La castidad matrimonial (parte 5)

Quinta y última parte de la charla del padre Carlos Padilla sobre cómo vivir la castidad en el matrimonio. Hoy, el sacerdote nos habla de la renuncia necesaria para la castidad, y del ejemplo que nos dio San José.

Lunes 6 de abril de 2015 | P. Carlos Padilla

La castidad y el valor de la renuncia en el matrimonio

 

La castidad implica renuncia. Una renuncia fecunda que da vida. Creo que hay que cuidar la intimidad física e ir aprendiendo a expresar con el cuerpo en cada etapa de la vida esa unión interior del matrimonio. Pero renunciamos, eso sí, a otros caminos posibles. Renunciamos a otras personas. A veces es fácil y a veces nos duele. Esa renuncia es fecunda. Es un regalo que le hacemos al otro, y a Dios, todos los días de nuestra vida. Porque mi opción es para siempre. Así lo dijimos el día de la boda. Mi amor es para siempre y mi renuncia es para siempre. A veces la renuncia no duele, somos felices porque sólo vemos a la otra persona y nos parece maravillosa. Son momentos en que el sentimiento está más vivo, nos sentimos más enamorados y todo rueda. Nos sentimos también escogidos de forma especial por el otro. ¡Qué bien nos hace! Pensamos que no hay otro como él. Pero el secreto de nuestro camino es que lo mantenemos, pidiendo ayuda a Dios, también cuando aparecen otras personas, cuando estamos desanimados y no vemos tanto el sentido de nuestra vida, cuando el otro no nos hace tanto caso, o cuando estamos decepcionados y aburridos. Cuando hemos visto los defectos del otro y nos duelen. Repetimos de nuevo con fuerza: «Te elijo a ti. Te amo a ti». Y renuncio a todo lo demás. No como un esfuerzo. No con los dientes apretados. Sino porque he encontrado el tesoro en el campo y por eso vendo todo lo que tengo. Te vuelvo a elegir. El tesoro que Dios ha puesto en mi vida es mi cónyuge. De todas las formas posibles de vivir, nosotros elegimos caminar juntos. Con nuestros hijos, con nuestros amigos. Es importante cuidar nuestra complicidad, el dejarnos tiempos para hablar de nuestras cosas, para las caricias. Fundamental tener momentos de intimidad, de divertirnos juntos, de rezar y compartir juntos. Cuidado con las compensaciones que todos buscamos cuando no nos va tan bien en el matrimonio y nos sentimos algo abandonados. Las compensaciones de hablar con otras personas, de buscar la intimidad en otro lado, de escribirnos con otros para sentirnos especiales y con mi cónyuge solo hablar de cosas prácticas. Mi forma de vestir. De hablar, de estar cuando hay otras personas. De buscar halagos en otro lado.

José amaba a María. La amaba en cuerpo y alma. Desearía y soñaría la intimidad con María, con entregarse a ella totalmente. La renuncia tuvo que ser difícil para él, toda su vida. Lo hacía por ella. Por ella tenía fuerzas. Lo haría por obediencia, por ser fiel a la misión que Dios les había encomendado. Pero pienso que tendrían una complicidad especial, una intimidad única. Y que María lo amaría sabiendo su esfuerzo, su lucha, su amor probado cada día. José mira a María y ve en Ella a Dios. Al verla todo le compensa. Ellos se amaron, vivieron juntos, se cuidaron, se apoyaron, se respetaron. Vivieron su intimidad como Dios les pidió. Obedientes. A nosotros no nos pide eso. Pero sí el mismo respeto sagrado por el otro. Por el misterio del otro. Por el alma del otro. Nos pide que al mirar a nuestro cónyuge veamos en él a Dios. A veces es muy difícil. Casi un milagro. Pero nos lo pide. Que lo veamos en la entrega espiritual y en la entrega física. Muchas veces no será fácil expresar nuestro amor. Y supondrá renuncia. Porque el otro necesita otra cosa en ese momento distinta a lo que yo deseo, o porque sé que necesita una caricia y yo quizás no quiero en ese momento. La castidad es el amor expresado, no sólo por lo que yo necesito expresar, sino por lo que el otro necesita recibir. No es la renuncia a las relaciones, o a lo físico como muchas veces se ha pensado que significa. Es la renuncia a menudo a hacer lo que yo quiero para hacer lo que el otro quiere. Se trata de respetar su proceso, su tiempo, su momento. Aprender a esperar. Entender que el otro necesita tal vez una expresión de mi amor que yo doy por evidente. En mi forma de amor hay renuncia muchas veces.

