Homilía del padre Carlos Padilla - 9 de abril de 2023

Domingo 9 de abril de 2023 | Carlos Padilla

Domingo de Resurrección

Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43; Colosenses 3, 1-4; Juan 20, 1-9

«Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos»

9 abril 2023    P. Carlos Padilla Esteban

«Dios me mira desde lo alto y me pide que siga mirándolo, que no desvíe mi mirada. Que todo lo que haga sea caminar por la rampa a lo más alto. Desde arriba todo se ve mejor»

Dicen que la felicidad está más en dar que en recibir. Y yo guardo mis cosas para no darlas, para no tentarme y comenzar a entregarles a los demás lo que es sólo mío. Dicen que la felicidad es un camino, no un lugar, pero yo vivo obsesionado con llegar a lugares, con conseguir cosas, con alcanzar cimas. Pensando que allí se encontrará esa felicidad anhelada. Dicen que uno es más feliz cuando menos tiene, puede ser cierto, aun así yo vivo queriendo retener lo que poseo y poseer lo que otros tienen. Dicen que la felicidad es para los hombres libres, que no viven comparándose con nadie, sin desear lo que otros poseen, sin esclavizarse en vicios. Y yo me dejo tentar y me hago esclavo, pierdo esa felicidad que añoro y dejo de ser libre. Dicen que uno es feliz realizando todos los sueños que surgen en el alma. Empiezo a lograrlo pero no lo consigo, detrás de un deseo brota otro y así hasta el infinito. Porque es así de grande la extensión de mi alma. Dicen que si no espero nada de la vida seré más feliz. No es pobre el que menos tiene, sino el que menos necesita. Yo tengo expectativas sobre los demás, sobre los días. Y cada vez que las veo frustradas me enojo con el mundo, con los hombres, con Dios mismo. Dicen que para ser feliz no tengo que empeñarme en serlo siempre, que son sólo momentos. No logro vivir feliz ni siquiera en ciertos momentos. Me desespero por ese mundo hondo y oscuro de mis emociones que no logro abarcar, ni controlar, ni gobernar. La felicidad es algo pasajero que se pega a la piel del peregrino. Seré más feliz cuando acepte que no puedo hacerlo todo como yo quiero. Que siempre habrá alguien al que yo no le guste y no me quiera. Que no saldrán adelante todos mis proyectos. Que no haré bien todas las empresas que emprenda. No seré feliz cuando el mundo reconozca mi valía, siempre habrá disidentes. No tengo que contentar a todos para ser feliz, bastará una crítica o un comentario negativo, para echar a perder mi estado de ánimo. Seré más feliz cuando la vida que viva sea la que acepte sin desear estar siempre en otro lado, con otras personas, haciendo otras cosas. Los sueños son importantes y llenan de luz la vida. El realismo me sana a la hora de decidir cuáles son las batallas que quiero luchar hasta perder la vida. No todo tiene la misma importancia, igual que lo que me digan depende de quién lo haga y de sus intenciones. No tengo que decirle que sí a todo lo que esperan de mí, para que no se defrauden. Sería vanidad pretender que las cosas salgan siempre como yo las quiero. No me consultarán en cualquier decisión y no me incluirán en sus sueños y en sus viajes. No pretenderé ser amigo de todos. Aceptaré los fracasos con una sonrisa, al fin y al cabo habrá siempre más derrotas que victorias en mi vida. Sólo quiero que un día me recuerden como alguien que vivió tratando de ser fiel a lo que Dios le pedía. Sé que la felicidad y la fidelidad van de la mano. Hacer el bien es mejor que herir y hacer daño a mi hermano. Como Jesús, que pasó haciendo el bien: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él». Si me enfoco en el bien que hago las cosas serán mejores. Si me fijo en el mal, en lo que falta, en lo que no tengo, las cosas serán peores. Viviré obsesionado con ser el centro del universo. Y desearé que todos me quieran para ser feliz. Perderé la libertad tratando de agradar a todos. Me costará decirles que no, ofenderlos con mi verdad, decir opiniones contrarias, manifestar mis deseos. Al final no les haré bien a los demás, porque el bien que puedo hacer pasa porque yo sea libre, sea auténtico, verdadero, sincero. Desear lo que otros tienen o querer lo que todos persiguen, no siempre me trae la felicidad duradera, será efímera, como el aplauso ante una victoria. Se esfumará con el paso del tiempo y me quedará un resabio amargo. Necesito seguir creciendo, amando, buscando. La felicidad es esquiva cuando vivo en primera persona todo lo que hago. Cuando no me interesa la vida de los demás pero exijo que me hagan caso, me escuchen, me admiren. No seré feliz cuando siempre egoísmo a mi paso. Sólo lograré quedarme solo. Es más feliz el que tiene amigos más que admiradores. El que tiene sueños más que posesiones. El que tiene tiempo más que obligaciones. El que tiene flexibilidad más que compromisos. Ser feliz es el anhelo del alma del hombre pobre, que sabe que la vida es gratuidad, un don que anhela el corazón que ama. seré más feliz cuando ame y me sienta amado. 

