Homilía del padre Carlos Padilla - 19 de abril de 2020
Domingo 19 de abril de 2020 | Carlos PadillaII Domingo de Pascua Divina Misericordia
Hechos de los apóstoles 2,42-47; 1 Pedro 1,3-9; Juan 20, 1-9
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: - ¡Señor mío y Dios mío!»
19 Abril 2020 P. Carlos Padilla Esteban
«Cuando no tengo brazos para abrazar, manos para acariciar. Cuando mi cuerpo guarda distancias prudentes, me sigue quedando la voz. Esa voz basta para expresar el amor más verdadero»
Me gusta la luz de la Pascua. El camino que se abre en medio de la noche hacia el amanecer. La luz que supera la oscuridad. La alegría hecha de sonrisas después de tantas lágrimas. Jesús se detiene ante aquella a la que ama: «Mujer, ¿por qué lloras?». Me mira a mí, a quien también ama, y me pregunta lo mismo. ¿Por qué lloro? Y yo le digo: «¿Pero es que no ves tanto dolor? ¿No ves las personas que han muerto, las que sufren aisladas en su enfermedad, las que han perdido su trabajo y no tienen un futuro fácil? ¿No ves que todo esto nos ha cambiado la vida?». Y Jesús me mira a los ojos. Me mira muy dentro. Allí donde no llega mi vista porque no me veo y no soy capaz de mirar tan hondo. Me mira en mi verdad, en mis miedos más profundos. Y pronuncia mi nombre muy quedo: «¡María!. Ella se vuelve y le dice: - ¡Rabbuní!, que significa: - ¡Maestro!». Basta con que pronuncie mi nombre para calmarme. Lo reconozco en seguida. María había escuchado su voz tantas veces. No supo reconocerlo antes porque no lo esperaba. No estaba buscando a Jesús vivo, lo buscaba muerto. Ese podía ser el jardinero. El responsable de la ausencia de un cuerpo muerto. Pero escuchar su nombre lo cambia todo. En este tiempo en el que no tengo brazos para abrazar, manos para acariciar, labios para besar. En este tiempo en el que mi cuerpo guarda sanas distancias prudentes, me sigue quedando la voz. Esa voz que basta para expresar el amor más verdadero. El tono de mi voz, la caricia de mi voz. Mi voz puede alentar o desanimar. Puede enaltecer a los hermanos o hacerles ver su pobreza. Mi voz es tan poderosa. Es la voz que usa Dios para llegar a otros. O la voz que no sirve para conducir a Dios. ¿Cómo son mis palabras en estos días de Pascua? ¿Cómo es mi voz que busca el encuentro? Las redes sociales le han dado en este tiempo una gran importancia a la voz. Me comunico con mi voz. Es la que despierta esperanza y me hace descubrir a Jesús vivo. María en ese encuentro, de rodillas ante Jesús resucitado, quiere retenerlo. Pero no puede ser. Tiene que subir al Padre, está de paso. Ha resucitado para la vida eterna, no como Lázaro. Le pertenece ya al cielo. Jesús pasa ahora entre los suyos, no se aparece a todos, sólo a los que más le aman. Y los llama por su nombre. Jesús viene a verme en Pascua, sale a mi encuentro y pronuncia mi nombre. Tiene la aparición algo de misterio. Yo quiero ser capaz de descubrir a Jesús vivo. ¿En qué apariencia está ahora oculto? Pienso en las lágrimas de María. Pienso en su dolor hondo. Pienso en mis lágrimas. ¿Por qué estoy llorando? Tengo tristezas profundas. Sé de dónde viene el dolor que tengo. Quisiera que Dios enjugara mis lágrimas y calmara mis penas. Quisiera que ahuyentara de mí todos los fantasmas y me llenara el corazón de esperanza. Decía hace poco el Papa Francisco en medio de esta pandemia: «Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida y entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor». Jesús no viene a eliminar todos los obstáculos de mi vida. No se encarna en mi piel limitada para que mi vida de cristiano sea más fácil, más liviana, sin problemas, sin tribulación. No me libra de la cruz como a mí me gustaría. Yo quisiera caminar por caminos de luz, sin cruz, sin dolor, sin muerte. Yo quisiera vivir sin esta enfermedad que ahora lo paraliza todo. Yo quisiera no tener motivos para el llanto, sólo para la risa. Pero el Jesús que resucita ante mis ojos no me quita la cruz. Más bien la convierte en puerta al cielo, trampolín que me lleva al paraíso. Me gusta pensar en todo lo que Dios me regala. Olvidar un poco lo que me pesa y angustia. Y descubrir su luz en medio de mis noches. Me gustaría abrazar a Jesús como fruto de esta Pascua que llena el corazón de alegría. Yo quisiera retenerlo de rodillas, a sus pies, Jesús conmigo. Igual que quiero guardar esos momentos mejores queriendo que no se acaben y duren eternamente. Pero Jesús sólo pretende que no desfallezca mi fe, que confíe en su presencia a mi lado. ¿Acaso no pronuncia mi nombre al oído para decirme que no estoy solo? Sí, lo hace. Y yo lo escucho. Ha venido a mi vida para que me dé cuenta de su presencia. Está conmigo y no me va a dejar nunca en medio de las sombras que hoy me turban.
Me gusta celebrar en este domingo de la Divina Misericordia a ese Dios misericordioso que sale a buscarme y se inclina sobre mí. Hoy rezo: «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. Digan los fieles del Señor: eterna es su misericordia. Empujaban y empujaban para derribarme, pero el Señor me ayudó; el Señor es mi fuerza y mi energía, Él es mi salvación». Dios Padre rescata a su hijo de la muerte y le da la vida. Tiene misericordia y lo salva de la muerte. El amor es más fuerte que el odio y vence. Jesús hoy también me muestra que la misericordia es más fuerte. Hoy vuelve a buscar a Tomás. Vuelve a mostrarle su misericordia, a salvarlo de sus llantos y complejos, de sus miedos y sentimientos de debilidad. Me gusta este Dios que se abaja sobre mí y me salva de mi angustia. La infinita misericordia de Dios me quiere a mí tal como soy. Normalmente tiendo a esconder mi pecado buscando que me acepte Dios y me quieran los hombres. Me siento como el que esconde su lado feo, su oscuridad para que nadie la vea. Muestro lo bello que hay en mí ante los hombres y también delante de Dios. Me cuido mucho de esconder mis defectos y guardar mis imperfecciones para no ser rechazado. Busco la aprobación. Es el sentimiento que me acompaña siempre y no logro cambiar la imagen de ese Dios que tengo grabado en el alma. ¿Cómo voy a imaginar a un Dios que se conmueve y me besa emocionado cuando llego hasta Él cargado con mi pecado, con mi impureza? ¿Cómo voy a esperar una fiesta después de mi traición? Me cuesta tanto cambiar esa imagen que llevo muy dentro. Pero, al mismo tiempo, ¿acaso no tengo grabado en el alma el abrazo de mi madre después de una caída, de una desobediencia, de un pecado? Su mirada comprensiva siempre me habló del amor de Dios en mi vida. Ella es mi primera experiencia cristiana, mi primera salvación. Su corazón maternal me ha llevado al corazón de Dios. En ella era donde cabía yo entero, impuro, sucio, pecador. Toda mi vida he luchado por mirar así a Dios, como