Homilía del padre Carlos Padilla - 12 de diciembre de 2021

Domingo 12 de diciembre de 2021 | Carlos Padilla

La Virgen de Guadalupe                                    

III Domingo Adviento. Domingo de la alegría

Eclesiástico: 24,23-31; Filipenses 4:4-7; Gálatas: 4, 4-7; Lucas: 1, 39-48

«¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre»

12 diciembre 2021    P. Carlos Padilla Esteban

«Quiero mirar mi vida como lo hace María. Alegrarme en Dios porque hace en mí maravillas y yo soy tan pequeño. Esa mirada es la que me salva y hace que viva feliz cada regalo de Dios»

Se levantó como cualquier día Juan Diego. Tenía miedo en el alma, estaba inquieto. Había visto a María y su corazón se sabía amado profundamente, era preciosa, la mujer más bella jamás vista. En el monte, donde menos podía esperarlo. La vio y todo cambió en su alma. A Ella no podría negarle nada, pensó en su corazón. Se siente querido, se sabe el más pequeño de sus hijos: «Juanito, el más pequeño de mis hijos, yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive». Pero amanece ese día y comprende que su tío lo necesita, se encuentra enfermo. Y entonces lo urgente pasa a ser prioritario en ese nuevo día. Su tío necesita un médico, está muy enfermo y él puede ayudarlo porque es joven y está sano. La urgencia siempre tiene prioridad en la vida, lo había aprendido. Lo prioritario es cuidar a su tío. Sólo una cosa turba su ánimo, la Virgen María. Ella quiere que vaya a llevarle al obispo una prueba de su existencia. Pero no puede hacerlo porque ahora su tío es prioritario, el obispo y María pueden esperar. Es sensato Juan Diego y muy prudente. Yo mismo optaría por lo urgente. Un templo en honor de María no es prioritario. El tiempo no urge para las cosas del alma. Pero la vida que se lleva la enfermedad es algo más grave, más urgente. Es necesario darle prioridad. Con esos pensamientos deja Juan Diego su casa y emprende el camino que cambiará su vida para siempre. En mi propia vida resuenan los pensamientos de Juan Diego. Yo también doy prioridad a lo urgente, pues la tiene. Contesto al que me llama, respondo al que me pide, actúo cuando me presionan. Lo urgente es prioritario, siempre lo es. O al menos lo que parece urgente. ¿Quién decide lo que es urgente y lo que no lo es? Es todo muy sutil, muy vago. Siempre puede haber varios bienes en juego. Yo tengo que optar por ese bien que hago primero, aunque deje de hacer otro. No importa. Yo me pongo en camino a salvar lo inmediato, lo más importante en ese momento. Y me convenzo a mí mismo de que estoy haciendo lo correcto. Es mi tío, está enfermo, es lo que Dios me pide, seguro. Es curioso cómo pongo en Dios deseos que son míos. Me meto en sus pensamientos y le atribuyo mis propias convicciones. Es como si Dios fuera un reflejo de mi propia manera de ver las cosas. Doy un rodeo como Juan Diego, para evitar lo que me asusta, justificando mis miedos, defendiendo mis decisiones. Evito la confrontación, el conflicto, el problema. Eludo el camino complicado. Y siempre encuentro alguna excusa válida, como recurrir a lo urgente. Me acostumbro a la comodidad y no quiero que nadie altere ni mis planes, ni mis pasos. Detrás de la enfermedad que me mueve se esconden miedos. No quiero enfrentar caminos desconocidos y busco excusas. No quiero tener que hacer lo que supera mis fuerzas. Es la tentación de la comodidad, de no querer salir de esa zona donde estoy seguro. Mi casa, la de mi tío, su salud y bienestar. Ahí lo controlo todo. Yendo a ver al obispo todo me supera. Juan Diego soy yo tantas veces dando rodeos para evitar el problema. Que lo resuelvan otros, que otros actúen y den respuestas, que otros digan lo que yo no me atrevo a decir. Me falta valentía para enfrentar la vida y lo maquillo todo bajo el cumplimiento de mi deber. Sigo en el trabajo que me da de comer a pesar de saber que no es el lugar que me hace crecer. Mantengo una relación que no me construye por miedo al daño de cortar lo que un día empecé. No quiero desilusionar a nadie ni hacerles daño y pospongo las decisiones importantes. Dar rodeos es siempre mi estrategia. Y entonces llega María y detiene a Juan Diego en el lugar más inesperado, al pie del monte: «No temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro de que ya sanó». Esas palabras de María salvan a Juan Diego, salvan su vida. Él tiene miedo de enfrentar lo imposible. Es un indito ignorante que no sabe nada. Y María le promete darle su sabiduría y sostener sus pasos. Juan Diego no puede hacer otra cosa que aceptar ese amor tan grande: «Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; enseguida baja y tráelas a mi presencia». Juan Diego obedece. Y en esa tilma deja Ella impresa su faz, para que nadie olvide su amor, su rostro, su misericordia. Y la vida de Juan Diego cambia. Ya no tiene que preocuparse de nada. María va a estar con él todos los días sosteniendo su vida.