Me gustaría buscar siempre los bienes de arriba como hoy escucho: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y vuestra vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida vuestra, entonces también vosotros apareceréis gloriosos, juntamente con él». Me gustaría vivir anclado en Dios en medio de la tormenta. Mirar más al cielo que a la tierra, más a las alturas que a lo hondo de la carne. Mi vida está escondida en Dios. Es bonita esa imagen. Le pertenezco a Dios. La resurrección de Jesús me habla de aquello para lo que estoy hecho. Soy suyo para siempre. No quiero vivir con miedo al futuro, a perder lo que he podido guardar en esta tierra. Me veo muy a menudo tratando de sujetar los hilos que mantienen firme mis pasos en la tierra. Como si los bienes que ansío fueran los de aquí, los pasajeros. Deseo la felicidad de ahora, la que es temporal, la que no puedo controlar. Quisiera tener la capacidad para entusiasmarme con el cielo. No porque no quiera vivir en la tierra. Sino porque anhelando lo que ha de venir le daré menos importancia al dolor que me aqueja ahora. Y además mirando hacia arriba y desde lo alto las cosas se ven siempre mejor: «No siempre caminamos en línea recta, a veces lo hacemos en círculos y cuesta darte cuenta si solo miras al frente, ¿me entiendes? Es una cuestión de perspectiva. Si pudiese verse desde arriba, seguro que lo entendería mejor». Mirar hacia arriba me ensancha el alma. El cuerpo se estira, los ojos tratan de llegar muy lejos, muy alto. Cuando pienso que la victoria está segura, que la batalla ya la he ganado, todo es más fácil. No me asusto ante ese presente incierto que vivo. Tal vez esté caminando en círculos y no me esté dando cuenta. Tal vez les dé mucha importancia a cosas que más adelante no me van a importar nada. ¡Cuánto tiempo perdido! ¡Cuántas noches sin dormir! ¡Cuánta angustia acumulada en mi estómago! Todo para nada, porque no he logrado añadir un solo día a mis días. No he avanzado nada. No he logrado tocar las estrellas. Cuando me apego en exceso a los bienes de este mundo y me obsesiono dejo de mirar al cielo. Es como un trastorno obsesivo y compulsivo que me hace vivir anclado y dependiente de algo que creo crucial para mis intereses, para mi futuro. ¿Cómo puedo querer controlar el futuro de esa manera? Desde arriba, desde lo alto, las cosas cobran su verdadero valor, su importancia real, no la que yo le doy a la vida. No quiero dejar de valorar las cosas que me inquietan cada día. No dejo de apreciar los bienes de este mundo porque son valiosos, me importan siempre. Sé que me pueden conducir al cielo. Decía el P. Kentenich: «Dios deja caer una cuerda, desea vincularnos con lazos humanos. Dios se adecúa a nuestra naturaleza humana. Luego tira de la cuerda hacia arriba y no descansa hasta que todo se halla vinculado a Él». Tira de los bienes que me atan para atraerme hacia Él. Pero no es fácil, hay bienes que no me dejan ascender. Otros sí, y sobre todo hay personas que son un camino al cielo. Son aquellos que me hablan de Dios sin mencionarlo. Lo tienen dentro sin saberlo. Y lo dejan ver sin pretenderlo. Me encantan esas personas que son un lazo enviado por Dios para que me deje seducir por esos bienes del cielo que son eternos. Porque es verdad, es eterno el cielo, no tiene fin. No se acabará la felicidad cuando en él habite. No echaré nada de menos. Lo tendré todo. Y no necesitaré nada especial. Sólo amar y ser amado. Eso igual que en la tierra, pero allí lo haré mejor, seguro. Aquí a pie de tierra soy bastante torpe en el amor. Amo de forma equivocada. Creo dependencias. Me pierdo en reproches. Me reservo egoístamente para no sufrir. Sin acabar de comprender que los amores de hoy son lazos tendidos desde el cielo. y que si los corto, no podré subir más alto. Hay personas que me hacen más visible el cielo en la tierra. No es porque recen más, y hablen más de Dios a tiempo y a destiempo. No son los que más defienden las verdades de Jesucristo. Son personas sencillas, sin muchas pretensiones. Que viven amando y muriendo un poco cada día, sabiendo que todo lo que siembra será recogido en el cielo. No guardan para conservar. Se entregan sin miedo en todo lo que hacen. No son egoístas, ni pretenden las glorias de esta tierra. Saben que en el cielo Dios los mirará como son y no tendrán que defenderse. Aquí en la tierra vivo escondiéndome del juicio de los hombres y trato de agradar a todos mucho antes que pretender agradar a Dios. Deseo que me acepten todos y en todo momento y, cuando ese bien de la tierra me es esquivo, dejo de ser feliz por mucho tiempo. Dios me mira desde lo alto y me pide que siga mirándolo a Él, que no desvíe mi mirada. Que todo lo que haga sea caminar por esa rampa que asciende a lo más alto. Desde arriba, siempre pasa, las cosas se ven mejor, con más perspectiva, y los bienes que un día me turbaron, ahora no me inquietan. Esa paz del cielo es la que deseo para vivir como resucitado. 