un Dios Padre lleno de misericordia. Quiero creer en su Divina misericordia. Me olvido de ese miedo mío al castigo o a defraudar a quien me ama cuando caigo y no estoy a la altura. Quiero creer en ese Dios que me abraza, me espera, sale al camino a buscarme, a recuperar mi alma perdida, a sanar mi herida. El otro día leía una reflexión de Carmen Bernabé: «El Dios del Templo es un Dios que no se parece en nada al Dios de Jesús. El Dios de Jesús no se queda encerrado, protegido por esos círculos de pureza. Sale a buscar lo que está perdido, lo que está caído, lo que es débil, lo que está herido, para cuidarlo, para incluirlo. La idea de Jesús es que la impureza no se contagia sino la santidad. Se contagia la vida. La vida no se encierra en el templo, sale a buscar lo que está amenazado para darle vida». Me gusta ese Dios que sale a buscarme. No se queda protegido, guardado, reservado, disponible sólo para los puros, para los que no cometen faltas ni pecados, para los que viven siendo fieles a todos los mandatos aspirando a esa perfección imposible para el hombre. El Dios en el que creo, el Dios de Jesús, no es un Dios que se guarda para no contagiarse de mi pecado y de mi impureza. Todo lo contrario. El Dios de Jesús es un Dios que sale a dar su vida, sale a contagiar su santidad. Eso me gusta. La santidad se contagia más que la impureza. A veces pongo barreras para que no me contagien los otros, para que no me haga daño su pecado, para que su compañía no me hiera ni manche mi fama. Y vivo cuidándome, estableciendo círculos que los impuros no puedan atravesar. Pongo barreras, me aíslo. No me gusta esa Iglesia protegida que no se accidenta pero que no sale. He convertido mi Iglesia en un club de puros y perfectos, de santos sin mancha, de cumplidores de todos los mandamientos, de almas intocadas por el pecado. No es así. En la fiesta de hoy justamente celebro que Jesús sale a buscarme cuando me alejo de Él herido por mi orgullo, sucio por mi pecado, impuro por mis pensamientos que no son santos. Sale a buscarme para decirme que me quiere con mi pecado, porque es parte de mí. Es un tumor que me enferma y a la vez forma parte de mí. No me lo puedo arrancar, no puedo negar su existencia. Soy yo con lo bueno y lo malo que tengo. Con mis defectos y virtudes. Pienso en esa debilidad que es la raíz de todos mis pecados. Ahí me reconozco una y otra vez como pecador débil. Me veo cayendo por la misma cuesta en pendiente cada día. Y no logro rehacer el camino de regreso a casa. José Antonio Pagola escribe: «Es la misericordia y no la santidad el principio. Dios es grande. No porque excluya. Sino porque incluye a todos. No es la propiedad de los buenos. Abraza y acoge. Nos pide que reproduzcamos la misericordia de Dios». Sueño con ese Dios que sale en mi búsqueda para hacerme sentir amado como soy. La misericordia de Dios me salva, me levanta. Me hace reconocerme hijo, de nuevo en casa, a salvo con mi Padre. Soy hijo de Dios, eso me salva. Me quiere como soy, en mi pobreza. Me acepta con mi pecado. Pero no le hace daño mi fragilidad, sólo me hace daño a mí. Yo no mato a Jesús en la cruz. Mi pecado no le decepciona. Simplemente le duele mi dolor. Y quiere que mi vida sea plena. Sabe que puedo ser más feliz de lo que soy ahora. Y para ello necesito dejarme amar y querer en mi pobreza. Sin su misericordia no puedo levantarme.
