo su corazón. ¿Quién sería?: «¡Con razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!». Su corazón vuelve a arder. ¿Por qué? Siguen sin entender pero Jesús tiene algo que les impulsa a pedirle que cene con ellos: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer. Y entró para quedarse con ellos. Cuando estaban a la mesa, tomó un pan, pronunció la bendición, lo partió́ y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él se les desapareció». Este momento me ha acompañado desde mi ordenación. ¿Qué tenía de especial esa cena al llegar cansados de un largo camino? Nada. Era sólo pan partido y un gesto de amor. El mismo gesto que Jesús usó con ellos en la última cena. Estaba vivo, era Él. Siempre me emociona pensar que Jesús recorrió un camino inútil para acompañar a dos hombres que habían perdido la esperanza. No espera a que ellos regresen solos, va a buscarlos. Porque los ama. ¡Cuánto los amaría como para caminar en la dirección equivocada! A mí no me gusta nunca caminar en la dirección que no es la correcta. Quiero acertar en la meta, en el destino de mis pasos. Jesús se pone en camino a buscarme. Siempre que hablo de ese momento me emociono. Creo que Jesús recorrió muchos caminos para ir a buscarme. Dejó su comodidad para poder ponerse a mi altura. No le importa el tiempo invertido. Jesús no duda, no teme. Me gusta ese Jesús valiente que lo deja todo por amor a unos pocos, por amor a solo dos hombres con los que no podía contar. Me conmueve la fe de este Jesús. Creía en ellos, no dudaba de los rescoldos de un fuego pasado que aún ardían en su corazón. Bastaba con avivarlos un poco. ¿Qué me pasa cuando estoy triste y pierdo el sentido de mi vida? Jesús viene hasta mí para abrazarme. Deja sus viejos caminos para recorrer los míos. Quiere estar a mi lado y sueña conmigo. Me conmueve ese encuentro en la cena. Ese pan que se parte. La intimidad de haber hecho un camino juntos. Desaparecen las dudas y los miedos. Es posible volver a empezar de nuevo. Es necesario reemprender el camino para llegar más lejos. Me gusta pensar que le vida se juega en las decisiones que tomo. Y que cuando me confundo siempre puedo rectificar. Hay una oportunidad más allá de los miedos que me bloquean y de las angustias que me detienen. Los fracasos alimentan mi fuerza. Puedo luchar más y creer. Si fracaso de nuevo Jesús se llegará a mí para decirme que así tenía que ser todo. Que no debo dudar porque la vida se juega en esos momentos sencillos en los que opto por Dios y me subo a su barca. Instantes sagrados en los que todo es tan sencillo como comenzar de nuevo otro camino.

Llorar es un acto habitual y sano. Más sano que nunca llorar. ¿Lloro con frecuencia? Una persona le preguntaba a un amigo: «¿Has llorado alguna vez?». Y respondía: «Estando sobrio, nunca». Me quedé pensando. ¿Cuántas veces he llorado sacando todo lo que tenía en mi interior? ¿Cuántas veces dejo que la emoción se vierta en lágrimas? ¿Me da miedo llorar delante de otras personas? ¿Se me habrán secado las lágrimas? Miro mi corazón tratando de reconocer el origen de mis emociones. Una pregunta recorre las páginas que narran los días de Pascua. Jesús ha resucitado: «Mujer, ¿por qué lloras?». Una mujer lloraba ante una tumba vacía. ¿Por qué llora? Amaba a Jesús y no entendía nada: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto». ¿Cuál es el motivo de mi llanto cuando lloro? ¿De dónde vienen mi tristeza y mi amargura? ¿Dónde el origen de ese dolor sin nombre que se adentra en mis entrañas? «Mujer, ¿por qué lloras?». Jesús se lo pregunta y ella lo confunde con el hortelano: «Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: - Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré». La tumba vacía sin respuestas despierta inquietud, miedo, tristeza. ¿Qué habrán hecho con el cuerpo del Maestro? O el cuerpo estaba esperándola a ella para ser ungido. O alguien descorrió la losa del sepulcro y escondió el cadáver. ¿Con qué motivo? Preguntas sin respuestas. María tenía un deseo. Velar, acompañar