La Semana Santa comienza en Betania: «Seis días antes de la Pascua, fue Jesús a Betania, donde vivía Lázaro, a quien había resucitado de entre los muertos. Allí le ofrecieron una cena; Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban con él a la mesa» (Jn 12,1-11). Una cena sencilla, diferente a la del Jueves Santo. Una cena tranquila en Betania, donde Jesús descansaba. Los hermanos estaban allí. Era como si en esos momentos uno pudiera olvidarse de todo y aislarse de la verdad que reinaba a su alrededor, fuera de esas puertas cerradas en Betania: «Los sumos sacerdotes decidieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos, por su causa, se les iban y creían en Jesús». Ya estaba decidida su muerte. Era algo inminente. Y mientras tanto Jesús cenaba con sus amigos, descansaba ajeno al odio de los que lo odiaban. Y entonces tuvo lugar una escena conmovedora: «María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume». Un frasco se parte por amor. Un frasco roto, desperdiciado en apariencia. «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?». Siempre algunos pueden mirar con impureza la pureza de los demás y juzgar sus intenciones sin conocerlas. Un frasco de perfume caro derramado a los pies de un hombre parece un desperdicio. Un frasco que se rompe y no sirve para guardar nada más. Un perfume que se escapa en el aire y se desperdicia. No parece algo útil, es innecesario. Hay personas especialistas en hacer cosas útiles. Y no valoran lo que no es necesario, aquello que no hace falta hacer. No es necesario un perfume que se pierde habiendo tantos pobres que atender. Es inútil una vida consagrada en un convento habiendo tantos enfermos a los que cuidar. Es inútil la vida desgastada en el silencio cuidando a un familiar, habiendo tantas cosas que hacer por los demás. Es inútil el tiempo perdido en apariencia, el amor derramado sin hacer ruido. Valoro a los que hacen mucho y se ve lo que hacen. Aprecio las vidas que son reconocidas en el mundo. Los que aparecen en las redes sociales. El amor visible, que da frutos. Me desconcierta el amor enterrado como una semilla, bajo la tierra. ¿Cómo se puede cambiar el mundo con gestos invisibles? Ese perfume de María estaba cambiando el mundo. Un amor roto, que se derrama abandonando el frasco que lo mantenía encerrado. Una vida que vale más la pena cuando se pierde por los demás. Una entrega que parece infecunda sólo porque no sirve para salvar la vida de nadie. El amor verdadero es capaz de entregarse siempre hasta el extremo. Como ese frasco que se rompe dejando escapar su esencia. El amor roto, herido, huele y su perfume me habla de un amor inmenso, sin medida. No lo contiene nada. No hay espacio en el que quepa, es infinito. Me cuesta amar. Me cuestan los gestos inútiles. Me cuesta necesitar a otros y dejarme amar por ellos. Me cuesta romperme por amor. Quiero guardarme, protegerme. Leía el otro día: «La falta de una adecuada vida afectiva no es el signo de la perfección lograda, sino, en todo caso, el indicio de un grave trastorno conocido con el término narcisismo, entendido como la incapacidad estructural para depender de otro, al que se considera, a lo sumo, como un objeto del que puede uno desembarazarse cuando ya no le es útil». Cuando no sé amar no hago cosas inútiles por nadie. Olvido los gestos que expresan algo más hondo y verdadero pero que no cuentan para el mundo. No se ven y parecen no importar lo suficiente. Quizás hubiera sido más eficaz un ejército que defendiera a Jesús. Incluso hubieran sido héroes los que dieran su vida por proteger la suya. Puede ser que lo útil se haya convertido en el criterio absoluto en el tiempo actual. Una vida útil es una vida exitosa con logros para toda la humanidad. La vida de Jesús parece inútil en Semana Santa. Muchos milagros que no llevan a la vida eterna. Muchas palabras que se olvidan en la noche. Muchos seguidores que huyen cuando surge el peligro de muerte y decían estar dispuestos a dar la vida por Él. Un amor inmenso que no cabe en ningún recipiente. Algunos ven ese amor como una amenaza. Otros sienten que no pueden corresponder a un amor sin medida. Otros se sienten salvados pero luego no logran estar firmes al pie de un madero. El amor de María a los pies de Jesús me habla de la forma como yo quiero vivir. No es la utilidad lo que persigo, sino la fidelidad, aunque sea en silencio, oculta, porque la fidelidad ya no es noticia. Es algo del pasado, obsoleto y caduco. Ahora es mejor un amor que cambia. Ahora sí, más tarde no. No se puede amar a la misma persona toda una vida. Nadie me puede asegurar que siga sintiendo dentro de años lo que hoy siento. El perfume de un amor que se entrega sufriendo no me parece necesario. Prefiero un amor que no sufra. Un perfume que pueda darse con medida, comparando lo que el otro entrega. No un amor tan grande, tan imposible, que me duela en lo más profundo. No quiero sufrir. Quiero amar con cuentagotas, para no excederme. 