Siempre me impresionan estos días de la Octava de Pascua en los que Jesús se aparece con cuerpo glorioso a los que ama. Se aparece y no le reconocen. Y en sus gestos de amor ven con más hondura y lo descubren oculto. Jesús se manifiesta en ese gesto de amor que tenía para cada uno. Va a Galilea y allí, junto al lago, en su mar amado de Genesaret, donde amó la vida y llamó a los suyos, se reencuentra con ellos y de nuevo salen a pescar juntos. Jesús y sus apóstoles, sus amigos. ¿No es verdad que sueño en este tiempo de encierro con volver a los lugares donde he amado tanto la vida? Es algo muy fuerte en el corazón que clama y lo llena de sueños. Quiero volver a los lugares amados y con las personas amadas. Después de tanto tiempo sin abrazos, sin encuentros, sueño con una Pascua de reencuentros y abrazos. Cincuenta días de luz, de volver a abrazar y a amar como Jesús ama. El otro día escuchaba: «Una de las claves de la felicidad son los otros». Contradice a Sartre que aseguraba: «El infierno son los otros». ¿Es el otro el cielo o el infierno? Puede ser el paraíso cuando mi vida resucita con Cristo. Él lo hace posible. Quiero volver con los que amo. Vivir con ellos. Son mi camino al paraíso. Es lo que Jesús hace en estas apariciones de estos días. Vuelve a su tierra amada, a sus raíces, a Galilea. Vuelve a los que ama y los abraza, y les dice que los ama. Además, ahora vuelve de un modo nuevo, con una esperanza nueva. No es volver a la vida de antes, a la misma pesca, al mismo horizonte estrecho. Todo se ha ampliado. Jesús hace en este camino de la muerte a la vida todas las cosas nuevas. Yo espero que algo cambie en mi vida cuando todo esto pase. Me da miedo pensar que todo va a seguir igual. La misma red, la misma barca, la misma mirada. Seguro que será diferente. Es lo que espero, lo que sueño, lo que pido cada noche al acostarme. Que cambien mis pasiones, mis prioridades. Que tome en cuenta lo importante y no me pierda en superficialidades que me dejan vacío. Que valore lo que tengo y no viva esperando lo que no es posible. Miro mis redes vacías y veo cómo Jesús las llena cuando me parecía imposible. Él prepara la comida para mí en la orilla como hizo un día para ellos. Lo hace esperándome, esperándolos. A mí me espera siempre. He visto cómo Juan ve a Jesús de lejos y lo reconoce: «¡Es el Señor!». ¡Qué mirada tan pura! Ve a Jesús oculto en esa apariencia desconocida, nueva, resucitada. Es Él por fin que ha vuelto y está vivo. Es Jesús que viene a mi mar, a mi vida, a mi barca. Le pido que me ayude a abrir los ojos para reconocerlo vivo entre los muertos. Juan grita al reconocerlo. ¿Y Pedro? Él se lanza al agua. Parece que sí ha creído en esa mirada de amor de Jesús en casa de Caifás, cuando negó tres veces y lloró. Pedro corre hacia Jesús, desnudo, despojado ya de todo mérito y de todo poder. Ya no es el vencedor, sino el derrotado. Y Jesús sólo le pregunta si lo ama. Me toca el corazón esa pregunta. Jesús necesita el amor de Pedro. ¡Qué alegría ese encuentro para los dos! Así va a ser para mí. Jesús vive y se acerca a mí en medio de mi rutina. Me espera en la orilla de mi vida, cansado del trabajo, de este tiempo de encierro, de estas horas que pasan. Viene a la orilla de mi mar a decirme que me ama y quiere saber si yo le amo. Se aparece en medio de mi actividad cotidiana. Y sólo me pregunta si lo amo. Y yo, que soy torpe, que tengo miedo y he vivido la muerte y el dolor. Yo que soy de barro, y tengo manos de barro, dudo. No siempre lo reconozco ni lo amo. Creo en Él y lo espero. Pero no siempre distingo sus manos, ni sus pies, cuando camina y habla a mi lado. No escucho su voz o la confundo con otras. Me gustaría verlo como Juan. Y creer en los que lo ven como Pedro. Necesito comer con Él en la orilla. Ese mismo pescado que he pescado con Él. Necesito decirle desde mi limitación: «Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero». Jesús llena de sentido mi vida entera. En estos días renuevo mi vocación, la llamada que escuché en mi alma un día. Me la vuelve a gritar para que no me olvide. Él ha caminado a mi lado tantas veces. Él ha sanado mi corazón herido en medio de mi dolor. Él ha cenado conmigo para que nunca me sienta solo. Él ha cargado con mi fragilidad humana cuando yo pensaba que podría hacerlo yo todo solo. Él ha creído en mí incluso cuando nadie más creía, ni siquiera yo mismo. Él ha soñado conmigo en sus sueños más vivos. Y me ha amado sin medida. Y ahora me recuerda cuánto me ama y me enseña a vivir de un modo nuevo, a su manera, ya no a la mía. Esa es la fuente de mi alegría pascual. Soy un hombre nuevo, porque Jesús ha resucitado en mí cambiando mis formas y el fondo de mi alma. Merece la pena vivir con Él. Eso es la Pascua y esta octava que recorro. Es el reencuentro con aquel al que amo y está vivo. No permaneció en la tumba donde lo enterraron. Ahora está vacía. Jesús vive dentro de mí, en cada alma que le ha dicho que sí desde su pobreza. Vive en mí casi sin yo saberlo. Abrazo esta vida nueva y quiero dar alegría a los que tengo a mi lado. Soy para ellos su cielo, no su infierno.