Soy un convencido de que lo que no vivo con las personas, con aquellos a los que veo, no podré vivirlo nunca con Dios. En mis relaciones humanas establezco una forma de actuar y de comportarme. Vivo de una determinada manera los vínculos. Exijo mucho o doy sin pedir nada. Agradezco o echo en cara lo que no recibo. Miro con optimismo la vida o lleno de melancolía, sin alzar la cabeza al cielo. Hay rasgos de mis relaciones humanas que se dan en mi relación con Dios. La gratuidad es algo fundamental para que llegue a darse la intimidad entre personas. El tiempo que invierto en una persona es gratuito, no es obligación. Lo primero que hay en la Iglesia no son los mandamientos, sino la experiencia de un amor gratuito. ¿Qué impera en mis vínculos humanos? ¿Hay gratuidad u obligación? Es gratuito mi amor cuando no espero nada y sólo doy. Cuando no busco, no exijo, no obligo. Sólo me doy sin esperar nada más que reciprocidad en ese amor que entrego, si es que es posible. Y si no simplemente permaneceré ahí esperando a tu lado, amando, cuidando la vida. La gratuidad es una forma de vivir. No hago las cosas porque espere un pago por ellas. En mis relaciones humanas la gratuidad es fundamental para que el amor crezca en paz. No te doy mi tiempo para obtener algo a cambio. No estoy contigo porque merezca la pena tu compañía, porque tu posición económica y tu poder me beneficien. Simplemente estoy a tu lado porque quiero perder el tiempo contigo, sin prisas, sin agobios. El tiempo dado en gratuidad es lo más valioso que tengo. Soy rico en tiempo, aunque me falten muchas cosas. El uso que dé a mi tiempo es lo importante. Miro con gratuidad las relaciones que voy cuidando. No me quejo, no vivo demandando, agradezco siempre. Esa gratitud es la que salva mi alma y me da paz. En mis vínculos humanos es importante la paciencia. El amor crece lentamente. La amistad se ahonda con el tiempo. No quiero tener prisa. Tampoco con Dios. Los tiempos de Dios son distintos a los míos. Hace años me regalaron un reloj de arena. No me imaginaba que la arena pudiera pesarse en minutos. Nadie compra un reloj de arena sin saber cuántos minutos de arena contiene. Al menos es lo que me dijeron. ¿Para qué serviría si no sé el tiempo que acumula? Es necesario contabilizar los minutos, medir la vida. Lo hago siempre, como queriendo retener el tiempo, como queriendo dejarlo escapar. Mi reloj tenía sólo tres minutos de arena. ¿Cuánto vale un minuto? ¿Cuántos minutos caben en una espera? ¿Cuántos minutos de arena estoy dispuesto a esperar para lograr mi objetivo, la meta? ¿Cuánta