El Jueves Santo Jesús se reúne con los suyos a cenar. Sabía que llegaría ese momento. Lleva el miedo dibujado en el alma. Sufre por el dolor que va a vivir y el que va a provocar a los que ama. Ese día siento que me uno a Jesús en el dolor que anticipa su sufrimiento. El dolor ante lo que va a suceder. No entiendo por qué, ni el sentido, pero lo acepto. Y sufro al aceptarlo, lloro, me duelen las entrañas. Hoy Jesús me quiere enseñar cómo tengo que amar a mis hermanos cada día. No sé amar bien, no sé amar de forma sana. Creo dependencias, malinterpreto los gestos y actitudes de quienes más amo, los juzgo y los condeno por sus pequeños o grandes errores, siento que necesito mucho más de lo que es sano, abuso del poder que me da amar y ser amado y no dejo ser quien es a quien de verdad quiero amar. Hoy Jesús me muestra cómo es el verdadero amor: «Se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido. Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? Jesús le replicó: - Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde. Pedro le dijo: - No me lavarás los pies jamás. Jesús le contestó: - Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo». Jesús se levanta de la mesa y comienza a lavar los pies a los que ama. Siempre me impresiona ese momento. Sabe que su muerte está cerca. Teme el dolor y pronto en Getsemaní va a llegar a sudar sangre. Ahora está con los suyos, son los últimos momentos a su lado. Se levanta, se quita el manto y les lava los pies. ¿Era necesario? Hay cosas totalmente innecesarias en esta vida pero que son las que marcan las diferencias. Muchas veces trato de ver el límite. ¿Hasta dónde tengo que amar? Más de una vez me lo han preguntado a mí, como si yo supiera la respuesta. No la tengo, cada vez que vivo esta eucaristía, al borde de su muerte, me conmueve ese símbolo de un amor hasta el extremo. Jesús los amó sin medida. Y me pide a mí que use su misma medida. Pero su medida no tiene medida. Es una contradicción. No sé amar como Jesús ama, no puedo hacerlo. No soy capaz. Yo tengo muchas medidas. Las medidas que me convienen, las que puedo usar, las que me gusta que los demás usen conmigo, las que yo uso con los demás. Siempre llevo cuenta del bien que hago y del mal que recibo. No me canso de medir la vida en acciones virtuosas y otras que no lo son tanto. Soy frágil. Me cuesta amar y también me cuesta dejarme amar. Eso incluso más. Es lo que le pasa a Pedro. Comenta Jean Vanier: «Pedro no quiere dejarse lavar. La respuesta de Jesús. Si no te puedo lavar los pies, no tienes parte conmigo. Si no puedo lavarte los pies, no eres mi amigo. Te puedes ir». Jesús es duro con Pedro. Si no te dejas lavar. Si no