Me gusta ese Jesús que llega atravesando las paredes y la puerta de mi casa y me da paz: «Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: - Paz a vosotros». Yo también vivo encerrado por miedo a la muerte, a la enfermedad, al contagio. Miedo a no controlar la vida si me expongo. Miedo a perder a algún ser querido. Tengo miedo a la vida que se escapa entre mis dedos y me duele en las entrañas. Cierro la puerta. Un médico escribía: «Estoy siempre lleno de miedos. He ido mejorando el miedo. Este miércoles tuve que acudir a la UCI para un enfermo. Muchos pacientes intubados luchando por vivir. Un enfermo acababa de morir. Nos fuimos de allí con el alma en los pies. Era una guerra. Lloré al irme a casa. No me quitaba de la cabeza esa imagen. Pensé: - Yo con esto no puedo. Y esta mañana en la cama he recibido una gracia. María me decía que el peregrinar por este mundo no es lo único que hay. Hay un más allá. Ha sido una inyección de fe, de paz. El cielo puedo ya tenerlo dentro de mí si mantengo mi intimidad con María y Jesús. Que lo que suceda en este camino no importa tanto. Ha sido una gracia. Es todo difícil de explicar. Permanece el miedo en el alma, mezclado con esa paz de Dios». Lo que vivía este médico quizás es parecido a lo que vivían los discípulos. Tenían miedo. ¿Qué hago con el miedo que se adentra en el alma y me quita la paz? ¿Cómo hago para mantener la paz cuando vivo tan inquieto y angustiado? Necesito que Jesús atraviese las paredes de mi cuarto, rompa mis cerrojos y me regale su paz: «Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío Yo». Necesito esa paz, ese envío. Necesito que venga a mí en medio de esta pandemia. Necesito que acabe con mis miedos. Algunos totalmente irracionales. No encuentro justificación. Pero están ahí enraizando dentro de mis huesos, atándome a mi cama, haciéndome huir de la vida cuando lo único que deseo es seguir viviendo. El miedo es lo más humano, y al mismo tiempo es lo que me vuelve más inhumano. Me vuelvo mezquino y cobarde. Me escondo de la vida por miedo al contagio. Por miedo a caer enfermo. Pienso en el miedo que los fariseos tenían a contagiarse. Comenta Carmen Bernabé sobre el seguimiento a Jesús: «El Dios de Jesús no necesita sacrificios. Deja lo separado, lo exclusivo, para acercarse a los excluidos para incluirlos. Es el Dios que incluye, acoge e introduce. Una nueva estrategia de misión. No quedarse encerrado ante una posible impureza. Contagiar santidad. Dejar el miedo a un posible contagio de impureza o imperfección». Jesús resucitado se acerca al que se ha excluido del resto encerrado en su impureza y en su miedo. Ese Jesús glorioso no teme el contagio de la impureza. Atraviesa las paredes y puertas cerradas para regalar santidad. Esa actitud suya es la que yo deseo. Es otra forma de entender mi misión. Jesús no se aísla de los impuros. Y me invita a ponerme yo en camino hacia el impuro. Ahora me protejo en medio de la pandemia. Para no contagiar a otros, para parar la infección. Y está bien. Pero a algunos, como a Jesús, les tocará atravesar paredes para llegar a los enfermos contagiosos, «impuros», y ayudarles a salir adelante. Esos médicos y enfermeros, como Jesús, recorrerán las camas de los hospitales dando esperanza, guardándose su miedo y gritando por los pasillos: «Paz a vosotros». Darán consuelo al que apenas puede respirar y sueña con un poco de aire en sus pulmones. Ese enfermo que no quiere paz, sólo aire. Necesita ese oxígeno que sí trae la paz. Ellos les ayudan a vivir un día más, una hora más. Como ángeles que pasan bendiciendo. Es la misión