arena estoy dispuesto a invertir en una relación, en una amistad, en un vínculo? ¿Cuánta arena alberga y deja escapar por su hendidura mi propia vida? La vida importa, y el tiempo, y las cosas que me suceden. Y un reloj de arena me pone en mi sitio. Sé cuánto tarda en caer la arena. Sólo tres minutos. Si se acaba la arena, le doy la vuelta y todo vuelve a empezar. Otros tres minutos. Si acabo yo antes de que pasen tres minutos, me quedo tranquilo. Todavía me queda tiempo. Tres minutos son pocos. O bastantes. Depende. ¿Qué se puede hacer con tres minutos en mi vida? Cuando estoy contento, tres minutos son un suspiro. Cuando la situación es difícil, parecen eternos. Tres minutos apenas alcanzan para dar la vida. Aunque se puede entregar la vida en un minuto. Una respuesta es rápida, son sólo segundos. Un sí o un no. Un dejarlo todo en manos de Dios puede ocurrir en un momento. Hay minutos de arena que han marcado mi vida para siempre. Una decisión importante, un imprevisto, la espera de una respuesta. Un sí alegre. Un no doloroso. Algunos de esos minutos fueron eternos. Algunos me dejaron una huella profunda. Otros se olvidaron para siempre. A veces bastan tres minutos para vivir de verdad. Otras veces no me bastan. Pueden ser fundamentales para muchas cosas. Pueden no servir para nada. ¡Cuántos relojes de arena de tres minutos han pasado por mi vida! ¡Cuántas cosas puedo hacer con sólo tres minutos! ¡Cuántas veces me angustio por lo que aún no ha ocurrido y el tiempo se me escapa! Dejo de disfrutar el ahora. El otro día leía: «El momento en que dejas de preocuparte por lo que va a pasar, empiezas a disfrutar lo que está pasando». Pensaba en mi reloj de arena. Lo llevo en al alma. Cae la arena. Si le doy la vuelta, todo comienza de nuevo. Otros tres minutos comienzan a caer. Hago así de un minuto un sueño, de un minuto una pasión por la vida. Minutos pasados, vividos, soñados. Minutos que han cambiado mi vida. Vivimos la vida dejando pasar la arena entre los dedos. Parece magia. Aprovecho esos minutos como un niño. Como un sabio. Si estoy con alguien no debería caer la arena. Me gustaría tener el don de perder la vida con el que comparto el camino sin medir, sin contar. No hay tiempo en las manos. No hay prisas, ni arena cayendo. Todo se detiene cuando me dejo la vida de repente. El tiempo es eterno, es de Dios, no es mío. Ojalá aprendiera a dejar caer la arena sin preocuparme del tiempo perdido. Dejar caer el tiempo cuidando a las personas que Dios pone en mi camino. Y esa misma paciencia que tengo con los hombres la tendré con Dios.