eres humilde y te dejas lavar. Si no aceptas estar en deuda conmigo. No quiero que me amen demasiado porque no soporto estar en deuda con nadie. No soporto deber amor. No entiendo la gratuidad. Si doy algo recibo a cambio, si me dan devuelvo. Pedro no considera que sea digno de Jesús lavar los pies a nadie. En realidad él tampoco quiere lavar a nadie como un sirviente. Jesús no puede humillarse así y él tampoco. No entiende o mejor, no quiere entender. No quiere aceptar que el camino de Jesús es la humillación. Ponerse a los pies de otro hombre y lavarle los pies, la parte que está sucia después de andar por los caminos. No soporta ser humillado. Él es la roca, el primero, la cabeza. Y Jesús le dice que sí, que es de los elegidos y que los que son jefes a su estilo tienen que serlo de esa manera. Quitándose la vanidad y el orgullo, los ropajes de ricos. Yo no sé arrodillarme ante otro hombre, no acepto las humillaciones. Y la vida tiene muchas. Me humillan y me rebelo, no acepto que me hablen mal, que me traten mal. Quiero que me respeten en mi dignidad, y cuando no lo hacen, me indigno, me lleno de rabia. Servir de esa manera es humillante, es propio de esclavos. No soy esclavo, me siento dueño, señor, el primero, el más importante. La cena de hoy es una escuela. Un aprender a vivir. Hay mucho miedo en el alma. Y la esperanza de aprender una nueva forma de vivir la vida. Es la esperanza que Jesús me pide. Y lo hace con este gesto extraño. Al día siguiente lo llevarán al Calvario y morirá de forma injusta. Antes ya les ha explicado lo más importante. Les dice: «No os quedéis en los milagros, no busquéis el poder ni los primeros puestos. Ocupad los últimos lugares, los de la gente humilde. No queráis ser servidos, poneos vosotros a servir». Lo que les ha dicho de muchas maneras ahora lo expresa de la forma más elocuente. Lavar los pies es humillante, para cualquiera. Servir la vida de los demás sin esperar nada a cambio puede ser también humillante. Que no me respeten ni valoren, no me agradezcan ni me rinda pleitesía puede ser muy doloroso. No importa. Es el camino de la cruz, el de ser hombre, niño, pobre, hijo. Quisiera aprender a amar como Jesús. Busco que me sirvan, que me busquen, que me quieran. Pero no sé amar como Jesús lo hace, hasta el extremo. Sabiendo que lo van a matar, sigue amando. Un amor sin medida es lo que Él me da y es lo que yo no sé aceptar con humildad como camino de vida. Tengo el orgullo muy dentro y no sé renunciar a mis derechos. Creo que tengo muchos derechos y que los demás me deben algo. Hoy le entrego a Jesús mis límites en el amor. Quiero que me enseñe a amar como Él me ama. Con un amor sin medida. 