de muchos. Y la de otros es orar en silencio, pedir la paz. Y que esa paz de Dios me quite el miedo al contagio, a la muerte, a la misma vida. Ese miedo que no me deja salir de mí. Me bloquea, paraliza mi deseo más hondo y verdadero de querer dar la vida. ¡Cuántas veces le he dicho al Señor que se lo entrego todo! Y luego, con miedo, sujeto bien las riendas de mi vida para que no descarrile mi alma. Vivo en este tiempo escondido, guardado, no por miedo a la vida sino por proteger la vida de otros más débiles. No quiero tener miedo a la vida. Me guardo en mi hogar pero no quiero encerrarme en las paredes de mi corazón. Hoy Jesús rompe mi puerta y me trae su paz. Me bendice, me hace su testigo y me envía a llevar su paz y su vida a muchos corazones. Testigo de la esperanza en medio de un mundo que no ve la luz. Me anima a llevar el perdón y la misericordia: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Ese envío me parece un milagro. Puedo ser testigo de su misericordia. En este tiempo lo hago guardando una sana distancia. Sin poder perdonar como antes. Pero me siento igualmente un testigo de su perdón. Dios me ha perdonado a mí. Soy un hijo que ha sido abrazado por el Padre en medio de su vida, de su camino. Esa experiencia es la que me salva. Tengo el alma tan herida y llena de miedo. Pero oigo su voz al otro lado de mi puerta. Apocalipsis 3, 20: «Yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo». Jesús resucitado pasa por mi vida y sólo me contagia santidad, no se contagia de mi impureza. Él vence todos los obstáculos que le pongo. Abre las puertas de mi alma. Embellece mi rostro. Purifica mi corazón. Esa experiencia me da paz. Me invita a salir de mí, para que no tenga miedo. No quiero vivir paralizado por un miedo irracional a morir. Dios me espera siempre para una vida eterna.
El día que Jesús entró atravesando las paredes faltaba uno: «Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: - Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: - Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». Es normal. Él amaba tanto a Jesús como el resto. ¿Por qué Jesús no eligió otro momento? ¿Por qué no ocurrió todo cuando él estaba allí con los demás? ¿Por qué no se le apareció a Él personalmente? Cuesta entenderlo. Todos los apóstoles no parecían iguales. Había unos más cercanos a Jesús. La envidia es un sentimiento muy venenoso. Se mete en el alma casi sin que uno se dé cuenta. Y me hace pensar cosas que me amargan por dentro. Una persona me comentaba el otro día: «Tengo la sensación de que se me quiere menos». ¿Cómo se mide el amor? ¿El número de gestos que recibo es el que marca la diferencia? ¿Y un amor que se expresa menos es menos grande? No lo sé. Sólo sé que el amor que no se expresa languidece. Y el amor que se expresa se hace más grande, más hondo. Un abrazo fuerte, de esos que ahora no tengo, me hace sentir muy querido. Un grito, una bofetada, un desprecio, un desinterés me hieren por dentro. Y llevo grabada la herida por mucho tiempo. Los gestos son importantes. ¿Tenía razón Tomás en su juicio o era sólo una sensación del alma? La percepción de la realidad siempre es subjetiva. No me equivoco si pienso que me quieren poco. No me equivoco si me siento el más querido. La realidad es la que es, pero sé que lo que manda en mi corazón es cómo la percibo. La percepción subjetiva, muchas veces equivocada, tiene mucho poder. Tomás es uno de los doce. Jesús pasó una noche en oración para elegir sólo a doce. ¿Y los no elegidos se sintieron menos amados? No lo sé. Corro el peligro de vivir comparándome