Hay personas que se preguntan siempre: «¿Qué me puedes ofrecer? ¿Qué vas a hacer por mí?». Y los demás las decepcionan. Viven siempre quejándose de lo que el otro no les da. Si haces lo que ellas desean, resulta que te has portado bien y mereces su aplauso, su cariño. Pero si no lo haces, eres la peor persona y no mereces nada. Cuando vivo así, viendo en los demás la obligación de cuidarme y pensar en resolver mis problemas. Cuando los demás tienen que portarse bien conmigo. Nunca estaré en paz del todo. Siempre habrá algo que no harán, una omisión, una ausencia, un silencio inoportuno, un desaire, una palabra dicha fuera de lugar, una falta de interés, un adiós en el momento menos oportuno. Y los demás me tendrán miedo. No tenderán la mano por miedo a que me aproveche de ellos.  No querrán ayudarme porque puede que no me interese su ayuda y no querrán recibir mi desprecio. Les asustará que pueda malinterpretar sus actos, sus palabras, sus omisiones, su lenguaje no verbal. Tendrán miedo de decepcionarme. La vida no se puede medir de esa manera, como si el amor siempre estuviera a prueba. No quiero ser mirado con lupa en todo lo que hago. No quiero que juzgues mis intenciones cada vez que me acerco. No quiero que me digas que me he portado bien, temo el día que no lo haga. Es cierto que le exijo a la vida mucho y al amor una incondicionalidad que sólo el amor de Dios posee. Eso es lo que sueño. Deseo que me ames sin ponerme a prueba cada día. Que no esperes tanto de mí que no te lo pueda dar. Que no me examines en mi fidelidad desconfiando de mis intenciones. Decía el Papa Francisco: «Si no nos reconciliamos con nuestra historia, ni siquiera podremos dar el paso siguiente, porque siempre seremos prisioneros de nuestras expectativas y de las consiguientes decepciones»[1]. Las expectativas que me creo pueden hacerme daño. Y las decepciones no me dejan creer y me llenan de amargura. Creo que la pregunta que me debo hacer en la vida es otra: «¿Qué necesitas que haga por ti? ¿Qué te preocupa, qué te duele, qué te falta, qué sueñas, qué te interesa, qué deseas? ¿Cuáles son tus miedos, tus anhelos más íntimos? ¿Qué quieres que no me pides? ¿Qué puedo hacer por ti ahora mismo, cada día, siempre?». Te miro pensando que es posible amar de esa forma. Amar sin exigir, amar sin pedir, amar dándome y deseando complacer los deseos de la persona amada. No pongo mi felicidad en el centro. No pretendo ser consolado sino consolar. Ser amado sino amar. Ser abrazado sino abrazar. Ser comprendido sino comprender. Ser buscado sino buscar. No quiero ser pasivo en mi amor. Deseo esa proactividad del que se pone en camino al encuentro del tú. No me decepcionas nunca porque no te exijo aquello que no me puedes dar. No vivo examinando tu conducta, midiendo tus pasos, escrutando tus deseos y planes ocultos. Acepto que tu amor será siempre el mismo, sin ponerlo a prueba cada día. Sé que no cambiarás por la mañana. La solidez de lo que sientes por mí es la base de mi vida. Me gustan esas personas que son así, sencillas, firmes, fieles. Lo que hoy piensan mañana lo mantienen. Lo que hoy creen es el mismo credo que tuvieron antes. No cambian de ánimo con cada borrasca. No cambian de camino cuando afloran dificultades. Son incondicionales en sus propósitos. No ponen condiciones al amor ni a la vida. Son ellos mismos siempre y no se desdicen porque nunca prometen lo que no pueden dar. Así de sencilla es la vida de los que amo, de los que me aman. Y no quiero entrar en discusiones oscuras que no me alegran el alma. No quiero que la duda y la sospecha se asienten en mi vida. No dudo de ti, no desconfío. Soy honesto contigo, no te oculto nada. Parece sencillo pero no lo es tanto. La confianza se construye en días de esfuerzo. Y se esfuma ante el primer contratiempo. Se rompe en mil pedazos ese sueño que había construido. Y tengo miedo de que se acabe todo lo que era tan sólido. Es tan frágil ese amor colocado como ofrenda ante tus ojos. Es tan frágil mi sí dado con toda el alma. Soy capaz de lo mejor y también, en mi debilidad, de lo peor. No puedo llegar tan lejos como tú esperas o como yo deseo. Pero puedo hacerte sentir especialmente amada si te dejas. No me preguntes tanto a qué altura me encuentro. Déjame hacer el camino desde mi pobreza. Respétame en lo más hondo. Te amo en tu verdad.