a Jesús muerto. Era lo único que deseaba. Ella lo amaba tanto. La había rescatado de la muerte, de la soledad, del demonio. La había sacado de su pobreza, de su podredumbre. Ella, la mujer pecadora, había sido sanada en su alma. Y ahora estaba muerto. Ella no quería que fuera un liberador político como algunos quisieron. Ella sólo quería caminar con Jesús y llorar a su lado, y sentir su abrazo, su amistad, su mirada de misericordia. María llora porque no puede mostrarle a ese Jesús muerto cuánto lo ama: «Estaba María fuera, junto al sepulcro, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús». Un sepulcro vacío no era aún el signo de la vida, sino del hurto. El cuerpo de Jesús había desaparecido, alguien se lo habría llevado. María no cree en la resurrección todavía. No logra dar el salto de fe. Era muy difícil. Ella sólo quería ungir un cuerpo muerto y ya no estaba. Se frustra, sufre, se angustia. ¿Dónde lo han puesto? Llora dejándose llevar por la impotencia. Llorar es bueno, saca lo que llevo dentro. No quiero que el llanto me paralice y no me deje ver mi siguiente paso. Me gustaría ser más valiente y no paralizarme en mi llanto. Siempre es posible ir más allá de mis lágrimas. Me gustaría que en medio de la tristeza alguien me llamara por mi nombre. Es lo que hoy sucede. «Dicho esto, se vuelve y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: ¡María!. Ella se vuelve y le dice: - ¡Rabbuní!, que significa: - ¡Maestro!». María sólo lo reconoce cuando pronuncia su nombre. A veces mi nombre no lo dicen todos igual. O tal vez no es lo mismo mi nombre dicho por unas personas o por otras. Cuando mi madre decía mi nombre. O mi padre, o mi hermana, o mis seres queridos era distinto. Tiene una hondura diferente mi nombre en esos momentos. Tiene olor a huerto, a campo mojado, ha raíces hondas, a pozo con su brocal, a tierra húmeda, a calor de hogar, a abrazos tiernos. Es como si la voz rasgara mi alma dejando escapar gemidos de dolor, al recordar, al volver a sentir como antes. Es como volver a ser niño, o joven, o hijo, o amigo. Es tocar la historia personal con mano áspera despertando notas dormidas de una melodía siempre nueva. Un eco sagrado de un amor eterno con rasgos humanos. Olores, sonidos, recuerdos. Así era cómo Jesús pronunció aquel María esa mañana. Una densidad nueva, una voz que sólo fue distinta al deletrear esas letras. Las más sagradas dichas por Jesús. Todo se hizo nuevo de repente en el pecho abierto de María. Todo volvió a la vida cuando menos lo esperaba. Todo se llenó de luz en un momento sagrado: «Jesús le dice: - No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: - Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro». María se abrazaría llena de fuerza, de vida, a esos pies que querían salir volando rumbo al cielo. Querría guardarse en su alma hasta la última nota de esa melodía que había vuelto a escuchar. Jesús junto a ella, diciendo su nombre, despertándola del letargo de un sueño amargo. Ya no podía seguir llorando. María estaba llena de luz, de vida. Como si una voz salida del cielo le hubiera devuelto a ella la vida verdadera, la vida eterna. Reiría llorando. Lloraría entre risas. Abrazada a unos pies huidizos. Apartada con delicadeza por aquel que era su Padre, su hermano, su Dios. Lo abrazó y lo acabó soltando. Porque no podía permanecer así eternamente. Jesús era suyo y ya no lo era. Ella era sólo una mujer enamorada de Dios dispuesta a dar la vida por Él, por su amor. Era un testigo fiel: «María la Magdalena fue y anunció a los discípulos: - He visto al Señor y ha dicho esto». Ya no podría olvidar ese momento de miedos, de lágrimas y de felicidad plena. Estaba vivo. No habían ocultado su cuerpo. Él había resucitado como había querido decirles tantas veces. No habían comprendido. Era difícil creer en lo imposible. Luego fue distinto. Antes lloraba de amargura, más tarde lloraría de emoción, de felicidad, de alegría plena. Bastó con que la llamara por su nombre. Que tocara las fibras más escondidas de su alma.