continuamente. Siempre hay alguien más inteligente que yo, más hábil, más capaz, más bello por dentro y por fuera. Siempre alguien que destaca por encima del resto y es más querido por todos. Y siempre yo, pequeño, despreciado, herido. Sufro por una herida que cargo en el alma desde el nacimiento. Y no me siento bello ni capaz. ¿Cuántas veces tienen que decirme que valgo para que me lo crea? ¿Un «no vales» que escucho es suficiente para tirar por tierra mi autoestima? ¿Quién manda dentro de mi alma? ¿Soy capaz de poner en orden el desorden de mis afectos? Comenta el P. Kentenich: «Nuestro desarrollo ha sido a menudo enfermizo y nuestro instinto de amor se ha desarrollado débilmente. Si Dios no toma en sus manos nuestro instinto de amor y lo arrastra hacia el sol, seguiremos siendo siempre chapuceros en el campo del amor. ¡Aumenta, Señor, en nosotros el amor!»[1]. Quiero madurar en el amor, crecer. Seguro que Tomás se sintió menos amado antes que ahora. No basta sólo un rechazo para llamarme a mí mismo rechazado. ¿Tenía razón entonces? Juan se sentía el más amado. Tomás menos. Son sólo percepciones. Pero esas sensaciones tienen tanto poder. Tomás exige lo imposible. Quiere meter la mano en la herida de Jesús. No tiene sentido, basta con verlo. Tomás exige un signo de predilección. ¿Se pueden forzar el amor y la amistad? No. Y menos aún puedo exigir que me quieran, que me amen, que me prefieran. Cuanto más lo exija, menos recibiré. Tampoco puedo construir mi autoestima a base de likes que satisfagan mi deseo de ser amado. La vida es injusta. No siempre voy a recibir amor. Tocaré el desprecio y la indiferencia a menudo. Me dejarán de lado y elegirán a otros. Y yo haré lo mismo con otras personas. Suele ser así. No hay equilibrio en el amor que doy ni en el que recibo. Nunca lo hay. Vivo tratando de llegar a lo que los demás me piden. Comenta Sor Verónica fundadora de Iesu Comunio: «Nos destruimos para responder a lo que nadie nos ha pedido. Así seremos más amados». Pero luego no es así. No soy tan amado como deseo. No logra el amor finito colmar el deseo de infinito que tiene mi alma rota. Las heridas de amor quedan grabadas en mi corazón. Me hacen reaccionar desproporcionadamente cuando vuelven a tocarme allí donde me duele. Tomás llora porque no es amado. Siempre en comparación con los que me parecen mejores, más bellos y queridos. Nunca me comparo con los despreciados. Con ellos no vale la comparación. Me da pena encontrar a personas infelices con su vida tal y como es. Lo tienen todo en apariencia. La familia que desean. El trabajo que buscan. El dinero que esperan. Pero no son felices. Siempre les falta algo. Se comparan con otros que tienen más. Un poco más. Y son infelices teniéndolo todo. Esta cuarentena que vivo me confronta con los límites físicos de mi propia vida, con lo que tengo. No es lo mejor, pero sí lo mejor para mí. Esto me basta para tocar el cielo en la tierra. En mi realidad y en la forma como la percibo, en las sensaciones que guardo, tengo la oportunidad más grande para ser feliz. Si no lo soy es sólo mi culpa, no del mundo, no de los otros, no de la injusticia de un amor en el que no soy el más amado. Me comparo con los que más admiro. Y desprecio a los que tienen menos que yo. No tengo derecho a ser infeliz teniéndolo todo. Es injusto. Tomás es injusto. Pero al verlo siento que tengo tanto de él. Me parezco. Recuerdo mi última queja, mi última amargura, mi último reproche. No tengo derecho a esperar más. Tengo más bien el deber de besar con amor el suelo que piso, la vida que tengo, los sueños que acaricio.