La alegría es un camino lleno de incertidumbres. Deseo estar siempre alegre como dice la Escritura y no lo consigo: «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra mesura sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús». La felicidad, el gozo, la alegría, la paz del éxito logrado. Una vida plena y llena de amor es lo que desea el corazón. Pongo mi felicidad en objetivos caprichosos que escapan al control de mi voluntad. Me desquicio queriendo ser feliz a toda costa, caiga quien caiga. No me importa hacer mi camino en busca de esa alegría permanente que el mundo intenta prometerme. Para que esté tranquilo, para que mi vida sea gozosa. Me gustan estas palabras que describen cómo puede ser el corazón: «Entonces cerré los ojos y visualicé el latido de un corazón humano. Lo vi expandirse para abarcar a todas las nuevas personas que quería. Y comprendí que el corazón tenía una capacidad de expansión infinita. Y cuanto más lleno estaba, más saludable y felizmente latía en tu interior»[2]. No sé si mi corazón tiene esa capacidad infinita de expandirse. Al menos lo que sé es que tiene el deseo de infinito grabado en lo más hondo. El deseo de que el amor dure siempre y la experiencia del abrazo perdure constantemente en el alma. Abrazado, cobijado, contenido, sostenido, pacificado, calmado, apapachado. Es quizás la expresión de la felicidad que busco. Porque la alegría por los logros en el trabajo, en el deporte, en los proyectos, en las empresas es demasiado pasajera. Dura muy poco, nace y se marchita como una flor en mitad del camino. Apenas brota con fuerza una alegría provocada por el éxito, cuando un dolor posterior acaba con su nacimiento en pocas horas. Vivo buscando felicidades pasajeras tratando de llenar el vacío del corazón. Lo quiero llenar de éxitos, de logros, de reconocimientos, de halagos. Y quizás sólo tengo que llenarlo de personas. Y para eso tengo que dejar que se rompa un poco. Se expande rompiéndose con dolor. Y al mismo tiempo dándome una felicidad tranquila que llena mi alma. Abarca así mi latido a más personas de las que nunca había pensado. Un número imposible. Y entonces no me quejo del desamor, no dejo que brote el odio, no permito que surja el resentimiento en mi interior. Ya no me comparo, no condeno a otros, no juzgo. Y cuando vivo así con esa paz que me da el abrazo que doy y que recibo encuentro que la vida tiene un sentido. Y detrás de esos abrazos hay uno más poderoso. El abrazo de María, de Jesús en mi vida. Ese beso hondo de Dios que me recuerda quién soy, su hijo predilecto, el más amado. Y que no tengo que ser distinto a lo que ya soy, simplemente basta con dejar que brote desde dentro mi yo más verdadero. Sonrío entonces al saberme en casa sin haberme ido. Feliz de conservar el aliento constante de Dios dentro de mí. Dejo de buscar fuera y miro dentro. Dejo de desparramarme en el mundo para amar en lo más humano, a los hombres, a Dios. Para que mi vida valga la pena. Quiero que se me llene en este Adviento el alma de alegría. De una paz eterna y duradera. Quiero creer en el poder de Dios en mi historia. Él puede hacer posible esa felicidad que añoro. Isabel recibió la visita de María y de Jesús: «En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: - ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá». Y saltó el niño en su seno. Y se llenó Isabel de alegría. Porque María llevaba la alegría dentro. Jesús estaba en Ella llenándola de gozo. El misterio es que María había creído. Sí. La duda me aparta de la felicidad. Creer que Dios puede asegurarme la felicidad en este mundo exige un salto de fe. Tengo que creer que lo hará a su manera y no a la mía. Que logrará que en los momentos más oscuros y difíciles mi alma se llene de luz. Y pueda decir, habiéndolo perdido todo, que lo tengo todo porque vivo de su amor. Ese milagro es el que deseo. Para que mi felicidad emocional no dependa de cosas incontrolables, de accidentes imprevisibles, de pérdidas insuperables. No quiero que mi estado de ánimo cambie con una crítica. O mi paz se pierda al recibir la ira de mi hermano. No quiero que mi felicidad se frustre al no ver realizado el sueño esperado. No quiero que la alegría que llevo dentro se me escape por pequeñeces que no fundamentan la verdad de mi camino. Deseo vivir arraigado como María en el corazón de Dios. Muy dentro de Ella para no tener miedo. Es feliz la que ha creído que se realizará en Ella la salvación. Soy feliz si creo que la misión de Dios en mí se realizará pese a todas mis resistencias y durezas, en medio de mis miedos y ataduras. Con todos los nudos que me quitan el aire en el corazón. Quiero dejar que Dios sea mi felicidad a través de la carne humana que poseo y amo. En lo más humano soy yo mismo y encuentro sentido a todo lo que vivo.