Dios nunca fuerza a nada. Puede pasar de largo ante mí pero no quiere imponerme su amor. El que no quiera creer que no crea. Se puede decir que no a la propia felicidad y al sentido de la vida. Soy libre. No quiero ser forzado a hacer algo que no quiero hacer. Nadie me puede forzar porque Dios no obliga, no me pide lo que no sé dar. Me llama con libertad. Siempre está esperando a que vuelva. Jesús no se aparece a todos a la fuerza. Sólo a los que están esperando un milagro. Sólo los que lo han amado en vida aguardan su venida: «Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: - La paz con vosotros. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor». Jesús llega sin forzar la puerta. Entra atravesándola y se encuentra con aquellos a los que ama, con aquellos que lo aman con todo su corazón. Me gustaría volar en espíritu a ese cenáculo para ver entrar a Jesús. La alegría de todos, estrían estupefactos, asombrados, conmovidos. Entra Jesús y les entrega la paz. Hasta tres veces la entrega en este Evangelio: «Jesús les dijo otra vez: - La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». En esta segunda ocasión se la da al mismo tiempo que envía sobre ellos el Espíritu para que puedan perdonar los pecados. La paz que les faltaba. ¿Acaso no estaban desolados y nerviosos? Las mujeres lo habían visto vivo. Ellos tal vez dudaban, no acababan de creer en la mirada de esas mujeres enamoradas. Tal vez el deseo de verlo había sido más fuerte que la realidad. Tenían miedo, no había paz en sus corazones. Querían dar su vida pero no eran capaces de hacerlo. Seguían en ese cenáculo con las puertas cerradas. Y eso que el sepulcro estaba vacío. Tenían miedo de que la realidad no fuera la que ellos esperaban. El soplo del Espíritu en sus corazones los convierte en testigos fieles. Hombres de Dios, enamorados. Capaces de darlo todo. Imagino ese cenáculo lleno de gritos, de aplausos, de risas, de abrazos. Querrían que Jesús les contara todo. Que les dijera cómo había sucedido el milagro. Jesús los miraría conmovido, como un padre mira a su hijo y lo abraza con ternura. Tenían tantas preguntas. Les daría pocas respuestas. Sólo el soplo del Espíritu para que perdonaran a otros. ¿Cuándo puedo perdonar yo? Sólo cuando alguien más me ha perdonado a mí antes. Cuando alguien viene a mi vida y me dice emocionado que me perdona, que no me guarda rencor, que pasa página. Y yo siento alivio porque no me lo merezco, es imposible merecer el perdón. Cuando he herido y hecho daño a otros, no hay perdón que no sea misericordia. En lugar de recibir mal por el mal causado en forma de venganza, recibo un bien, un amor inmenso, un abrazo inesperado. Me gusta pensar en esa mirada de los discípulos. Todos tenían deudas pendientes con Jesús. Todos habían huido. Ninguno había dado la cara por Él defendiendo su nombre. Nadie dio su vida para salvar la suya. Todos se escondieron. Pedro negó abiertamente. Los demás huyeron. Juan supo estar junto a las mujeres al pie de la cruz. Todos tenían miedo. Igual que ahora antes de su venida. En ese encuentro reciben el perdón inmerecido por todas sus faltas. Es impresionante ese momento de misericordia. Diez hombres maduros, hombres con corazón grande, con alma de niño. Esos hombres que a veces se llenaban de palabras y carecían de obras. Esos hombres hoy reciben un abrazo de perdón. Sienten que Jesús no lleva cuentas del mal cometido. Ha borrado todo como cuando escribía sobre la arena frente a una mujer acusada de adulterio. Allí, ante Él, se encontraban unos hombres buenos y llenos de dudas. No tenían nada claro. No sabían cómo podrían volver a comenzar después de haber fallado y Jesús les encomienda una misión imposible. Ahora id vosotros a perdonar pecados. ¿Ellos? Si son tan pecadores como aquellos a los que tienen que perdonar. ¡Qué paradoja! El perdonador de pecados que ha tenido que ser antes perdonado para saber lo que es la misericordia. Parece imposible pero esa es la loca misión que le entregan. Tienen que perdonar a los que les hagan daño, a los que les ofendan a ellos, a otros, a Dios. Perdonar sin llevar cuentas del mal que los demás cometen. Perdonar liberando, salvando, redimiendo. Ellos que son de barro y no tienen fuerzas para llegar a la meta ellos solos. Ellos que ya han fallado muchas veces y no son dignos del amor de nadie, ni tampoco del de Dios. No son mejores que aquellos a los que perdonan. Esa vocación de perdonador se le entrega al sacerdote. Tan indigno como esos apóstoles, como cualquiera a quien él, indignamente, tenga que perdonar en el nombre de Cristo. Porque ahí está la clave. Es en el nombre del Señor, del Salvador, del resucitado. En esa experiencia de fragilidad se asienta Dios para hacer visible su poder. Nada hay más grande que ese amor que se derrama con misericordia. A cambio de la misericordia recibida, puedo entregar mi misericordia.

