ORANDO- Jesús Ginés O.

¡Aquí esta Juan! Esa es mi oración – le respondió el aparente mendigo, sentado en el último banco de la iglesia, al sacerdote que le veía todos los días y le preguntó qué hacía. No sé rezar, pero yo le miro y el me mira. Después me voy contento a enfrentar el día.

En este, ya muy dilatado encierro, la oración es una de nuestras posibilidades de alivio. Y como cristianos comunes rezamos el Padre nuestro. Es la plegaria que Jesús susurró a los apóstoles que le pidieron les enseñara a orar. El gran escritor Tertuliano, unos cien años después, dijo que el padrenuestro contenía todo el evangelio.

Curiosamente el padrenuestro coincide con la sencillez del mendigo en cuestión. Es la mirada de Dios y la nuestra. El nos dice su nombre, nos anuncia su proyecto y nos invita a seguirle. Nosotros le decimos que tenemos hambre, que somos pecadores, que nos cuesta perdonar y que nos faltan las fuerzas para rechazar la maldad.

Al igual que el mendigo, cada vez que rezamos con el padrenuestro, si es que ponemos atención, -porque de tanto recitarlo, se nos va la mente a cualquier otro lado-, hacemos presente la mirada de Dios y la nuestra. Así de simple.

Hacer lo que Dios quiere, acoger su reino y pronunciar su nombre es o debiera ser nuestra tarea cotidiana. De lo demás se encarga Dios; darnos de comer, perdonar nuestras ofensas y librarnos de todos los males que nos rodean.

¡Qué sencillo es orar desde la perspectiva de Dios que se nos revela a través de tantos aparentes mendigos que se acercan a él, simplemente con la confianza de los niños y que no tienen problema en quedarse en la última fila, apenas a la entrada del templo. Ante Dios no hay diferencias. Ricos o pobres, grandes o chicos, hombres o mujeres, miramos a Dios y El nos mira. En eso consiste la mejor oración. Más que a pedirle vamos simplemente a estar con El. Después  podemos volver tranquilos a la calle nuestra de cada día.

JESÚS GINÉS ORTEGA