Me gusta mirar a María. Me detengo ante Ella. El corazón en paz. María ha creído. Mi corazón se alegra porque yo he creído. En Ella y en su poder. Las palabras que hoy escucho las puedo aplicar a María: «Yo soy la madre del amor, del temor del conocimiento y de la santa esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la verdad, toda esperanza de vida y de virtud. Vengan a mí, ustedes, los que me aman y aliméntense de mis frutos. Porque mis palabras son más dulces que la miel y mi heredad, mejor que los panales. Los que me coman seguirán teniendo hambre de mí, los que me beban seguirán teniendo sed de mí; los que me escuchan no tendrán de qué avergonzarse y los que se dejan guiar por mí no pecarán. Los que me honran tendrán una vida eterna». Yo bebo de Ella y tengo siempre sed, necesito volver. Y mi hambre la sacia, por eso siempre regreso. Y sus palabras me muestran el camino, aprenderé a enderezar mis senderos torcidos. Quiero tener vida eterna, alegría y paz. En Ella puedo descansar. Me costó encontrar su rostro. Tuve que ir lejos fuera de mí para volver a lo más íntimo de mi alma repitiendo avemarías. Y allí apareció su rostro en la oscuridad de mis miedos, en la noche de mi desesperanza. Ella me llena de paz. No sé cómo lo hace, pero me abraza. Siempre de nuevo. Me busca cuando me alejo. Me espera cuando regreso. No me recrimina, es paciente y sonríe. Y su rostro me da paz. Su humildad me serena. Yo caigo en el orgullo y en la vanidad tan a menudo. Miro a María para parecerme a Ella un poco más cada día. Me gustan sus palabras al sentirse pequeña ante Dios: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava». Ella es la esclava, la sierva, la humilde niña de Dios. Ella es la que no tiene nada de lo que avergonzarse ante Dios. Es la que no ha pecado, la que nunca se ha alejado. Ella es la que tiene una mirada pura y limpia sobre las personas, sobre este mundo. Ella fue concebida sin pecado, siempre limpia y transparente de Dios. Ella se alegra en Dios porque la ha mirado, porque la ha elegido y llamado. Y yo a veces me siento orgulloso y siento que Dios me necesita. Si yo me niego habría alguien más que seguiría sus pasos. Él se apenaría al verme lejos. Pero encontraría un corazón más abierto que el mío. Quiero mirar mi vida como lo hace María. Alegrarme en Dios porque hace en mí maravillas y yo soy tan pequeño. Esa mirada es la que me salva. La que hace que viva feliz cada pequeño regalo que la vida pueda darme. No tengo derecho a nada, todo es un don. Y no merezco nada de lo que hoy disfruto, no tengo derecho a la gloria, al éxito, a los frutos que acarician mis manos. no necesito que nadie me dé las gracias por nada de lo que hago. basta con creer que todo es posible en Dios. basta con arrodillarme como María ante el Señor y quedarme en paz. Basta con alegrarme con María por cada pequeño paso dado en la oscuridad. La alegría no procede de mis obras y logros. No procede del aplauso y la veneración de los hombres. La alegría le viene a María de la mirada de Dios. Sólo en Dios se alegra y su alma se llena de paz. El poderoso ha hecho grandes obras en Ella. Yo busco los primeros lugares y ser reconocido en mis méritos. Que me busquen a mí y no a otros. Que me valoren más que a otros. Son las heridas que tengo. María no la tenía. Por eso mendigo amor por las calles, y busco aplausos. María no tenía esa ruptura interior. La miro a Ella y quiero que me abrace y me cambie por dentro. Quiero que su poder me transforme. Lo hará posible como lo hizo con Juan Diego y con tantos otros santos, niños débiles que no sabían hacer las cosas bien, tampoco yo. En ellos María hizo obras de arte. Puede hacerlas en mí, si me dejo hacer, si pongo mi sí en su corazón y acepto la vida como es con un corazón alegre. Quiero vivir las cosas con sencillez, sin complicarme, sin enredarme en pensamientos confusos. Leía el otro día: «El hombre se realiza sólo en la simplicidad. Cuantas más cosas poseamos y más experiencias acumulemos, más difícil y tortuosa será nuestra realización»[3]. Quiero liberarme de tantas cosas en las que pierdo la paz. Busco la simplicidad de la vida, el sí sencillo al presente tal y como es. A la vida que Dios me regala cada mañana poniéndomela ante mis ojos. Quiero mirar la vida, a las personas, los desafíos que el mundo me presenta como lo hace María. Los miedos se vuelven pequeños ante mis ojos. María me sostiene con su calidez. Me dice que soy su hijo precioso y no tengo nada que temer porque Ella no me va a soltar nunca de la mano. Esa mirada de María sobre mi vida está llena de misericordia. Y su abrazo es firme, no me suelta, no me deja irme. Me retiene en la calidez de su presencia. No quiero irme lejos de Ella. Quiero quedarme a su lado. María me enseña cómo tengo que vivir.