La muerte del viernes santo me llena de dolor. Los sagrarios se quedan abiertos, vacíos, sin la presencia de Jesús. El corazón siente un vértigo amargo. El corazón no acepta la muerte, ni el fracaso de todos los sueños. Jesús iba a cambiar el mundo, iba a traer una paz verdadera a los hombres que vivían en guerra y llenos de violencia. Iba a cambiar el orden de los valores. Iba a sembrar una forma de amar diferente. Eso era lo que todos los que lo amaban esperaban. El mundo iba a ser mejor gracias a su presencia. Su amor iba a ser capaz de cambiarlo todo. Pero no fue así. Las cosas no suceden como ellos esperan. Todo acaba ese viernes santo en el silencio y en la oscuridad. Sólo hay oscuridad y silencio siempre de nuevo el viernes santo. Tocar el fracaso en mi vida es algo normal. Siempre duele. Sé que es sanador entender que no todo me va a salir bien siempre. Es imposible vivir de éxito en éxito. La muerte y el fracaso forman parte de mi camino. Volver a vivir el viernes santo me educa. Jesús no se opuso a una muerte injusta. No rehuyó ni el dolor ni la pasión. Lo aceptó con humildad, como un hijo dócil en las manos de su Padre. Dios no quería su muerte, pero no intervino. Permitió que los hombres obraran el mal. Es lo que hace en mi vida. No me manda la cruz. Sólo permite el dolor y se mantiene junto a mí, para sostenerme. En la soledad de la cruz no estoy solo, Jesús está conmigo, levantándome en sus brazos. El Viernes Santo es el momento más oscuro de mi vida. Siento que todo es injusto, terrible, oscuro, nefasto. Duelen los momentos en los que toco la afrenta, la difamación, el desprecio, el olvido. Son momentos de dolor, de angustia. Momentos en los que no le veo sentido a nada de lo que hago. Siento angustia, vacío en el corazón. En esos momentos callo, no tengo respuestas. Necesito paciencia para caminar a oscuras, con miedo, con pena. La tristeza es más llevadera cuando un Dios escondido me recuerda que no estoy solo, que nunca voy a caminar solo. Tiemblo ante lo desconocido. El olor a muerte. La cruz vacía. El cuerpo de Jesús muerto. El sepulcro sellado. Los discípulos desaparecidos. El miedo es oscuro, sórdido, terrible. Y da miedo quedarme solo en medio de ese monte solitario. Ese monte que huele a muerte, a traición, a abandono, a miedo. asusta una vida apagada de forma tan impune. Como si no importara la muerte de un inocente. Hoy hay tantas vidas perdidas de forma impune. Sin que nadie haga nada. Sin que puedan evitarse. El dolor y la amargura. La soledad. Hay personas que sufren tantos días de viernes santo en sus vidas. Sufren el oprobio, el abandono y la soledad. Sufren porque todo sucede sin que los hombres buenos hagan nada. Muerte, infamia, injusticia. La tristeza de la soledad. El sinsentido. ¿Cómo se pueden salvar las vidas de los hombres buenos? ¿Cómo se puede sembrar la justicia en este mundo injusto? Mueren los hombres buenos y nadie hace nada. Suceden desgracias y Dios no lo impide. Sigue habiendo continuos viernes santos en este mundo que habito. Me cuesta creer en la bondad de un Dios que no evita el sufrimiento ni el mal de este mundo. No creo tampoco en un Dios que mande cruces para probarme, educarme o formar mi carácter. No es posible, Dios es bueno, y no puede querer mi mal, menos aun cuando este es injusto. No soporto las injusticias. No tolero la violencia que siembra odio y muerte a su paso. El viernes santo no me da paz, me llena el corazón de resentimiento, de deseos de venganza, de falta de perdón. ¿Cómo puedo perdonar que maten a mi Dios? ¿Cómo puedo perdonar cuando me matan a un ser querido o a mí mismo de forma injusta? Mi corazón se rebela contra ese mal sin nombre, sin responsables, sólo un culpable anónimo que cruza como una sombra sembrando dolor a su paso. Como un fuego que todo lo calcina. Hay impunidad. Hay silencio y olvido. No soporto el mal que no tiene una mano detrás que asuma la responsabilidad de los hechos. Odio al que odia. Brota en mí la violencia ante el violento. No soporto al que grita, yo también grito. Y el corazón no está en paz porque otros han sembrado guerras. Esas mismas guerras que yo continúo, sin dejar que brote la vida. Está muerto todo dentro de mí muchas veces. Hay olor a muerte en mis buenos deseos, en mis anhelos de santidad. Como si algo se estuviera pudriendo dentro de mí. Me lleno de angustia. La muerte no la quiero. No deseo vivir más viernes santos en mi vida. Viernes de olvido y desprecio. Viernes de abandono y soledad. Viernes oscuros en los que no logro creer en una resurrección futura. ¿Cómo es posible ver la vida después de la muerte? ¿Cómo se puede creer que el sol resucitará apartando con facilidad la negrura de la noche? Creo, sencillamente creo que es posible lo imposible, porque el amor de Dios es mucho más grande que el odio de los hombres. Más poderoso que cualquier muerte y cualquier desprecio. Hoy entrego mi muerte a Dios. Espero la vida, sólo eso. 