La pregunta por el modo de vivir la castidad matrimonial pasa por aprender a vivir nuestras pasiones de una forma ordenada e integrada. El P. Kentenich nos habla de una castidad magnánima, que lucha por un alto grado de armonía e integración de la sexualidad conyugal en el amor matrimonial. Quiere motivar a los esposos para que aspiren al ideal de la castidad. A aquella idea del amor humano que Dios tuvo desde siempre, cuando pensó en crear al hombre. Una idea que está inscrita en su propia naturaleza y sobre todo en los deseos más profundos del corazón de toda persona. La lucha por el ideal de castidad debe ser siempre expresión del amor a alguien y no del temor al castigo por el incumplimiento de la ley. La castidad lleva a los esposos a una relación de amor más plena entre ellos. Los instintos están arraigados profundamente en nuestra naturaleza. Es necesario tener un dominio sobre ellos y un adecuado encauzamiento para incorporarlos en un sentido que los trasciende: el sentido del amor humano. Nuestra naturaleza dividida, herida por el pecado original, nos lleva a creer que los deseos que intentamos resistir son tan «naturales», «sanos» y «racionales» que no satisfacerlos sería algo perverso y anormal. La publicidad, lo que la sociedad nos quiere vender, parece llevarnos a considerar la satisfacción sexual como lo más normal y necesario. Tener una vida sexual activa y frecuente es sinónimo de normalidad, de juventud, de vigor, de felicidad. Se nos invita a tener una vida sexual activa y sana. Parece que si eso no se da, no seremos nunca felices. No es necesariamente cierto. Es verdad que tener una vida sexual sana es fundamental para que el amor matrimonial crezca. Pero la felicidad y el desarrollo como persona no están ligados a la satisfacción inmediata y constante de nuestros deseos. El sexo en sí, dejando de lado cualquier tipo de perversión y exageración, es un hecho normal y sano. El error está en afirmar que la satisfacción inmediata del deseo sexual es siempre algo normal y sano. La satisfacción de todos nuestros deseos no nos da la felicidad. Con cada deseo satisfecho surge siempre otro deseo por satisfacer. ¿Cuándo se corta la cadena? No tenemos que satisfacer todos los deseos que tenemos para ser felices. La felicidad no consiste en satisfacer deseos. Precisamente, la felicidad tiene mucho más que ver con entregar la vida y con aprender a renunciar. Ser capaces de renunciar a nuestros deseos por un amor más grande, por un bien más alto, es nuestro camino de santidad y felicidad. Entender que la renuncia nos hace más libres y felices es una escuela para toda la vida.

En nuestro mundo, muchas cosas buenas tienen como precio la abstinencia. Cualquier persona normal debe tener unos principios según los cuales elige qué deseos quiere contener y cuáles quiere satisfacer. Cuándo y de qué manera. No nos dejamos llevar continuamente por nuestros deseos. Renunciamos a muchos de ellos con el fin de obtener otros fines. La naturaleza ha de ser dominada y frenada en muchos momentos si no queremos destrozar nuestra vida, echar a perder nuestros sueños. Si deseamos éxitos deportivos, llevamos una vida llena de renuncias y sacrificios. Queremos algo y eso nos cuesta. De la misma forma, la abstinencia, la renuncia a satisfacer siempre nuestros deseos sexuales, es una educación para la vida. Cuando la Iglesia habla de los métodos naturales y de la paternidad responsable, lo hace poniendo en primer plano el amor matrimonial y su plenitud. La renuncia tiene un valor educativo. Renunciar puede ser una fuente de vida. Por lo general el mundo parece decirnos que toda renuncia es castrante, limitadora y frustrante. Es como cercenar el deseo de vivir que llevamos impreso en el alma. Sin embargo, no es así. Toda elección en la vida lleva consigo muchas renuncias. Si optamos por realizar unos estudios, esa misión nos exige tiempo y esfuerzo, renuncia. Si nos dedicamos al deporte, sacrificamos muchas cosas deseables por obtener un buen resultado. Si aceptamos un determinado trabajo, el hacerlo bien y con profundidad, nos lleva a renunciar en muchas cosas. La misma vida matrimonial está llena de renuncias. La renuncia por amor al otro, por buscar su felicidad y no tanto la satisfacción de nuestros deseos. La renuncia a nuestro tiempo propio y al descanso por cuidar a los hijos. Sabemos que todas esas renuncias son necesarias y, al mismo tiempo, fecundas. Miramos un bien más alto. Es una renuncia que da vida verdadera. Duele, tiene un sentido. Sabemos lo que queremos y por lo que luchamos. Por eso, también nuestra renuncia en la satisfacción de todos nuestros deseos sexuales nos educa, nos hace más libres y nos forma como personas. Hace que el amor madure. No hay amor maduro sin renuncia, sin entrega, sin sacrificio. Lo hemos dicho antes, la mesa familiar es mesa de sacrificios. Sobre la renuncia se asienta nuestra vida. ¿A qué cosas renunciamos habitualmente en nuestra vida matrimonial? ¿A qué estamos dispuestos a renunciar por la persona a la que amamos, por formar una familia santa? ¿A qué renunciamos en nuestra entrega por amor al otro? Por lo general muchas renuncias nos son impuestas. No las buscamos. Pero siempre nos queda elegir lo que nos toca vivir y acogerlo en el corazón con alegría. Sabemos que la renuncia, con el tiempo, va a ser fecunda en el plan de Dios. Otras veces renunciaremos porque buscamos un fin más alto y no sólo satisfacer el deseo inmediato. Renunciar por amor siempre da vida. ¿A qué ha renunciado mi cónyuge por mí? ¿Lo valoro? ¿A qué renuncio por él?