Tomás era creyente. Tenía mucha fe en Jesús y lo amaba con toda su alma. Siempre me ha dado pena esa imagen de un Tomás que no cree porque no ve. No es cierta. Tomás creía en el amor de Jesús. Se sabía amado por Él, elegido en sus debilidades. Preferido a muchos. Tomás es un consentido de Dios. Lo único malo es que justo en un momento concreto de su vida no está presente. Cuando tenía que estar, está ausente. Cuando hubiera sido muy importante su presencia, no llega a tiempo: «Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: - Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: - Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». Tomás es un enamorado que ha sido herido. El mundo ha sido injusto con Él. Primero las mujeres vieron a Jesús y ahora los otros discípulos le dicen que lo han visto. Que ha venido, que se ha aparecido a los suyos. ¿Por qué él aún no lo ha visto? ¿Ya no lo ama Jesús como al principio? ¿No le perdona la infidelidad del jueves y del viernes? También los demás habían fallado. Incluso todos conocían las negaciones de Pedro y el canto del gallo. Además, si hubiera habido alguno más ausente ese día. No, sólo él. No conozco el motivo de su ausencia. No sé si estaba justificado. Lo único que me queda claro es su tristeza. No se perdona. Ni a sí mismo, ni a Jesús. Hasta el punto de ponerle una condición para creer. Si no meto los dedos en sus llagas, si no toco su costado abierto metiendo la mano en él. Condiciones demasiado exageradas. ¿No le bastaba con que volviera? Tomás no se siente amado. Es la herida del desamor la que duele en su alma. No ha sido elegido, querido, tanto como él hubiera deseado. Otros eran más preferidos que él. No ser preferido causa mucho dolor. No ser especial para aquella persona a la que amo. Siempre soy consciente de que hay personas que aman a muchos. Y a veces me gustaría ser especial para esa persona. Puede que no lo sea y no por eso no me ama. Aceptar que no me prefiere es un gesto humilde. Reconozco que otros son mejores que yo, valen más, importan más. La humildad es aceptar la verdad. No me quieren tanto como yo quisiera, no me reconocen por todo lo que hago, no ven mis sacrificios ni mi entrega, no valoran mis obras y gestos de amor. Sufro el desamor, no me siento valorado ni querido, al menos no tanto como a mí me gustaría. El dolor de Tomás lo entiendo muy bien. Es el dolor más humano que puedo sufrir. Y no tiene nada que ver con la fe. No era ese el problema de Tomás. Le invadía la rabia, sentía impotencia. Me gusta imaginar la escena de la segunda aparición de Jesús: «Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: - La paz con vosotros. Luego dice a Tomás: - Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente. Tomás le contestó: - Señor mío y Dios mío. Dícele Jesús: - Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído». Jesús vuelve sólo para hacer realidad lo que él ha exigido. Le muestra un amor muy especial, inmenso. Le dice que lo ama en un gesto sin igual. Tomás se deja. Mete la mano en el costado y toca las llagas. Cree en el amor de Jesús. Cree porque ha visto, porque ha tocado, ha sido amado. Cree porque Jesús vino sólo para verlo a él. Antes había venido aunque él no estaba presente. Ahora ha venido sólo porque estaba él en esa habitación. Su presencia era el motivo de esa presencia de Jesús. Por tercera vez les da la paz. Una paz verdadera y única. Tomás caerá rendido a los pies de Jesús. No se merecía ese encuentro. No se lo merecía porque sus palabras brotaron de su rabia y dolor. Y Jesús las acogió con misericordia. Ese día Tomás experimentó una misericordia inmensa, infinita. Es lo que celebro este domingo. Una misericordia que se derrama desde el cielo. No me lo merezco y Jesús me da su amor. No merezco que haga algo por mí y Jesús viene y se pone a la altura de mis ojos. Estoy acostumbrado a los méritos y dudo de un amor incondicional. Es lo que necesito, que me amen sin merecerlo. Pero no puedo exigírselo a nadie. Yo también amo a los demás cuando se portan bien conmigo, cuando hacen lo que les mando, cuando me obedecen. Y me cuesta más amar al rebelde, al mentiroso, al que me hace daño con palabras y gestos. No es incondicional mi amor y me cuesta pensar que alguien pueda llegar a amarme de esa manera. Siempre pienso que si alguien conoce en piel humana un amor parecido a este ya ha sido bendecido por Dios. Es necesario hacer memoria y buscar en la memoria de mi alma esos abrazos recibidos cuando más los necesitaba, esos perdones totalmente injustificados, esas miradas de amor cuando merecía que me despreciaran. El amor incondicional en carne humana es siempre un milagro. Mis padres, mis hermanos, mis amigos, mi cónyuge, mis hijos pueden llegar a darme un amor parecido al amor de Dios. Cuanto más sepan amar de forma madura más se parecerá su amor al de Jesús. Es lo que yo quisiera en esta vida. Que alguien me amara de esa manera y me enseñara a disfrutar de la vida cada día, en cada gesto, siempre, y más aún en medio de las dificultades de esta vida.