Sorpresivamente llega la vida el primer día de la semana: «El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: - Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». María fue a ungir el cuerpo muerto de su Maestro, a quien tanto amaba. No pensaba en su resurrección, pero vio la losa quitada y no encontró el cuerpo muerto. Se lo habrían llevado. Es lo único que pensó. No era posible salvarse a sí mismo de la muerte, cuando esta parecía haber vencido. Como con Lázaro, Jesús podía haber actuado antes, cuando estaba aún vivo colgado en la cruz. Eso hubiera sido un espectáculo grandioso. Una prolongación de su vida. Hubiera curado sus heridas y hubiera vuelto a predicar y a hacer milagros. Todo hubiera seguido siendo posible. Hubieran creído en su poder. Así sería el nuevo reino en este mundo, el cambio de las estructuras, la conversión del mal en bien. Todo tan sólo si Jesús no hubiera muerto. Hoy, viéndolo muerto, no hay salida. ¿Cómo podría salvarse a sí mismo? Pedro y Juan creyeron a María: «Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos». No ven nada al llegar, sólo el sepulcro vacío. ¿Basta la ausencia de un cuerpo para creer en la vida? No lo sé, parece insuficiente. Hoy uno visita un sepulcro vacío en Jerusalén. La ausencia de un cuerpo muerto sigue siendo la señal más poderosa. Ya no está su cuerpo, sólo unos lienzos tirados. Creyeron. Juan y Pedro y María. Y luego vendría a aparecerse a algunos: «A este lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse, no a todo el pueblo, sino a los testigos designados por Dios: a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos. Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos». Ha resucitado, ha vencido a la muerte: «Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Diga la casa de Israel: eterna es su misericordia. La diestra del Señor es poderosa, la diestra del Señor es excelsa». Dios ha resucitado a su Hijo. Y está vivo para siempre. Ha vencido a la muerte. La vida tiene la última palabra. El corazón descansa en este domingo santo. Ya no hay muerte, ya no hay soledad, sólo encuentros llenos de esperanza. Llevo yo mucha muerte pegada a la piel. La muerte de mis sueños, de mis planes, de mis proyectos. La muerte de mis ideales de juventud, cuando era más inocente. Puede que cargue muertes que me quitan la luz y me hacen vivir en tinieblas. Seres queridos que ya se fueron. Si pudiera resucitar en medio de mi sepulcro sellado. Si pudiera dejar que la luz de la vida, de Dios, penetrara todos mis sentidos, trayendo esperanza. Me asusta revivir la resurrección y que nada suceda en mi corazón. Me da pena pensar que dejo pasar las oportunidades ante mis ojos porque vivo disperso, preocupado de tantas cosas. De nada sirve vivir preocupado. Sólo puedo ocuparme de una cosa detrás de la otra, sólo de eso. Luego la vida pasa y los sueños se van con ella. Mi muerte en mi vida diaria me preocupa. Cuando no estoy lleno de vida, cuando no vivo alegre y con esperanza. Quisiera vivir con la alegría de los resucitados. Juan y Pedro corren. Porque quieren estar seguros. Quieren saber si realmente es cierto lo que las mujeres dicen. Tienen miedo. ¿Qué pasará ahora? Pensaron que todo había acabado con su muerte, todos los proyectos. ¿Qué significa ahora su resurrección? Yo tampoco acabo de entender lo que significa vivir resucitado. Vivir con la alegría de los que no tienen motivos para estar tristes, no tengo derecho a estar triste. Un corazón agradecido es un corazón alegre. Pienso en tanta vida que Dios me regala. Tantos sueños, tantas experiencias de cielo en la tierra. Jesús resucita en mi corazón cuando me dejo amar por su presencia. Él puede levantar la losa que me cubre. Como lo hizo con Lázaro, como lo hizo Dios con Él. Ojalá mi sepulcro esté vacío. Vacío de la muerte y de la esclavitud. Lleno del amor de Dios que todo lo desborda. Necesito que Jesús ilumine todos los recovecos oscuros de mi alma. Hay zonas ciegas donde nadie puede entrar. Lugares dentro de los cuales parece no haber mañana. Jesús viene hasta a mí y me dice que ya estoy viviendo la vida eterna. Que esta vida que vivo ya es la verdadera. Que todos mis amores que me parecen caducos son eternos. Me dice que no tenga miedo. Que es posible vivir de verdad cada día de mi vida. Vivirlo con todo el corazón, con toda mi alma. Vivirlo en presente, sin pensar en el pasado, sin angustiarme por el mañana. Simplemente agradeciendo el gozo de tener un día más para caminar, para soñar, para amar. Así es el Dios que resucita en mi corazón y me llena de esperanza.

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