La continencia es algo diferente a la castidad. Es el uso adecuado de la sexualidad de acuerdo a un estado temporal o permanente, que requiere la abstinencia de relaciones sexuales. No es fácil, y es humano que cueste. Lo importante, creo, es vivirlo juntos. La continencia dentro del matrimonio es un medio para vivir la paternidad responsable, que tiene su sentido cuando los esposos buscan retrasar o evitar un embarazo. La castidad, por el contrario, no es sólo un medio. Es un ideal de vida y una virtud para llegar a ese ideal. Ello se consigue a través de la integración de las cuatro dimensiones del amor de las que he hablado antes. La santidad matrimonial pasa por imitar a Jesús en su vida de obediencia, pobreza y castidad, según el estilo propio de un matrimonio y no de un consagrado. Los consejos evangélicos ponen en el centro a Dios y a las personas, educando el apego desordenado de los cónyuges a la propia voluntad, a los bienes materiales y a los instintos de la naturaleza. De igual modo nuestra renuncia como abstinencia en la vida matrimonial es también una fuente de vida. Entender así la renuncia nos da alegría y esperanza. Al renunciar en el plano sexual en un momento determinado, sabemos que tenemos que cuidar mucho más y con más intensidad, los otros amores. El amor erótico, el espiritual y el sobrenatural. Todos esos amores integrados nos darán esa felicidad que anhelamos.

 

Todo esto no lo podemos vivir basándonos sólo en nuestras propias fuerzas. Siempre me viene al corazón el evangelio en el que Jesús camina sobre las aguas e invita a Pedro a caminar hacia Él. Pedro lo intenta, se atreve, camina unos pasos, pero pronto tiene miedo y se hunde. Sus dudas abren las aguas bajo sus pies. Así es en nuestra vida muchas veces. Dudamos y nos hundimos. Nos falta fe. Dejamos de mirar a Jesús y miramos sólo nuestros pies y el agua que no parece firme. En esos momentos se rompe nuestra confianza. Dejamos de creer en el que nos da la fuerza. Dudamos de su presencia cercana. Es por eso que muchas veces la renuncia nos parece desproporcionada. Nos cuesta tener que decir que no a lo que desea el corazón. Nos parece demasiado pesado cargar con ella. Es preciso entonces acudir a la ayuda de Dios, mirar a los ojos de Jesús. Tal vez, después de haber pedido su ayuda, nos dé la impresión durante mucho tiempo de que no la recibimos o que quizá es poca para toda la ayuda que necesitamos. No debemos desanimarnos. Sabemos que la armonía es un ideal que orienta nuestra vida. Pero también sabemos que esa armonía sólo será plena en el cielo. Somos peregrinos, nos estamos haciendo, estamos en camino. Y entendemos que, detrás de cada caída, tenemos que pedir perdón, levantarnos y volverlo a intentar. En muchas ocasiones Dios nos dará la fuerza para no rendirnos, para volver a confiar, para lanzarnos de nuevo al agua. Esta actitud nos cura de todas las falsas ilusiones que podamos tener, y nos enseña a confiar en Dios. No dejamos nunca de soñar con lo que a veces nos parece imposible. Lo peligroso es pactar con nuestra mediocridad y conformarnos con una vida egoísta y mezquina. El peligro es encerrarnos y no dejarnos educar en el amor. El matrimonio es una escuela para el amor. Queremos aprender y dejar que Dios vaya construyendo así nuestras vidas.

 

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