Hoy la Iglesia recuerda la Divina Misericordia. El día en el que Tomás experimentó ese amor predilecto de Jesús hacia él. Sintió su abrazo y se supo amado sin merecerlo. Y como consecuencia del amor recibido de forma incondicional, los creyentes se convierten en testigos e instrumentos de esa misericordia infinita: «La multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma. Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era en común entre ellos. Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús. Y gozaban todos de gran simpatía. No había entre ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad». Me gusta pensar en esa Iglesia ideal descrita por S. Lucas. Una Iglesia unida en la que no hay odios ni divisiones. Una Iglesia en la que se hace presente el amor infinito de Dios en piel humana. Porque estoy llamado a ser un instrumento de una misericordia que me es dada. Dios me la ha dado y así me ha salvado. Y sólo entonces yo puedo perdonar a los que me hacen daño, a los que no me aman, a mis enemigos. ¿Qué tiene de especial amar al que me quiere y me hace un bien? El amor a los enemigos es el amor más imposible. El amor al que me odia, al que me ignora, al que me desprecia. El amor al que me deja solo y abandonado. Jesús desde la cruz me siguió amando. Desde el madero, casi sin palabras, siguió diciéndome que me quería, que no me iba a dejar solo. A mí que lo estaba crucificando con mis odios, con mi indiferencia, con mi rabia contenida. Me abraza sin que yo quiera dejarme abrazar. Así tiene que ser mi amor. Me siento superado. No amo yo de esa forma, no soy un solo corazón y una sola alma con mi hermano, no doy sin esperar nada a cambio, no me entrego sin que me aseguren ser correspondido. No tengo esa libertad interior para vivir con paz sin ser tomado en cuenta. Me detengo ante los que son buenos, ante los que aman bien. Ante aquellos que pueden devolverme todo lo que les entrego. Una Iglesia como la que describe S. Lucas es la que sueño. No había necesitados entre ellos porque se servían y se acompañaban con infinita misericordia y bondad. Cuando amo puedo hacer con alegría lo que Dios me pide. Cumplo los mandamientos porque me hacen bien y me dan vida: «Todo el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel que da el ser ama también al que ha nacido de él. En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues en esto consiste el amor a Dios: en que guardemos sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados, pues todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo». Jesús en la cruz ha vencido el odio, la violencia, la muerte. Me sorprende pensarlo porque sigo viendo todo eso a mi alrededor. Hay muertes, hay injusticias, hay abusos, hay corrupción. Y el mal recibido engendra mal en mi corazón. Como un rencor que no logro limpiar de mi alma. Una rabia que no logro que desaparezca. ¿Cómo puede hacer Jesús para vencer en todos esos odios? Veo que su presencia resucitada en la Iglesia sigue haciendo el bien sin esperar nada. Sigue sembrando Jesús misericordia a través de los creyentes. Me quieren hacer creer que el mal es más fuerte, igual que el odio y la injusticia. A veces me parece que es así. Como si la violencia del mundo apagara mi capacidad de hacer el bien. Como si los enemigos fueran más poderosos que los amigos. Vivo con miedo a este mundo que tiembla, que no es seguro, que se tambalea. ¿Qué puedo hacer yo para cambiarlo? Jesús le dijo una noche a Judas: «Haz lo que tengas que hacer». Él lo hizo. La Virgen de Guadalupe le dijo a Juan Diego: «Yo recompense tu fatiga y tu trabajo, con que vas a poner por obra lo que te encomiendo. Ya has oído mi mandato, hijo mío el más pequeño; anda, haz lo que esté de tu parte». Y él lo hizo. Lo que esté de mi parte es lo que puedo hacer. Lo que puedo aportar. ¿Acaso no son los pecados de omisión los que más me duelen? Me rompen por dentro cuando no logro hacer el bien que está en mi mano, ese bien que podría hacer y cambiaría muchas cosas. El mundo está como está porque muchos hombres buenos no hacen lo que está de su parte. No dicen lo que es verdadero, no cortan con la injusticia, no hacen el bien que salva, no construyen las obras que edifican. No perdonan, no sanan, no abrazan. Y todos esos noes son omisiones que dejan de cambiar el mundo. En la Semana Santa muchos hombres llevados por el mal hicieron daño, mataron, o dejaron morir. Está en mis manos cambiar la historia aunque nunca vea los frutos de mis obras. Yo puedo hacer lo que está de mi parte para que Jesús resucitado pueda moverse en mis manos y entregar su amor.

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