Y al octavo día Jesús regresa a la misma casa: «A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: - Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: - Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: - ¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: - ¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto». Siempre me emociona el regreso de Jesús sólo por un hombre. La perseverancia de Tomás. Su deseo infantil de meter los dedos en el agujero de los clavos, la mano en su costado. Contemplo ese cuadro de Caravaggio en el que Jesús empuja la mano de Tomás para que se adentre en la hendidura que dejó la lanza en su costado abierto. Ese hueco en el que entró toda la rabia de Tomás, toda su incredulidad. Allí se sumergieron sus dudas, sus miedos, sus propias heridas. Tomás era un enamorado herido. Uno de esos que ama y no se siente correspondido. ¿Era su culpa? Es tan subjetiva la forma como recibo el amor. Pueden amarme mucho y yo no ser consciente de tanto amor. Es subjetivo. Yo miro e interpreto. Contemplo y juzgo. Eso hizo Tomás el primer día de la semana. Y luego los siguientes días de nubes densas sobre su alma. Hasta que llegó este octavo día. Día de la misericordia de Dios que regresa al punto de partida. Jesús volvió a casa a buscar la oveja perdida. Le importaba mucho más Tomás que ningún otro. No tenía Jesús nada que demostrar. Pero sí sabía que había un corazón que sanar. Tocó la herida y Tomás creyó. Creyó incluso antes al verlo entrar en su presencia. Esta vez sí que estaba. No había faltado a la cita. No sabía cuándo podría volver Jesús. No sabía si podría llegar a verlo. Pero él perseveró. No se alejó de la casa. Se quedó allí, por miedo a los judíos, por si acaso Jesús volvía. No quería estar lejos otra vez. Jesús regresa por amor a Tomás. Eso me emociona. Jesús se adapta a sus planes infantiles, a sus deseos más nimios. Tocar la herida. ¿No bastaba con mirar? No, Tomás quería tocar. Como yo. Como tantos. Mi fe necesita tocar evidencias, acariciar pruebas. No creo en un amor que no se manifiesta en gestos, en caricias, en detalles. Dudo de un amor hecho sólo de palabras. Siento que se lo lleva el viento y lo erosiona el olvido. Me gusta tocar para creer. Me parezco a Tomás que exige pruebas. «Si de verdad me quieres…». Le digo a Jesús, a la persona que amo, a quien me ama. Es la súplica más humana que brota del corazón. No me gustan los hechos que contradicen el amor prometido y expresado. A menudo veo que amo mal. Mi corazón no se ensancha. Surgen las dudas, los celos, las envidias cuando amo mal. Cuando mi amor no ensancha mi corazón sino que lo empequeñece y seca. Me gusta ese amor del que habla el P. Kentenich: «Sólo el amor querido por Dios y afín a Dios hace al ser humano libre, alegre y fecundo. Su amor participa así de forma creciente de la inagotable riqueza de Dios, que regala constantemente sin por ello empobrecerse»[2]. Mi amor querido por Dios crece cuando se alimenta en su fuente, en su costado abierto. Desde ese lugar que Tomás toca con sus manos temblorosas surge la vida. Aquel que se sintió rechazado ocho días antes, hoy experimenta una misericordia inmensa. Un amor desbordante. El corazón herido es permeable a ese amor inmerecido, gratuito, imposible de contener. Dejándose amar, Tomás se sana. Gracias a su duda inicial, toca ahora un amor con el que nunca ha soñado. Y su amor se vuelve más grande, más maduro, más verdadero. Mi amor, cuando toca el amor de Dios, crece, se ensancha, se multiplica, no disminuye, madura. No se divide, ni se vuelve pequeño, crece de una manera insospechada. Se agranda mi alma al tocar a Dios y dejo atrás los pensamientos mezquinos.