María se puso en camino porque Isabel la necesitaba cerca. Esa peregrinación tan peligrosa me conmueve. Ein Karen está cerca de Jerusalén, muy lejos de Nazaret: «En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». María está embarazada. Espera al Mesías. Pero no lo duda, se pone en camino, deja su comodidad y corre a socorrer a su prima Isabel. La tradición pinta a José acompañando a María hasta Ein Karen, es posible. Un viaje tan largo es peligroso. José la acompaña. Me sigue impresionando el gesto de amor de María. Deja todo lo que la ocupa, deja su comodidad y se pone en camino. No le importa el esfuerzo, y no teme el peligro que pueda correr. Sale de su tierra para ayudar a quien la necesita. Isabel es mayor y va a necesitar ayuda. Recorre feliz la distancia que la separa de su prima. No hay barrera que pueda detener su paso. Me gusta esa actitud. Yo no suelo servir así. Me acomodo y me guardo. Me reservo para no cansarme en exceso. Pienso en mí, en mi vida, en mis deseos, en mis bienes. Pienso en todo lo que me importa, en mi alma que busca el descanso y la paz. Y no me doy cuenta del que sufre a mi lado. Bastante hago ya, pienso mientras me escondo. Luego no me agradecen, susurro mientras me alejo. En ocasiones pienso primero en mí y luego en los demás. Pienso en lo que a mí me falta y luego me ocupo de lo que los demás no tienen. Recuerdo unas palabras del P. Kentenich refiriéndose al tiempo en el campo de concentración: «Nosotros, sacerdotes, no desperdiciaremos nuestro tiempo concentrándonos en si tendremos suficiente para comer, o cómo saldremos sanos y salvos de aquí, sino que trataremos de ser arca y faro para los demás presos»[4]. El mundo necesita a personas como María. Estoy llamado yo a ser una de ellas. Es la vocación de ser como María que pone Dios en mi corazón. Se me olvida tantas veces pensando primero en mí. No quiero pensar en lo que yo necesito y me pregunto dónde puedo servir, a quién puedo ayudar, dónde es necesario que vaya, en qué lugar será precisa mi presencia. Esa es la actitud del hijo de María. La alianza con Ella me vuelve dócil a sus deseos. Salgo de mí mismo para emprender el camino a Ein Karen. Es el camino de mi vida, salir de mi comodidad para emprender ese camino largo que me lleva a Jesús encarnado en mi prójimo, en el abandonado en el camino, en el migrante que no encuentra un hogar. Salir de mí para entregar a los demás lo que necesitan, lo que les hace falta para vivir. Para poder tener esa actitud tengo que ser más niño, más joven, más dócil. Hoy escucho: «Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama: - ¡Abbá! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios». me hago más niño para escuchar la voluntad de mi Padre que me llama a ponerme en camino. No tengo miedo. Él no me va a dejar solo. Siempre va a ir conmigo protegiéndome de todos los peligros. No va a permitir que me pase algo grave. No me quedaré sin comida, sin lugar donde dormir. Pero tengo que confiar en que será así. No vivo calculando y asegurando mis pasos. Confío como un niño en ese padre que va siempre a su lado dando seguridad. Me cuesta ponerme a servir. Quizás me he vuelto insensible y no me doy cuenta dónde hago falta. O le he quitado valor a los gestos gratuitos, al servicio no remunerado, a esa entrega que nadie ve. Una persona decía: «Algunos necesitan hacer público todo lo que hacen». Y es cierto, si mi servicio no se ve y no es valorado es casi como si no existiera. María no hizo pública su decisión de ir a ayudar a su prima Isabel. Se puso en camino sin llamar la atención. Sabemos que lo hizo porque luego lo contó el evangelista. Pero no para resaltar lo grande que es María sino para invitarme a mí a hacer lo mismo. Que cuando llegue a una casa el corazón del que me recibe salte de gozo, se llene de paz y alegría. Que mi vida sea motivo de esperanza y gratitud para otros. Que al llegar con mi presencia cambie el ambiente llenándolo de paz y esperanza. Es lo que quiere ser mi servicio. Dejo todo lo que me ata, lo que me hace permanecer acomodado y salgo de mí mismo para ir a servir, a cuidar, a acompañar al que me necesita. Eso es Adviento. Eso es Navidad. Un éxodo desde mi corazón hasta el corazón de mi hermano. Rompiendo barreras y acabando con los rencores que me separan de muchas personas.

 



[1] Papa Francisco, Carta apostólica S. José, Patris Corde

[2] Lucinda Riley, La hermana tormenta, Las Siete Hermanas 4, La hermana perla: La historia de CeCe

[3] Pablo D´Ors, El olvido de sí, 22

[4] Dorothea Schlickmann, José Kentenich, una vida al pie del volcán

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